jueves, 31 de enero de 2013

El de la Umbría. Capítulo sexto



En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del publico, hemos decido publicar una serie de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región Arturo Revés, Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.

Arturo Reyes el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima como todas las que salen de su brillante pluma.

Por su extensión la iremos publicando en fragmento procurando hacerlos cortés al final de los capítulos, para el mejor  cocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:


El de la Umbría


CAPÍTULO SEXTO


El tío Cachorrito esperaba á Toño sentado en el patio, un patio enorme, entre huerto y jardín, lleno de arreates, sembrado de árboles frutales y sombreado por una añosísima parra cubierta á la sazón de apretados racimos y de verdes pámpanos, al través de los cuales, al penetrar los rayos del sol dibujaban sobre el húmedo y enarenado suelo mil caprichosas siluetas de oro.

El ventero había soltado el mugriento catile en un rincón, y destacábase con enérgico relieve en medio del reducido y pintoresco escenario, con su cuerpo anguloso y ligeramente encorvado; los ásperos mechones de pelo blanquísimo que se le desbordaban por bajo el pañuelo de yerbas que le cubría la cabeza; atado sobre la nuca; con sus grandes patillas de boca de hacha tan blancas como el pelo; con su rostro rugoso y atesado, de larga nariz de pico de ave carnívora, la frente deprimida y toda hecha un fruncimiento, labios sumidos y ojos pequeños y casi ocultos por las pobladísimas cejas y  los carnosos párpados, y con su indumentaria pobre y limpia y característica, la raída chaqueta corta de pañete con sobrepuestos de astrakán, la encarnada faja que cubriéndole desde el sobaco á la ingle, dejaba ver la pechera de la camisa blanca y zurcida y con aun visibles huellas de ya casi desaparecidos bordados; corto pantalón adornado de argentíferos caireles y viejas polainas de cuero, ya apenas orladas de renegridas correas.

El tío Cachorrito estaba taciturno y sombrío; pensaba en lo que iba á hacer, y algo le escarabajeaba en el fondo del pecho; y tal vez hubieran vencido en él las buenas á las malas tentaciones, á no haber llegado tan pronto el hijo del Naranjero, que le preguntó con acento indiferente:

—¿Quién es quien mal le quiere que por aquí le envía, tío Cachorrito?

Este estrechó, incorporándose, la mano que aquél le tendiera, y así que se hubo alejado Tobalo, le repuso con voz un tanto apagada:

—Pos hombre, aquí me ha traío mi suerte mala ó güena; y si hubieras tardao una miaja más, quizá me hubiera arrepentío y me hubiera largao otra vez á mis cubriles con lo que traigo pa ti; pero cuando te he jallao y has llegao tan á tiempo será porque Dios lo manda, y cuando Dios manda y el rey ofrece...

—¿Y qué es lo que usté se ha traído para mí de su bugío?

—Pus hombre, te diré: yo no sé si tú sabes que yo tengo en mi casa una varita de virtú, y que gracias á ella yo soy casi un jechicero cuando me dá la gana.

—Hombre, no lo sabía, pero cuando usté lo dice…

—¡Cuando yo lo digo firma el escribano! Pues bien, esta mañana me dijo mi varita de virtú una cosa que yo imagino que á ti te interesa mucho.

—¿Y qué es lo que le dijo á usté esa señora?

—Pos esa señora me platicó lo que te voy á dicir; y apenitas me dijo lo que me dijo, me vino el ricuerdo de la güeña voluntá que yo te tengo á ti y á tu padre; me acordé que tu padre en una ocasión me sacó en parma de una cencrucijá en que me metieron unas malas lenguas que comías de cangros arrematen; me acorde de que yo te conozco desde que andabas á gatas, y me dije yo pa mi capote: El güen mozo de Toñuelo es una prenda, una prenda de estima, pero al mozo se le ha vuelto de espaldas la buena fortuna y se ha trompezao en su veréa con una jiena más bonita que el sol, y se ha prendao de esa jiena y le han caío cataratas en dambos ojos.

— ¿Pero qué fue lo que le dijo á usté su varita de virtú?

—Pos mi varita de virtú me dijo:— Si es que tú tiés consencia y eres hombre agraecío, sal ahora mesmíto de estampía y vete al pueblo, y busca á Toño, y dile á Toño que si quiere curarse la ceguera sin médicos y sin que naide le jurgue á los lagrimales, que esté esta noche á las nueve en punto cerca del puente del Tejarillo, frente por frente á la jaza del Emplomao, y que á los dos minutos de estar allí recobrará la vista; pero dile tamién que se vaya con retemuchísimo tiento y con muchísima pruéncia, poique pudiera toparse manos á boca con un tigre carnicero que está casi pregonáo, y que si le trompieza que ande vivo, que al que madruga Dios le ayúa y que muerto el perro se acabó la rabia, y que al que se muere lo entierran, y que ya conoce el refrán que dice el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

—Y oiga usté, abuelito, ¿se pudiera saber por qué esa varita de virtú ha dicho lo que ha dicho?: porque aquí ya nos sabemos de memoria que á usté no le ponen la carne de gallina los tigres carniceros.

—Tiées razón en preguntar, que cuando canta la cigarra, calor jace; pos bien, mi varita de virtú ha platicao lo que ha platicao por mor de varias cosas; poique yo á ti te estimo, poique á mí me gusta dar algo á cuenta cuando debo y yo le debo algo y más que algo al señor Curro, tu padre, y además... además poique á mí me ha dao ese tigre un zarpazo; á mí, al Cachorrito, á mí, cuando ya no tengo juerzas ni pa disparar un retaco.

Y la voz del ventero vibraba sorda y huracanada, y le relampagueaban los entornados ojos.

Y tras breves instantes de silencio incorporóse el viejo, tendió la mano á Toño y se alejó, no sin decirle de nuevo á este con voz todavía temblorosa:

—Y no te encargo ná, que ya sabes lo que me vá en que no sepa el favor que acabo de jacerte.

—La piedra cayó en un pozo, agüelito, y hasta más ver.

Y el hijo del señor Curro, grave y pensativo, se dirigió hacia las escaleras.

Béticas



Béticas

(POESÍAS DE ARTURO REYES)

Hénos aquí perplejos al cerrar las páginas de este divino florilegio de rimas, de este maravilloso libro de poesías que el gran lírico andaluz, Arturo Reyes, acaba de publicar. Agotados los elogios un día y otro día al hablar de libros mediocres, por consideraciones de amistad y compañerismo, cuando llega á nuestras manos una obra de positivo mérito, apenas si sabemos qué hemos de decir respecto á ella. Tantos ditirambos en favor de producciones francamente malas ó de escasísimo valer, perjudican notablemente á la crítica. 

El público, juez inapelable, apenas si dá crédito á la opinón de los periódicos que tantas veces le han defraudado en sus esperanzas y yá, —por exceso de elogio,—no compra aquello que se le recomienda, aunque tal recomendación, como la que yo hago ahora de ese encanto poético que se llama «Béticas,» sea infinitamente justa y decididamente imparcial. 

Y yo pregunto á críticos y criticastros. ¿Por qué no hemos de ser siempre sinceros en nuestras manifestaciones y por qué hemos de levantar tronos en el aire á novelistas anodinos y á poetas incoloros, gentecilla ruin que se arrastra á la flor de tierra y que compra nuestras alabanzas con la más servil de las adulaciones y falsías? 

Hay que hablar claro. Seamos iconoclastas una vez mas y derribemos de sus pedestales de oropel á los pequeños ídolos que hoy se yerguen orgullosos á costa nuestras innatas inconsciencia é insensatez. La verdad se impone. ¿A qué labrar reputaciones falsas? Caigan todos, todos aquellos que sin talento se elevaron y queden triunfantes los verdaderos artistas, héroes gloriosos que trabajaron en la sombra y á quienes se impone conceder el laurel de la victoria suprema. 

