La pobre vida del poeta muerto está contada por su propio hijo en el prólogo Del crepúsculo, libro recién impreso, que algunos amigos generosos han costeado. Es una vida de dolor y de miseria. Leo azoradamente estas poesías de Arturo Reyes, escritas en las postrimeras fiebres, mientras la Muerte le rondaba y me parecen más hermosas que los lozanos frutos de su ingenio nacidos cuando el poeta, en plena salud, lleno de optimismo y alegría, nos trasmite la reidora sensación de los floridos jardines malagueños, la dorada playa del Palo, los verdes cañaverales, los viñedos óptimos y el Mediterráneo azul... y, sin embargo, estas poesías amargas, en las que el desengaño y la resignación se funden en un solo sentimiento, no me interesan. Me interesa más la visión de aquel hombre agonizante, lleno de espíritu, que llama á la Muerte para que ponga término á los rigores del Destino:
«¡Morir, quiero morir, morir ansío!
¡Oh, Muerte, ven, y tu crespón sombrío
ciñe por siempre á mi congoja fiera!»
La gran reparadora no tardó en llegar. Murió Arturo Reyes, y el matiz desconsolador de su agonía nos recuerda cómo murió Bécquer y cómo tantos otros, que no tuvieron bastantes energías en la voluntad para dejar de ser poetas. Paladeando estas amarguras espirituales, nosotros, los que hemos domado en el periodismo todo afán lírico y hemos cohonestado la licitud de vivir de la Retórica aplicándola á los menesteres de nuestros conciudadanos, nos preguntamos si estas vidas precarias y estas muertes desoladoras no son el castigo que una sociedad utilitaria y positivista impone á la inutilidad de la Poesía. La Naturaleza sabrá por qué y con qué sustenta á las cigarras que alegran los rigores estivales... pero la Sociedad humana no ha llegado á percatarse de la necesidad del poeta lírico. Ni siquiera en un país de bajo nivel cultural como España, le pueden sostener á escote, los trescientos, cuatrocientos ó quinientos lectores capaces de sentir la divina emoción de una ideal sutil, vestida con las alas de oro y púrpura del ritmo y la rima. No; en España sólo se puede vivir de las formas más bajas de la Retórica y la Poética: de la oratoria, del artículo político, del teatro cómico. Los cultivadores de otros géneros y especialmente de la poesía lírica han de tener rentas propias, como Campoamor, ó agenciarse una cesantía de ex ministro como Núñez de Arce ó encasillarse en un escalafón burocrático y llegar á jefe de Negociado de tercera como Salvador Rueda.
Y ahora más que antaño. Cada día se aleja más del pensamiento español la romántica pasión por la Belleza inútil, que no daba de comer á nuestros poetas pero que los honraba en una bohemia, que hoy parecería ridicula. Con Cánovas desaparece el estadista que admiraba sobre todas las cosas al forjador de un buen soneto: con la gentil Duquesa de Denia acaba aquella aristocracia que estimaba más en sus salones á Grilo, con no ser más que Grilo, que al heredero de sesenta abuelos bien templados.
Todavía, si el pensamiento español hubiese sacrificado al Poeta para poner sus amores y y sus entusiasmos en el General, ansioso de resucitar la epopeya, ó en el Orador, que lo sugestionara con sus rimbombancias, ó en el Político que le señalara la visión en el horizonte de ideales trocados en grandezas materiales, podría disculparse la mudanza, pero el pensamiento español está dejando de estimar y de querer á todo lo que no sea la rampante y triunfadora Vulgaridad, que mantiene nuestros espíritus á ras de tierra.
Así veo yo morir á Arturo Reyes. Retratándole, dice de él su hijo: "Era muy crédulo para las cosas de bondad. Amaba lo luminoso, lo recto y lo sencillo. Al través de los cristales de su cuarto de trabajo, embebecíase en la contemplación de los claros verdores; dejaba mecer su espíritu en el ritmo de las canciones populares, y más amaba á su tierra mientras más su corazón, harto de sentir, casado de ímpetus, iba fatigándose lentamente."
Muere así el Poeta en España. Conoció la Fama, saboreó el halago de los elogios en letra de molde, mientras que sus libros no le producían dinero bastante para vivir. No rindió, sin embargo, su Arte á la necesidad y á la penuria, pero le entregó la vida. Un hombre de corazón, D. Miguel Ibern, enriquecido en esfuerzos de voluntad y de trabajo, enterado de aquellas tristezas por el llamamiento que hizo en Mundo Gráfico nuestro Paco Verdugo, acudió en auxilio del Poeta, no como un Mecenas fastuoso, sino como un hermano, dispuesto á todo sacrificio. Así, descansando en el apoyo de este brazo fuerte y abnegado, Arturo Reyes continúa su labor, y mientras la muerte le acecha y le ronda, sigue cantando las quimeras deliciosas de la ingrata tierra andaluza, á la que más se ama cuando con más ahinco quiéramos ahuyentarla de nuestro cariño.
Ante el poeta agonizante, España sigue su camino. Se han interrumpido aquí, con el acabar trágico para nosotros del siglo XIX, todas las leyendas: la dorada de nuestra fuerza militar; la áurea de nuestra oratoria política; la broncínea de nuestro pueblo indomable... ¡Todas las leyendas que mantuvieron una artificiosa concepción de nuestra nacionalidad, todas menos la de la ruin vida á que deben someterse cuantos sean soñadores del Ideal, amadores de la Belleza, servidores de la Cultura, enaltecedores del Pensamiento!
Y si este dolorido lamentar mío, toca en el corazón á algunos patricios malagueños, recuerden que ha sido dejada en olvido la idea de alzar una estatua á Arturo Reyes en un jardín público de Málaga. Ya Sevilla ha pagado á Bécquer, gracias al esfuerzo de los admirados hermanos Quintero, la deuda in memoriam que le debía. Si Andalucía no honra á sus poetas, si Córdoba no recuerda á aquel humilde trovador tan andaluz llamado Enrique Redel, si Almería olvida al malogrado lírico Pepe Durbán, si Málaga no enaltece á Reyes, ¿con qué anhelo espiritual compensará esas vergüenzas de nuestra raza que no enseñan respeto más que para el cacique y admiración más que para el caballista y el torero?
Dionisio Pérez