Tratemos de recobrar nuestra independencia y á lo malo, llamémosle por su nombre; que el público vea que no mentimos y así, cuando como ahora, necesitemos echar las campanas á vuelo en honor de un poeta, nuestras palabras serán vocingleros de victoria que llevarán triunfantes á todos los ámbitos, el nombre glorioso del artista que supo superarse a sí mismo. 

Aún á trueque de que mis palabras caigan en el vacío, no quiero dejar de expresar mi humilde parecer sobre el último libro genial, del genial Arturo Reyes. 

Arturo Reyes como poeta tiene una historia ilustre. Tres libros y el que nos ocupa, constituyen el bagaje poético de Reyes: «Desde el surco,» obra en la cual se nos reveló como un lírico de primera fuerza; «Intimas» pequeño libro, de composiciones amorosas, en su mayoría; «Otoñales,» obra que renovó los triunfos conseguidos con «Desde el surco,» pero que no logró superarlos y «Béticas,» que no sólo constituye el mayor éxito sobre las anteriores, si no que por sí sola eleva á Reyes á la altura de los más eminentes maestros de la lírica contemporánea. 

«Béticas» es una obra definitiva, consagración de su autor como poeta de mágica inspiración, á la manera como «Cartucherita,» fuera la obra que lo consagrara novelista de portentosas facultades. Aún más; «Béticas» es sin duda alguna, la obra magna de Arturo Reyes. En ninguna otra se nos muestra tan perfecto, con tanto vigor y lozanía, tan maestro y á la vez tan lleno de juveniles ardores y entusiasmos. 

«Béticas» tiene todas las gallardías de estilo, todos los divinos atrevimientos de forma que pudiera soñar un rebelde y todas las perfecciones y galanuras que un maestro pudiera concebir. 

Al lado del clasisismo admirable de las composiciones « Villamediana,» «Desde el marco» y «Juventud,» el modernismo sano, sin quebraduras ni retorcimientos de las poesías, «¡Invierno!» « ¡Y eres tú!» y «Despierta» 

Las orientales de este libro son lo más bello, dentro de la infinita belleza del conjunto. Sabido es cuanto domina Reyes este género de poesías del cual ha sido el creador. «Evocación,» «Rey de Taifa,» «En el desierto» y «Egilona,» son verdaderas maravillas. 

De los romances, «¿Por qué?» y «Romance morisco» parecen inspirado en el mismo Romancero castellano. Todas y cada una de las composiciones que integran el libro son admirables, sencillamente soberanas, que se adueñan de nuestros sentidos y nos hacen gozar una emoción artística tan pura, tan llena de encantos, que el recuerdo de las estrofas del maestro, dificilmente podrá borrarse de nuestros corazones. 

Prolija tarea sería la de enumerar una por úna las maravillas del libro. Si á citar fuésemos las treinta poesías de que se compone el tomo, habríamos de anotarlas. No soy de los que gustan transcribir fragmentos de nada; por eso doy fin á esta incoherente impresión, recomendando la lectura del libro. No se trata de un libro más de versos. «Béticas» es obra llamada á conseguir un éxito inmenso, resonante, y á gala tengo, ser de los primeros, en predecirlo.

ZARAGATAS.

Apuntes del vivir



—Albricias querido Martín, albricias.

—¿Qué, qué es lo que ocurre que tan fuera de sí te pones?

—Una gran noticia, incrédulo amigo.

—Grande, agradable y buena tiene que ser cuando tan con(ten)tento te encuentro.

—Si señor; muy grande, muy agradable y muy buena.

—Pues ponme en conocimiento de ella que ardo en deseos por saber la causa de tu regocijo. ¿De quién se trata?

—Ahí es nada. Se trata del mago del habla andaluza, del maestro entre los maestros, del cantor de esta bendita tierra, de...

—Arturo Reyes, no sigas. Nadie como él merece tales calificativos.

—Has acertado por vez primera en tu vida.

—Y ha motivado esa explosión de entusiasmo, tan extraña en tí, la publicación de sus poesías.

—Estás inspirado, sigue.

— ¿A tí que te han parecido?

—Valiente pregunta. Pues sencillamente maravillosas, estupendas, sin comparación.

—Pero entre las muchas que integran el libro, habrá alguna que te satisfaga más que las restantes.

—Tropezastes [sic], amigo, tropezastes [sic]. Si me viera obligado á señalar una entre todas, me vería en un brete. Todas son igualmente hermosas y están igualmente bien hechas, ¿Tú no los has leidos?

—Sí, pero á pesar de ello, quería conocer tu opinión.

—Que es igual á la mía.

—Y más entusiasta aún.

—Yo, en verdad te digo, que me ocurre con las obras de Reyes lo que con ningunas. Cuando leo la última línea de una de sus obras quedo con grandes deseos de volver á comenzar, en la seguridad completa de encontrar bellezas y grandiosidades que me encanten nuevamente.

—¿Te has fijado en la que titula «Jimera de Libar?»

— Y en la que llama «Invierno,» y en «Y qué?» y «En Roma» y «En el mercado» y en todas.

—Es un libro que colocaría su nombre aun más alto si tan a to no estuviese ya.

—¿Enviamos desde estas líneas nuestro aplauso más entusiasta?

—Modesto y de poca resonancia es, enviémosla.

ABEL SECANO

El de la Umbría. Capítulo quinto


LA NOVELA ANDALUZA



En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del publico, hemos decido publicar una serie de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región Arturo Revés Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.

Arturo Reyes el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima como todas las que salen de su brillante pluma.

Por su extensión la iremos publicando en fragmento procurando hacerlos cortés al final de los capítulos, para el mejor  cocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:


El de la Umbría


CAPÍTULO QUINTO


La sala principal del Casino estaba, como casi siempre, de bote en bote: todos ó casi todos los holgazanes y ricachos de la villa entreteníanse en matar en ella el aburrimiento jugando al dominó unos, otros á las cartas o arreglando al país y modificando las instituciones entre cortado y cortado de Farajan ó Jubrique:

—Oye tú, Cantinero, —exclamó el Pecas dirigiéndose hacia donde aquel estaba; —tú que vives al cabo de la calle, en ese mal barrio en que anda el Tono, ¿es verdá que el chavalete sigue más emperrao que nunca en que le jagan la autosia?

—Eso dicen, pero eso no son más que pamplinas pa canarios; no poique al Toño se le engurruñe ná por ná, sino poique al mozo no le rempuja gran cosa la voluntá que le tíée á esa jembra.

—Eso que tú ices está pidiendo á voces una criba, poique tiée más paja que simiente: y esto no te lo digo poique lo haiga ensoñao, que yo digo lo que digo poique Su Divina Majestá me puso dambos ojos en la cara pa ver las cosas, y usté perdone amigo mi farta de conformiá con lo que usté acaba de decir.

Y el tío Campeche, que era el que había hablado, y que mientras hablaba había tenido en alto el as de oros, dejó caer violentamente la encallecida mano sobre la mesa, diciendo con voz gutural:

—¡Veinte en copas!  El Cantinero se encogió de hombros al terminar el viejo su perorata y exclamó dirigiéndose á uno de los corros:

—Siempre el mesmo; siempre  resfalándose de la lengua más de lo que Dios manda y de lo que á su salú le conviene.

— Y qué se le va á jacer, si el hombre tiée asegurao el perfil por las arrugas y los bitoques.

—Ahí está el Toño —exclamó en aquel instante el Clavijano con acento indiferente, abandonando el balcón desde el cual había visto llegar al hijo del Naranjero.

—¡Señores, á la paz de Dios!—exclamó éste á poco, penetrando en la sala con torvo semblante, el sombrero echado sobre la frente, las manos atrás y la cabeza inclinada.

—Camará y cómo te jiede el jálito— exclamó el Cantinero acercándose á su amigo, el cual permaneció silencioso y fuese al balcón seguido de aquél, que se dirigió á él de nuevo, preguntándole:

—¿Quién te ha jecho hoy mal de ojo; es que has hablao por fin con la Jabalina?

—De hablar con ella vengo.

—Pos seguramente te ha dao una dentellá, poique lo que es las señas son mortales.

—Pues no te equivocas, porque si no me hadado la dentellá ha sido por misericordia divina; chavó, si esa no es una mujer, si es una loba.

—¿Pero qué es lo que te ha dicho ó te ha jecho, ó en qué se ha propasao?

—Pues me ha dicho que no puedo andar de bruto que soy; que el mal ángel me dio al nacer un beso de cuerpo entero; que mi padre es un grajo y mi madre una lechuza; que cuando me dé la repotente gana le quitemos las cuatro obrás de viña; que no me puée ver ni en estampa, y en fin, qué sé yo, el delirio de cosas, y las que te he dicho las mejores.

—Pos por lo que se ve, la probetica de mi corazón es corta de genio; y tú á tó eso ¿qué?

— ¡Pues yo á tó eso, na! Seme agrió la saliva y se me cortó el cuerpo, y á mí, que no me viene ná largo en el mundo, me vino larga esa gachí; pero no es eso lo malo: lo malo es que mientras más me pinchan las ramas más me gusta el carambuco.

—Pos yo, si tú me lo premitieras, me atrevería á darte un consejo leal, y ese consejo es que hay cosas que es peor tomallas que dejallas, y que jembras hay más que esazones y que arrimarse á esa mujer es dirse al colmenar sin careta.

—Es que además de lo otro, esta cuestión es cuestión de amor propio; y es que además yo cuento con la ayuda de Cristóbal.

—Güena ayúa ¡la del enterraor!

Cuando una jembra está prendá de un hombre, y este hombre es un infortunao con cosas de macho, y güeñas hechuras, sa menester pa movella de un sitio cien yuntas y un terremoto.

En aquel momento, Tovalo, uno de  los mozos del Casino, llegó a Toño y le dijo:

—Mostramo, ahí está el tío Cachorrito, el de la venta, que dice que tiée que platicar con su mercé de una cosa que á dambos sus interesa.

—Pues dile que suba—repúsole Toño con aire malhumorado.

— Me paece á mí que no sube, que lo que quiere el agüelito es platicar á solas con su mercé.

—Anda, hombre, que cuando ese pajarraco se descuelga por aquí algo se traerá en el pico.

Y Toño, aunque reacio y de mal talante, se dirigió hacia las escaleras, murmurando:

—Bueno estoy yo para pláticas y para aguantarle un tostón á cualquiera; en proporción está la tierra para almácigas de claveles.

El de la Umbría. Capítulo cuarto


LA NOVELA ANDALUZA



En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del público, hemos decidido publicar una seria de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región. Arturo Reyes, Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección. 

Arturo Reyes, el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima, como todas las que salen de su brillante pluma.

Por su extensión la vamos publicando en fragmentos procurando hacer los cortes al final de los capítulos, para el mejor conocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:

El de la Umbría

Capítulo Cuarto

Como era de esperar, no pasaron muchos días sin que Pepa—á quien había llenado el alma y la sangre de cosas extrañas y ardientes la varonil hermosura del Niño—recibiera noticias del que por causa suya no podía ya penetrar en poblado á la luz del sol sin exponerse á un recado de los más urgentes y de los de peores consecuencias.

Y como era de esperar también, no transcurrió mucho tiempo sin que nuestros dos protagonistas se pusieran al habla, merced á los buenos oficios del Cachorrito, y poco tardaron también en convertir la incipiente inclinación en cariño irresistible, no sin que la murmuración rompiera en tímido aletear y en cobardes balbuceos.

Algo de estos rumores hubo de llegar á oídos del hermano de la Jabalina, el cual, cogiendo un día á ésta por un brazo, le preguntó mirándola fija y amenazadoramente: 

—¿Sabes tú, Pepa, que la gente te ha levantao un farso testimonio?

Pepa palideció ligeramente, y le repuso con voz firme, al par que se encogía de hombros:

—¡A mí un farso testimonio!

—Sí, á tí, á la hija de tu madre y de la mía, que esté en gloria.

— ¡Y cuál es ese farso testimonio?

—Pos no dicen ná pa un muerto: dicen que arguien te ha visto platicar de noche con el Niño de la Umbría.

Pepa palideció, y no ligeramente, al oir aquello, pero hízose superior á sus inquietudes, y exclamó con acento algo trémulo:

— ¡Eso es una calurnia! ¿Y quién ha sío el que ha dao el notición? ¿Quién es el que dice que me ha visto platicar con ese hombre?

— ¿Y qué sé yo quién és el que dice que te ha visto! Pus si yo lo supiera, ¿no le hubiera recetao ya un colirio pa que se le aclarara la vista?

—Pos puées quearte tranquilo y seguir comiéndote la hogaza á gusto. Eso no es más que una calurnia, te repito.

—Eso dije yo cuando me lo contaron: eso es una calumnia; mi Pepa no es capaz de platicar á escondías de mí con ningún hombre, y menos con ese, que es un asesino, que asesinó al Rubio Mulato.

—Eso sí que no, eso sí que no,—exclamó enérgica y rápidamente Pepa, retando con los ojos y la actitud á su hermano;—eso sí que no, á cáa cual lo suyo; que Pedro mató al Rubio cara á cara, cara á cara y sin ser él el provocaor, y lo vió toíto el mundo.

—No lo defiendas, Pepa; con tanto calor; mira que voy á creer lo que dice la gente, y si llego á creer, lo que dicen, te mato y lo mato, y me mato.

— ¡Y va á tener Dios que poblar otra vez el mundo! Vamos, hombre, y en qué trabajeras te ibas á meter, y qué faena más esaboría que te ibas á cargar. Yo lo defiendo poique lo merece, y ahora puées creer lo que quieras; y el día que vayas á matarme me avisas, pa que te deje arregláa la jacienda y pa que me vista de limpio.

Y dando media vuelta, se alejó bruscamente la Jabalina, mientras Cristóbal murmuraba mirándola alejarse:

—Con mucho calor defiendes tú á ese hombre, y milagrito será que no tenga yo que alicortarte de un ala.

Pasaron días y días, y algunos antes de aquel en que tan á pique de un repique hubo de estar el tío Cachorrito con Pedro, hizo su entrada en el pueblo, tras una ausencia de algunos años, el hijo del señor Curro, el Naranjero, mozo de veinticinco años, de bizarra apostura, de rostro vulgar y rufianescos modales.

—Vaya una gachí superior que se ha hecho la Jabalina, —díjole al Cantinero, su más íntimo amigo, al ver á aquella una tarde en la calle donde vivía.

—Pos déjala y no la jurgues, que respinga, —repúsole su amigo con acento misterioso.

— ¿Y eso porqué?

—Poique ese es un mal balate; ese, según dicen, es terreno acotao, y el guarda del coto es una mala hora capaz de darle una esazón al lucero de la mañana.

—Hombre, ¿y quién es ese tan aficionao á dar desazones, quién es esa pantera?

—No digo yo que sea una pantera pero sí que es un hombre arriscao y súpito y con la mano dura.

—Pero, ¿quién, es él, hombre, quién es ese caballero?

—Pos ese caballero dicen que es el  Niño de la Umbría; eso dicen y no tendría na de particular, poique como por mor de ella, sin que ella tuviera la culpa, mató al Rubio, que era un lobo rabioso, pos, velay tú, no  tendría na de particular; y por más que yo no lo he visto, en estas cosas y en toas las cosas de la vía yo creo que vale, más un por si acaso que un quién pensara.

Toño habíase quedado pensativo oyendo al Cantinero.

 —Parece que la noticia no te ha sabío á azúcar de pilón,—díjole su amigo mirándolo irónicamente.

—Pues, hombre, te diré: me he quedao una miajita pensativo porque la cosa lo merece; pero sea verdad ó sea mentira, á esa gachí le pongo yo los puntos porque me lo pide el cuerpo, y entre darme yo un disgusto ó dárselo á otro, pues la verdad, me gusta más lo segundo que lo primero.

Y desde aquel día dió comienzo el hijo del señor Curro á trabajar la partida con todas las de la ley con el decidido apoyo de Cristóbal, que no hacía más que pensar en la hipoteca tanto tiempo vencida, y en por qué Pepa cada vez que el hijo del señor Curro se le acercaba, ponía de tal modo el perfil y de tal manera echaba el habla del cuerpo y tales cosas le decía, que aquel no tenía más remedio que decidirse por la del humo y largarse rabo entre piernas, con las orejas gachas y con su amor propio convertido, según, él le decía al Cantinero, en un jarambel y en un trapajo cualquiera.

 Arturo Reyes

El de la Umbría. Capítulo tercero

Publicado en: La Unión ilustrada. 20/3/1910, página 17.

LA NOVELA ANDALUZA


En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del público, hemos decidido publicar una seria de novelas andaluzas debida á las mejores plumas de los escritores de la región. Arturo Reyes, Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.

Arturo Reyes, el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima, como todas las que salen de su brillante pluma.


Por su extensión la iremos publicando en fragmentos procurando hacer los cortes al final de los capítulos, para el mejor conocimiento de los lectores:


La novela de Reyes lleva este título:

El de la Umbría

CAPÍTULO TERCERO

Dos años antes del día en que comienza esta verídica narración, un domingo por la mañana, en que en la plaza del pueblo donde se eleva la iglesia, habíanse congregado todos ó casi todos los mozos del pueblo luciendo sus galas de las grandes solemnidades, en animados corros y en desordenadas filas, para ver salir y entrar en el templo las beldades de la villa con los mantones á modo de capuchas sobre las bien peinadas cabelleras, y al aire, merced á lo corto de las faldas, el principio de la pantorrilla; una mañana, repetimos, en que el sol en ardientes olas de luz y calor, caía sobre la tierra llenando de resplandores los blancos muros de los edificios, el azul intensísimo del cielo, el verde aterciopelado y de distintos matices que bordeaba las rojizas laderas que circundan el pueblo; una mañana esplendente de Mayo, en fin, vieron salir del templo, entre otras, los apostados en la plaza, á Pepa la Jabalina; hembra de veinte y dos á veinte y tres abriles, alta, recia, gallardísima, de seno arrogante y arrogante cadera, de rostro atezado, de facciones enérgicas, de ojos de gacela por lo negros y rasgados, y de leona por la expresión; de pelo negrísimo y rizoso y abundante que le calzaba la frente, de labios gruesos y encendidos, labios de más bien severa que sonriente estructura, pié breve y arqueado y mano pequeña, pero embastada en el batallar del trabajo.


El Niño de la Umbría, que habíase visto precisado á dejarse caer aquella madrugada por el pueblo á todo el galopar de su cabalgadura, á  la cual habíale rozado una de las redondas ancas una onza de plomo, destinada, sin duda, á más altos fines, y que en aquel instante contemplaba indiferente y solitario en uno de los extremos de la plaza el alegre bulle-bulle de las devotas y los curiosos, al ver avanzar hacia el sitio en que se hallaba, á Pepa, al ver su casi varonil hermosura, movióse al empuje de la tentación; y cortándole terreno á la que avanzaba sin dignarse mirar á los que la requebraban, acercóse á ella con ambas manos en los diagonales bolsillos del marsellés, contorneando la airosa figura, y díjole encorvando graciosamente el busto y acercando de modo relativamente decoroso sus labios á la oreja más diminuta de las que por aquel entonces lucían en Ardales cordobesas arracadas:
 
— ¿Se pudiera saber poiqué ha dejao La Divina Pastora su divina jornacina?
 
Pepa, al sentir tan cerca la voz del Niño, se revolvió iracunda contra el osado, pero al ver á éste, dulcificóse un tanto la hosca expresión de su semblante, y le repuso con voz irónica:
 
—Pus por una cosa mu fácil de adivinar; poique le ha dao la repotente gana!
 
—No es mala esa razón, salero; pero á mí no me ha convencío, yi si no me contesta usté con más respeto, la cojo á usté ahora mismito por el talle, y me la llevo á usté á la sierra, y la mato á usté á fuego lento, poique ha de saber usté que yo soy pa las mujeres de mi gusto toíto un jierro candente.
 
—Güeno, pus al yunqe con el jierro, y hágame usté el favor de dirse de mi vera, que no tengo yo ganas de esazones.

 Y esto lo dijo la muchacha con voz intranquila é intranquila expresión, al ver desembocar por una de las calles adyacentes á la plaza al Rubio Malato.
 
Todos los circunstantes habían presenciado la escena,  y todos, al ver desembocar en la plaza al Rubio, como todos estaban al cabo de la calle en lo referente  á sus  pretensiones cerca de aquella mujer, se miraron unos á otros presintiendo que algo iba á ocurrir si no se alejaba pronto el Niño de la Jabalina:
 
No dejó de presentir el Niño el recio temporal que se le avecinaba al ver avanzar al Rubio; comprendió por la torva expresión del rostro de éste y por la no disimulada inquietud de Pepa, que habíase metido en un mal fregado; pero como hombre acostumbrado á jugarse la vida casi á cara y cruz y casi diariamente en la serranía por un puñado de prensadas de las  Canillas, pensó que algo más merecía hembra de tanto empuje y su reputación de hombre de pelo en pecho, y pensando esto, ni uno solo de sus músculos se contrajo, ni de sus labios huyó la sonrisa al oir la voz del Malato, que le decía con reconcentrado acento y procurando refrenar la cólera que le brotaba con siniestro fulgor por los entornados ojos:
 
— ¿Tú no sabes que á mí me esazona el cuerpo que otro hombre, un hombre que no sea yo, le hable á esta jembra al oído, como tú acabas de hablarle?
 
—Hombre, yo no sabía eso; pero si á ti eso no te gusta, pos no tengas tú cudiao, ni te enfaes, que de aquí pa alante yo no platicaré con ella sin haberte pedio premiso.
 
Y el Niño dijo aquello con acento plácido, sonriendo dulcemente.
 
—Eso es quéa, compare; y cuando a mí tocan á quéa, pos toco yo á rebato, digo, sí es que tú me lo premites.
 
—Por premitío, —exclamó el contrabandista; y pálido y sereno se retrepó gallardamente contra la pared, mientras la Jabalina; alejábase con lentopaso, no sin arrojar sobré el de la Umbría una desdeñosa mirada.  

El Rubio Malato, tras seguir con la vista á Pepa hasta que aquella hubo doblado la esquina, se dirigió hacia uno de los grupos donde se comentaba sin duda su triunfo; pero no había aun dado dos pasos; cuando el Niño, siempre sereno, siempre con la sonrisa en los labios, dirigióse á él y preguntóle con voz ya algo temblorosa:  

—¿Qué es lo que harías tú si yo te diera un guantazo?   

Y aun no lo había acabado de preguntar, cuando sintió el Rubio caer sobre su rostro la endurecida mano del contrabandista, el cual, sabiendo sin duda cómo aquél las gastaba, aun casi no había acabado de asestar el golpe, cuando ya esgrimía en su mano derecha enorme y reluciente acero.
 
Y en vano los mozos, desparramados acá y acullá, corriendo al lugar donde ambos contendientes se acometían rápidos y valerosos, pues antes de poder intervenir en la terrible contienda, el Rubio, en una de las hábiles acometidas de su adversario, detúvose de pronto, dejando escapar un á modo de jadeante rugido; se detuvo, repetimos, llevóse la mano al costado, con los ojos de par en par con horrible expresión de asombro y cayó pesadamente en tierra, mientras el Niño, tras guardarse la enorme navaja, alejábase rápido del lugar de la terrible ocurrencia, y cinco minutos después volaba jinete en su poderoso caballo por las empinadas laderas.

Arturo Reyes

El de la Umbría. Capítulo segundo




LA NOVELA ANDALUZA

En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del publico, hemos decido publicar una serie de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región Arturo Revés Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.

Arturo Reyes el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima como todas las que salen de su brillante pluma.

Por su extensión la iremos publicando en fragmento procurando hacerlos cortés al final de los capítulos, para el mejor  cocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:


El de la Umbría


CAPÍTULO SEGUNDO


Diez minutos después entreteníase el caballo en dar buena cuenta de una brazada de yeros en la cuadra; el nieto del tío Cachorrito oficiaba de vigía tendido entre los olorosos matajos del monte; la puerta falsa del edificio, abierta de par en par, convidaba a la fuga en caso de aprieto, y el Niño y el Cachorrito departían sentados frente á frente no sin humedecer de vez en cuando el gaznate con sendos tragos del  mas oloroso licor que ha salido de vides montillanas.

—Y vamos ya a lo que más me importa ¿Jace ya muchos día, agüelito, que no recrea usté los ojosde su cara mirando mi rosa de Jericó, mi manojito de flores?

—Pos dos o tres jace no más, dos o tres jace no más que la vide y hoy mesmito iba a darle otro vistazo, poique has de saber que desde la última vez que en ella se recreo tu persona, han llovío sobre ella la mar, pero la mar de esazones.

— ¿Y eso poi qué? ¿Qué esazones han sio esas, agüelo? ¿Quién se ha eterminado a nublar el espejo en que yo me miro?

—Pos uno que anda mu emperraete en quitarle el azogao, y yo te lo digo poique si menester dir poniendo pie en paré, no sea que la cosa se ponga más primatérica, y en fin, poique me parece a mí que yo debo decirte lo que pasa.

—Hable usté clarito y pronto, agüelo, clarito y pronto, que me tiée usté con el puñal al pecho y con el agua á la boca.

—No te soliviantes, hombre, no te soliviantes, ni corras tas tanto, que tóo se andará, lo que pasa es que como tú con eso del alijo en Algeciras has estao sin cimbrear el talle por este partío dos semanas, pos, velay tú, en esas dos semanas…

—¿En esas dos semanas, que?—preguntóle lleno de tremenda ansiedad Pedro al de la venta, el cual le repuso mirándole hoscamente:

—Calma, Niño, más calma, que no soy costal, que ya llegaremos al remate, que hay mas días que ollas y na se quedará por decir, Dios mediante.

—Pero pronto, tío Cachorrito, pronto, que me esta jirviendo la sangre, que tengo el alma en un hilo y que me están dando ganas de darle a usté un tironazo de la lengua.

—Camará y que súpito eres y como te refalas al hablar, y a mí no tiées tu que mirarme como si quisieras comerme, que sa menester que tú sepas que á mí no me parió la que me parió pa que se me engurruñara el ombligo por tan poquilla cosa, y sa menester que tú sepas también, que antes que tu ladraras me dolía á mí el colmillar de morder más y mejor que tú cien mil millones de veces.

Y al decir esto, el viejo retaba, en amenazadora actitud al Niño, que tragando saliva y clavando sus ojos con sombría fijeza en los del ventero, le dijo con voz lenta y apagada, voz que parecía querer disimular el probable y formidable estallido:

—Hable usté ya, y déjese usté de pamplinas y de cascabeles y de barrumbás que yo a naide se las aguanto; y si no estuviera usté ya tuteándose con Matusalén, ya me hubiera yo propasao y ya estaría usté con tó el cuerpo dolorío.

Y al decir esto, el rostro de Pedro había perdido su placida expresión, le brillaban ferozmente los ojos y se crispaban sus manos.

—¿Tú propasarte conmigo, propasarte conmigo? El que se propase conmigo, que se merque la mortaja.

Y el viejo incorporóse convulso, lívido, arrogante, llevándose rápido y decidido la mano a la cintura.

Pedro, al ver su actitud, incorporóse también violentamente, fue a arrojarse sobre el viejo, pero la razón hizo un último esfuerzo, y en lugar de acometer, dirigióse tendiéndole al par la mano al Cachorrito, el cual, interpretando mal su actitud, temiendo el zarpazo de la fiera, se hizo atrás, dando al aire enorme cuchillo, al que arrancó la vaina con los sumidos labios.

—¡Ah, bestia brava!—rugió Pedro, y arrojándose sobre su adversario, no sin tener que esquivar su primera acometida, lo cogió por ambas muñecas; luchó breves instantes con él hasta domar aquel alma indómita en un cuerpo envejecido y momentos más tarde, decíale al viejo con voz ligeramente fatigada, al par que le devolvía el cuchillo por la empuñadura:

— A ver si guarda usté ya eso y déjese usté de salías de tono, que ya no está el guitarro pa polos, ni pa medios polos tan siquiera.

El viejo dejóse de caer jadeante sobre un costal, jadeante y bufando de cólera.

—Vamos, viejo acebuche, pelillos á la mar, ya paso la mala hora, —díjole el Niño tras algunos instantes de silencio,— y ahora dígame usté si quiere, que es lo que le pasa a la niña de mis ojos.

—Sí que te lo diré, pero ya no mos veremos más en una misma verea, ¿verda tú que no mos veremos más?

—Hombre, eso será sigún y como usté quiera, pero yo le juro a usté por mi relicario, que lo sentiría poique yo lo estimo á usté como a cosita propia.

—Muchas gracias por la estima en que tú me tiées pero yo no quisiera volver a verte más poique como es esta la primera vez que un hombre me jurga el pelo de la ropa… pos, velay tú, pudiera nacerme en el corazón una mala hierba y pudiera yo jacer contigo alguna porquería.

—Usté no es capaz de jacer ná sucio, con que dejemos ya eso y dígame usté que es lo que le pasa a mi Pepa.

El tío Cachorrito, tras algunos instantes de sombrío suspiro, dejó escapar un ronco suspiro, y dijo sin mirar á su interlocutor cara a cara:

—Pos lo que le pasa a tu Pepa es que jace diez o doce días que el hijo del señor Curro el Naranjero anda más emperrao que Chaqueton en jacerte a tí un pie agua y a tu Pepa un desavío.

—¿Y mi Pepa que dice á eso?

—Pos tu Pepa dice que nones hasta con los labios cerrados y súa desprecio pa el mozo por tóos los poros de su persona; pero eso no impíe que esté pasando las de Evelica, poique como su hermano le debe al señor Curro los cuatro ochavos que valen las cuatro cepas que es toa su fortuna, pos el hermano que es más bruto que una yunta y se ha creío que el el chaval quiere á su hermana con güenas intenciones, pos no deja vivir a la muchacha poique la muchacha le ponga güen perfil al hijo de Naranjero. Esto es lo que pasa, y ahora tu harás lo que más gusto te dé ó lo que te salga del sótano, que á mi ya tóo lo tuyo se me importa más menos que un estornúo...

Al Niño, oyendo al anciano, habíasele ido poniendo cara de difunto, y al terminar éste de hablar, exclamó aquél con voz sorda y reconcentrada y como si hablara consigo mismo:

—Estará de Dios que yo me pase la vía jaciendo desavíos por esa jembra; por esa jembra tuve que matar al Rubio Malato; por esa jembra ando durmiendo al sereno y por esa jembra voy á tener que jurgarle de mala manera en el corazón al hijo del señor Curro.

—¡Y poi qué has de jurgarle también en el corazón á ese? ¿Es que tóo en este mundo no tiée más arreglo que una puñalá trapera? Una puñalá es el santolio y el santolio no se le da á nadie jasta que comienzan las boqueás; lo que tú debes jacer es coger á tu paloma por el pico, por por la cola, ó por donde te dé la gana, y llevártela á tus palomares, y que Dios sus bendiga y que a tí te tenga dé su mano y que á los demás no nos orvíe.

—Es que el hijo del Curro es un bocón al que yo tengo ganas de arreglarle la dentadura; un Don Fantesía, que poique tiée cuatro maraveíses se ha creío que toó el monte es orégano; y sa menester dir enseñándole á ese señorito á respetar a los hombres y á las mujeres de los hombres.

—Eso es, y pá enseñarlo á respetar á los hombres y á las mujeres de los hombres, se le manda con la enseñanza al camposanto; eso no está ni medio bien tan siquiera.

—No estará bien ni medio bien, pero eso es cuenta mía, agüelo, eso es cuenta mía, y á naide tengo yo que darle cuenta de mis acciones.

—También pudiera ser eso verdá, y la curpa me tengo yo; pero nunca es tarde si la dicha es güeña; mas ándate con tiento, que el hijo del señor Curro no es manco y tiée arranque y también es capaz de jacerte á ti una estorsión ó un boquete, si es que se le proporciona.

—Güeno, más mejor, eso es lo que á mí me gusta; pero tan y mientras eso pasa, hágame usté el favor de dejarse caer por el pueblo y decille á Pepa que estoy aquí, y que la espero esta noche á las nueve en el puente del Tejarillo; y tan y mientras usté vuelve, voy yo á ver si ensueño con lo que más me gusta.

Y diciendo esto incorporóse el Niño  y se dirigió, sin soltar la escopeta, hacia el interior del edificio, mientras el viejo posaba en él una mirada preñada de amenazas y de rencores.

El de la Umbría. Capítulo primero




LA NOVELA ANDALUZA

Deseosos de corresponder al creciente favor del público, hemos decidido publicar en esta sección una serie de novelas andaluzas, debidas á las mejores plumas de los escritores de la región. Arturo Reyes, Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección que hoy inauguramos.

Arturo Reyes, el padre de la novela andaluza, abre la marcha con una narración primorosísima, como todas las que salen de su brillante pluma. Por su extensión la iremos publicando en fragmentos, procurando hacer los cortes al final de los capítulos, para el mejor conocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:

El de la Umbría


CAPÍTULO PRIMERO

La venta del tío Cachorrito, el más duro de roer de todos los venteros de Andalucía, estaba situada á poco más de un cuarto de legua de Ardales, lindando con el camino, sombreada por varios copudos algarrobos y sin más atractivo, á simple vista, que lo pintoresco del paisaje que desde aquel sitio se domina y la deslumbrante blancura conque [sic] destacábase del fondo grisáceo de la montaña.

Malas lenguas, según los menos, y lenguas verídicas, según los más, aseguraban á casquete quitado, que era la mencionada venta un á modo de apeadero de la bizarra pléyade de contrabandistas y hombres de armas tomar que por aquellos tiempos felices traían á mal traer á los encargados de contrariar un tantico en sus propósitos á los próceres del matute en la accidentada serranía.

Y según cuenta y nos contaron, un día del mes de Octubre, día en que una brisa fresca y perfumada agitaba mansamente el ramaje; en que el sol lucía espléndido en un cielo intensamente azul; en que las sendas de las montañas parecían regueros de oro y un reguero de oro también la carretera; día en que cantaban las alondras, en riscos, en surcos y en breñales y en que el panorama, en fin, aparecía revestido de sus más ricas preseas, vióse avanzar en dirección de la venta del tío Cachorrito, al airoso trote castellano de un potro andaluz de cabos finos como pinceles, pecho robusto, aventadas narices, enarcado cuello y gran alzada, al Niño de la Umbría, uno de los más ilustres contrabandistas de antaño.

Lucía este en la gallarda persona las por aquel entonces típicas galas de los majos andaluces: alto calañés inclinado sobre la sien izquierda; amplio pañuelo de arabescos dibujos que le cubría casi del todo el negro y rizoso pelo; marsellés de astrakán adornado con botonadura de plata; ancho ceñidor encarnado que hacía resaltar vigorosamente el blancor de la bordada pechera; calzón de punto que moldeábale la robusta pierna; vistosas polainas de largo correaje y grueso zapato armado de relucientes espuelas.

El aparejo de la fogosa cabalgadura no dejaba de estar en armónica relación con la indumentaria del gallardo jinete, y era ensedado y vistoso, lo mismo que el pretal de vivísimos colores y largo fleco y que el bordado atajarre que le flanqueaba las poderosas ancas; además de todo lo cual no habíase olvidado al Niño de suspender el arzón, la en sus manos temible escopeta, en cuya caja leíase en argentíferos caracteres, un «Dios te perdone» capaz de ponerle el pelo de punta al mozo más templado.

Antes de entrar de lleno en esta verídica narración, conviene que sepan los que nos leen, que en los treinta y pico de años que habían transcurrido desde el punto y hora en que viniera al mundo nuestro héroe, habíase sabido ganar á pulso uno de los generalatos de la valentía, merced á su temple de corazón, á la dinamita que Dios había desleído en sus venas y á su habilidad suma en darle al más avisado un acosón y un disgusto.

Y no piensen por esto que era nuestro héroe hombre con cara de hiena y pupila de tigre hircano; ni lo piensen siquiera, que tenía el Niño, porque sin duda Dios así lo quiso, ojos grandes y negros, de plácido mirar en sus horas serenas, cutis atezado, arábigo perfil, boca rasgada, de gruesos labios y blanca dentadura, anchas y negras patillas y un cuerpo que más de cuatro envidiaban por su garbo y su fortaleza.

Y llegó el jinete á la venta, y paró el potro en firme al llegar, saltó ágilmente en tierra, echóle las bridas sobre las lucientes crines á su cabalgadura, y penetró en el edificio haciendo sonar á su vigoroso y acorde paso las relucientes espuelas, y no sin exclamar con voz llena y robusta:

— ¡Ah, de casa, viejo Cachorro!

Y éste, que dormía sobre una manta tendida sobre el limpio empedrado, cual sobre muelles cojines, siguió roncando apaciblemente, sin que fuera bastante á turbar su sueño la voz varonil y simpática del recién llegado, el cual, acercándose al dormido, aplicóle la punta de un pie con relativa dulzura á una de las escuálidas caderas.

No se equivocó, sin duda, en su procedimiento el recién llegado, pues al roce de su pie abrió el viejo los ojos, se incorporó gruñendo, restregóse fuertemente los párpados con ambas manos y exclamó tras un prolongadísimo bostezo, al par que se levantaba:

—¡Vaya un Dios y qué móos tiées tú de pasarle recao al hombre que más te estima!

—Como que pa dispertarlo á usté sa menester una salva y un repique.

—Como estaba solo poique la vieja ha dío al pueblo y se pasa uno la noche en vela por si se descuelga algún murciélago por estos vericuetos, ¡velay tú!, pos se duerme uno en el canto de un pelo y sin pedirle premiso á naide.

—Aprenda usté de mí, que no duermo más que por Navidá y Corpus Cristi.

—Menos que tú dormía yo cuando tenía grasa en los gonces; pero platicando de otra cosa; tú estás dejao de la mano de Dios; ¡cuidado con venirte á estas horas!; á tí el día menos pensao te van á dar un crugío que te va á arder hasta el pelo.

— ¡De menos nos jizo Dios! Pero no tenga usté cudiao, que eso entoavía está por ver.

—Sin cudiao me parió á mí mi madre y sin cudiao me he de morir, pero eso no quita que yo te tenga voluntá, y el que tú estés más loco que una yegua loca, y que yo pase un disgusto y se me desazone el cuerpo el día que te  desconchen la cabeza de un balazo.

—Pos si eso pasa, que puée pasar, tal día hizo un año; y dejémonos ya de cosas amarguitas como la tuera y platiquemos de lo que más me duele y más me empuja y más me rempuja por las vereitas del mundo.

—Como tú quieras—repúsole el viejo encogiéndose de hombros,—pero lo primero sa menester que sea siempre lo primero, y lo primero ahora, y lo que más priesa corre, es meter tu Cartujano en la cuadra y decille á mi nieto que se encarame en la loma, y que se ponga de mirón, no sea cosa que se nos vayan á meter por las puertas los que no te puéen ver, y darían un ojo de la cara por mirarte tieso como un pitón y con el perfil afinao.

Y diciendo esto, el tío Cachorrito se dirigió hacia la puerta, mientras Pedro canturreaba una jabera, retrepándose en la silla y sin soltar la reluciente escopeta.

¡Dios te salve, maestro!

Publicado en: La Unión ilustrada. 20/2/1910, página 7 y 8

¡Dios te salve, maestro!

¡Arturo Reyes! ¡Cuantas alegrías! ¡Cuantas horas de gozo le debe mi espíritu á este hombre insigne, lleno de modestia, que ha encerrado su vida en este rincón de sus amores, en Malaguita la bella!
 
¡Dios te salve, maestro! Tú eres el cantor de Andalucía. Por la magia de tus escritos divinos, la gentes saben de nosotros, de nuestras pasiones, de nuestras costumbres, de nuestro cielo azul y de nuestras mujeres y nuestros hombres.

Tus paisanos, si dejaran, por un instante no más, la pereza innata de la raza, debieran levantarte un monumento, como recuerdo eterno de tu gloria.

¿Quien, como tú, logró juntar las saludables alegrías andaluzas, las hondas penas de nuestros amores, la voluntad bravía de nuestras hembras y el carácter noble y jactancioso de nuestros hombres? Tu espíritu observador buceó allá dentro de nuestros corazones y tu pluma trasladó al papel con indelebles trazos el sello personalísimo de nuestra raza. Tus obras vivirán lo que viva el Arte. Tu nombre irá unido al de la historia de Málaga, y las generaciones posteriores rendirán el tributo de su admiración á esas joyas de la bella literatura que se llaman «La goletera,» «El lagar de la Viñuela» y «Cartucherita.»

Málaga, como una de esas mujeres de tus libros, de ojos de antílope y pelo de azabache, arrullada por el murmullo de las olas y envuelto su busto arrogantísimo en un pañolón de Manila, te mira con ojos de gratitud y de amor, como á hijo predilecto.

Tú eres la gloria, el orgullo de nuestra tierra. Como poeta, tienen tus versos el encanto oriental de las poesías del cordobés Abul-Beca y como novelista tu nombre figurará en primera línea en la historia de la república de las letras españolas.

Yó, el primero de tus admiradores y el último de los escritores andaluces, te venero como á un dios y quisiera  coronar tus sienes con laureles y con mirtos, como pobre homenaje de mi culto idólatra hacia tu arte maravilloso. 

¡Maestro, rey, cantor divino, poeta excelso, Dios te salve!
                                     
                           CARTUCHERITA. 

Gracias á la amabilidad de nuestro querido amigo el eminente escritor don Arturo Reyes, podemos ofrecer al público dos bellísimas composiciones poéticas, inéditas ambas, que formarán, parte de su libro «Béticas,» próximo á publicarse.
 
El nombre de su autor nos releva de elogiarla. ¡Con decir que son de Arturo Reyes..!
   
Hélas aquí:

Plegaria

 Llega ante el ara con paso lento,
y al par que Inclina la tersa frente,
que abrasar quiere su pensamiento,
dice, de hinojos, con dulce acento
la penitente:
Madre divina de los pastores,
luz increada del alma mía,
dulce consuelo de pecadores,
áncora bella, flor de la flores,
Virgen María.
 
  Urna celeste, fuente sellada, .
lirio fragante que el cielo orea,
nívea paloma de Dios amada,
Tú la elegida, la Inmaculada
de Galilea.
 
Tú, que en quien lloras secas el llanto,
broquel divino que nos escuda;
Tú, que mitigas todo quebranto;
Tú en toda herida bálsamo santo,
ven en mi ayuda.
 
Ven, que ya empiezan mis azahares
á marchitarse, que mi contento
ya la fortuna trocó en pesares;
ven, que ya huye de tus altares
mi pensamiento.
 
Mi pensamiento, que, conturbado
y enloquecido, rasgar pretende
las níveas galas que Dios le ha dado;
ven, que ya un fuego por mí ignorado
toda me enciende.

Un dulce fuego que me envenena,
que en mi alma esfuma tus claridades;
un dulce fuego que me enajena
y que mi pobre corazón llena
de tempestades.

Tuya tan sólo yo ser quería;
repetir sólo tu sacro nombre;
mas llegó un hombre junto á mí un día,
y con amante melancolía
díjome el hombre:

Yo de cariño por tí me muero;
tú eres la imagen que yo he soñado;
de ti tan sólo la dicha espero;
tú eres la palma que en mi sendero
Dios ha sembrado.

Para mi puso pródigamente
tantos fulgores, tantos hechizos
en tu mirada resplandeciente;
para mí puso nieve en su frente
y oro en tus rizos.

Dios, con las luces con que iluminas
cuanto contemplas, me galardona;
que son tus besos las golondrinas
que han de librarme de las espinas
de mi corona.

Así me dijo, con voz que aún suena
dentro del alma, cual un murmullo
donde su ritmo puso la pena;
voz de tan hondas ternuras llena
como un arrullo.

Y de aquel hombre, desde aquel día,
la imagen flota como en sus lares,
dentro de un alma que ya no es mía,
que te han robado, Virgen María,
de tus altares.

Te la robaron su voz tan grata,
que en mí despierta dulces antojos,
y algo sin nombre que me arrebata
cuando contemplo cuál se retrata
su alma en sus  ojos.

Su alma que envuelven densas neblinas...
Sufre, y lo sigo... Madre, perdona; 
mas son mis besos las golondrinas
que ha de librarlo de las espinas
de su corona.

Cantar

 Ayer me dijistes que hoy;
hoy me dices que mañana,
y mañana me dirás
que se te quitó la gana.

En el desierto

Así cantó el berebere
cruzando los arenales
sobre el corcél [sic] que prefiere.
Gacela de las dunas; paloma de los cielos;
más blanca que la espuma del mar y que los velos
de Cos y Cachemira;
que como perfuman los campos los rosales,
y las santas mezquitas las mirras orientales,
perfuma con su aliento la onda que respira.

La que hace que del cielo olvídese el asceta,
por la que de su guzla al son canta el poeta
sus trovas africanas;
aquella por quien llenos de afanes los infieles
trocaran sus vestidos por blancos alquiceles
y por corvos alfanjes sus hojas toledanas.

Aquella que se cimbra si el céfiro la orea,
la que cuando camina parece que aletea
para tender el vuelo;
la que es entre las bellas más bellas que el sol baña,
 lo que es entre las verdes colinas la montaña,
lo que entre las estrellas la luna es el cielo.

La que más incentivos y encantos atesora
 que Medina creyentes, que jardines Bassora,
que goces el serrallo,
que tintas el celaje, que el astro centelleos,
que celdas los panales, que el pájaro gorjeos
y que mi vida hazañas y crines mi caballo.

Tú aquella por quien muero de amor, ven á mi tienda
de pieles de camellos y te daré en ofrenda
de amor, ricos collares,
de sangrientos rubíes y perlas irisadas,
y túnicas y velos de urdimbres recamadas
y ajorcas relucientes y anillos á millares.

Tendrás siempre a tus plantas sedosas alcatifas,
más muelles que las muelles que huellan los Califas,
y espléndidos cojines
y tules tan ligeros cual lo es el viento alado
y pérsicos tapices y un lecho regalado
por esencias de rosas y esencias de jazmines.

Tendrá cuanto acaricie tu mente soñadora,
tu esclava será el alma del hombre que te adora;
tendrás, mi hermosa ingrata,
si quieres, cuanto quiera mirar tu ojos bellos,
bajo mi tosca tienda de pieles de camellos
en cofres primorosos de sándalo y de plata.

Así cantó el berebere
cruzando los arenales
sobre el corcel que prefiere.

ARTURO REYES        


El cuento semanal



«El Cuento Semanal»  publica hoy una novela de Arturo Reyes titulada «De mi almiar». Es una página vibrante, llena de donaire y de luz, en que palpita el alma andaluza, que tan bien ha sabido copiar siempre el autor de «Cartucherita».

Los decires de Currito el «Caramba» y los arrestos de Pepe el «Pipi», son de una gracia y una realidad chocantes. Un café cantante, una reja, unos amores enredados se destacan sobre la alegría y el sol de Málaga la bella.

Las ilustraciones de Félix Vázquez son primorosas y tienen el inextimable [sic] mérito de ser un eco fiel del ambiente en que ha colocado su cuento Arturo Reyes.

Patio andaluz

                       
                                             Para <<Caras y Caretas>>.

Vierte un sol implacable sus resplandores
y á su luz brilla el patio limpio y riente,
y del patio en el centro, brilla una fuente
con dos fauces de piedra por surtidores.

Brillan los azulejos multicolores
que los muros franjean y floreciente
el parral que preserva del rayo ardiente
del sol, los arriates llenos de flores.

Y con voz que una cuita de amor rebela,
canta un mozo á los sones de su vihuela,
á la sombra, sentado, bajo la parra;

y su alma en su canto no se reboza
que vibrante y doliente canta y solloza
á los dulces acordes de su guitarra.

                                        Arturo REYES.

martes, 29 de enero de 2013

Los Contemporáneos. La de Miraflores



El famoso novelista malagueño Arturo Reyes, y el laureado pintor César Álvarez Dumont, se han reunido para hacer del último número de esta importante revista una verdadera obra de arte.

La novela de Arturo Reyes que publica LOS CONTEMPORÁNEOS se titula LA MIRAFLORES, y constituye un cuadro andaluz de primer orden, un derroche de gracia y de color. Por la exactitud de los tipos vigorosamente trazados, por el donaire inagotable del diálogo y por la concisa valentía de las descripciones, LA MIRAFLORES es una de las mejores novelas que ha producido el insigne autor de CARTUCHERITA.

Las ilustraciones de Álvarez Dumont son también por todo extremo notables.

Un desengaño

Publicado en: Nuevo mundo (Madrid). 4/11/1909, página 11.

Un desengaño

—Dios te bendiga, Dolores.
—Ve tú con él, Cayetano.
—¿Y tu don Paco el Tronío,
aónde está?

—Pos mi don Paco,
si el corazón no me engaña,
debe andar de picos pardos
en la calle de la Almona,
fijamente.

—¿Y en qué barrio
está esa calle que dices?
—Ay qué regracioso, ¡vamos,
hombre, que aqui no hay justicia!
—¿Pero es que tú te has pensao
que es chufla?

—¡Qué disparate!
¡chuflas tú! ¡tú chuflas!

—Cuando
se trata de ti yo soy
más serio que un escribano.
—Pos la calle de la Almona
está, según me he enterao,
en la Trinidá, mu cerca
de la iglesia de San Pablo;
y es la calle donde vive
una gachi que es un pasmo
según dicen, una jembra
con el frontis estucao,
con dos lentejas por ojos
y por cuerpo un garabato;
una gachí á la que hay
que sancocharla en verano
pa poder hablar con ella
sin enfermar del olfato...;
y pensar que por un tiesto
sin lañar, por ese trasto
de mujer, está mi hombre
que ya no pueo soportarlo;
que na le parece güeno,
que to le parece malo;
si pongo arroz en cazuela,
me he propuesto asesinarlo;
si se lo pongo en puchero
le sientan mal los garbanzos;
siempre está dura la cama;
siempre está soso el gazpacho;
si hablo recio soy un pito
de carretilla, si hablo
en voz baja no se entiende
lo que le digo; si canto
ya perdí las facultaes
que tenía; si me callo
es por ya no darle gusto
con mi cante; si me paso
la toalla por la cara
y me pongo cualquier trapo
y una flor en la cabeza...
¡naturalmente! ¡está claro,
no es por él, sino por otro
cualisquiera! Si lo aguanto
sin chistar ya no lo quiero,
y cuando, por el contrario,
me arde la Santa Bárbara
y grito, entonces, ¡Dios santo
es mejor pegarse un tiro
que soportar los escándalos
que yo sin razón le doy!
¡Y ya soy un bicho malo
y el San Juan Evangelista!
y, en fin, que ya pa aguantarlo
me están faltando las fuerzas
y er día menos pensao
me voy yo con otro hombre;
contigo, pongo por caso.
—No, por la Virgen, comadre,
que mi compadre es mu ganso.
—Pos si nó con cualquier otro
tuerto ó ciego, cojo ó manco,
con un hombre, ¡manque sea
con el que pregona el callo!
—¡No, con ese no, comadre,
que ese dicen que está cano
de sucio y que güele á pringue!
—Ya me vas tú a mi cargando
con tantísimo chufleo.
—Pero si es que tú has soñao
con eso; si eso que dices
y eso que á tí te contaron
de tu mario es mentira;
yo que siempre estoy al cabo
de la calle, te lo digo,
to lo que te han dicho es falso,
mentira de abajo arriba,
mentira de arriba abajo,
y mentira que tú quieras
dirte con nadie del brazo
y abandonar tus cubriles.
—Yo te juro que me largo
con el primero que tope
y me diga una vez ¡vámonos!
—¿Me juras tú que lo harías?
—Que lo haría y que lo hago
y que lo haré.

—Pos entonces...
á bien que el mundo es bien ancho..
y á bien que si yo me voy
á nadie le dará un flato
de la pena de no verme.
—¿Qué dices?


—Que lo he pensao
y que estoy ya decidio
á darle á beber un trago
amarguito á mi compadre,
y que si quieres nos vamos
ahora mismo.

—Mas no dices
tú que es mentira que Paco
tenga na con ese tiesto
sin lañar, con ese trasto
de la calle de la Almona?
—Yo pensaba que era falso.
— Pos mira, aunque no lo sea,
será mejor no dejarlo
por un hombre traicionero
que á la primera de cambio
jace traición al amigo,
al que le estrecha la mano
la mar de veces al dia.
—pos chavó me he resfalao...
quédate con Dios, Dolores.
—Anda con Dios, Cayetano.

ARTURO REYES