Publicado en La Época el 4/3/1898, nº 17.148, página 4.
—¡Vaya si mos importa! Que se arrima mucho á
la cormena, y cuando se arrima es poique le gusta
la miel, y esa miel, que es miel de rosas y de claveles, y de clavellinas der paraíso, no es pá naide más
que pá er zángano e Cuba, y no le premito ni al mesmo sol que la mire tan siquiera; ¡vaya un Dios! Ni que la mire tan siquiera!
—¡Vaya un Dios! ¡Ni que la mire tan siquiera!— repitió en tono de burla la muchacha.
—Tú dirás lo que quieras; pero en cuantico se me ajume er pescao, le parto un ala á ese pájaro de mal
agüero,
—Dale, bola: ¿á mosotros qué mos da ni mos
quita que mire jasta que se le jagan cenizas las pestañas?
—No seas tú inocente; ese mocito, con el aquel de
ser hijo de su padre y de haber estudiáo, sa creío
que toas las mujeres seis azofaifa, y mosotros, los
hombres, crestas e gallos ú carrizos e zambombas.
—Vamos, anda á la era, y éjate de tontunas, que
se jace tarde; ¡pos no lo has tomao tú con mucha fatiga que digamos!
—Tú podrás icir lo que quieras; pero er día que me lo trompiece y venga la cosa erecha, lo trinco, lo
doblo, lo meto en un sobre y se mando á Agustín pa
que mos lo devuelva jecho guayaba.
Y Bernardo, con el semblante contraído, penetró
de nuevo en la era, saltó al trillo y tendió el látigo á
los caballos.
—Vamos, canta; ya sabes que me gusta oírte.
— No canto ya más; más dáo la tarde; ¡vaya un
Dios!
Y mudo y sombrío siguió trillando, mientras Dolores
lo contemplaba con vaga abstracción, y las primeras
sombras de la noche empezaban á invadir los
purísimos horizontes.
CAPÍTULO X
Bronca en el sol
Cuando Miranda penetró por la calle del Negrete
de Almogía, iba loco perdido; el desplante de Dolores
habíale llenado la cabeza y el corazón de rabias
y despechos; aquélla fué la gota que hizo rebosar el
vaso; cuando pasó de nuevo por la puerta de la venta,
preguntóle Juanillón, sonriendo con malicia:
—¿Ya estás e giierta? ¿Se arremató ya lo que se
daba?
Enrique sonrió también, aunque violentamente, y
siguió su camino saludando con una inclinación de
cabeza al viejo ex contrabandista.
El pueblo yacía en silenciosa quietud; los vecinos,
declarándose en retirada ante aquel sol de Agosto,
habíanse guarecido en los más frescos y húmedos
rincones de sus respectivas viviendas; todas las
puertas estaban cerradas unas, otras entornadas; ni
un solo transeúnte cruzaba la calle.
La curiosidad, no obstante, pudo más que el miedo
al calor, y al pasar Enrique, algunas cabezas asomaron
por entre las entornadas puertas, y tal ó cual
cortina fué disimuladamente recogida para ver al temerario que osaba pelear con el sol cara á cara en
aquellas horas de bochorno.
Cuando penetró Enrique en el casino, después de
atar las riendas del caballo á la reja, las dos habitaciones
corridas del vestíbulo estaban llenas de gentes:
el suelo aparecía recién regado, varios macetoves [sic] de hortensias adornaban los ángulos, ligero
niento [sic] penetraba por la puerta del jardín, abierta de
par en par.
Estaba allí la crema del pueblo: Juan el Cantudo,
Antonio el Pájaro, Íñigo Pedrosa, Tovalico el Churumbero,
aquel á quien un día Bernardo hubo de
vapulear en la cañaílla de Ponce, y otros personajes
que maldito si importan á nuestros lectores.
Entreteníanse aquellos próceres, honra y ornato
del pueblo famoso, muchos de ellos en mangas de
camisa, en matar al tiempo y en burlar al calor jugando
al dominó ó á las cartas, lo cual hacían con el
mayor silencio, silencio que era interrumpido solamente
por el chocar de las fichas removidas de cuando
en cuando, por las exclamaciones ó por los tremendos
puñetazos descargados sobre las mesas con
que los jugadores se aplaudían un triunfo ó se quejaban
de un descalabro.
—Caballeros, buenas tardes—dijo Miranda, sentándose
al lado de la única mesa desocupada.
—Tú,
Belloto, tráeme una sangría.
—¡Hola, D. Enrique!—dijo el Cantudo, sonriendo
al recién llegado.
—Adiós, Miranda—murmuró Toval.
Los demás jugadores apenas si se enteraron de la
llegada del famoso y rústico Tenorio.
—¿Quién quiere refrescarse la sangre?—preguntó
Enrique.
—Yo, que la tengo echando chirivitas—repúsole
el Churumbero, levantándose y haciendo crugir la
mesa al colocar en ella la última de sus fichas.
Y sentándose junto á Miranda, sacó la petaca, la
abrió, encajando una mitad en la otra mitad, y se la
ofreció, diciéndole:
—Miá tú que tiées la cara trompicá; ¿qué te ha
pasao?
—Nada.
—¿Y de aónde vienes ahora con la calina que jace?
—De la Mirandola. ¡Como estamos de siega! —Los terrenos se estarán portando, ¿verdá?
—Como todos, cinco por uno, y gracias; pero dejemos eso: me han dicho que te casas, por fin, con
Currita la del Aceitero.
—Emperreates están los que bien se quieren; pero
tan y mientras el tío Juan no se consienta, mejor es
nomeneallo.
—¿Y por qué el tío Juan anda con retranca en esos
amoríos?
—Cabezonás sin fundamento; le han llenao la mollera
de sin razones, y dice, que soy un mal trabaja; ¡ya ves tu, yo un mal trabaja! Además, que eso á él
no le importa; yo tengo pá vivir con desahogo; si no
he estudiáo cómo tú, no ha sío por falta de medios,
sino porque naide me lo dijo ni yo me acordé, y sobre
tó, que yo con mis tierras de Jotrón y dé Roalabota
tengo pá vivir mil y milenta mil veces mejor
que él y que toa su parentela.
—Con paciencia se gana el cielo; ya verás tú
cómo el tío Juan cae de su burro y muda de opinión.
—Allá veremos con qué proceéres arremata el año. ¿Y tú qué?
—¿De qué?
—¡De qué ha de ser! De tu marimorena con la e
más allaílla der camino; ¡picaro! Y si se logra
tu gusto, ¡cómo nos vamos á morir tóos de envidia!
—Ca, hombre; si eso ya lo he dejado.
—¿Por imposible?
—Hombre, imposible no hay nada en el mundo, y
la que hace un cesto hace ciento; lo que tiene es
que, cuando una mujer está encaprichaílla, no
hay nadie en el mundo que la saque de su aguadero.
—De ese capricho jace ya cinco años, y en cinco
años hay tiempo pá olviarse jasta de la manera de andar.
—¡No están ustedes muy locos! En quien menos
piensa Dolores es en Agustín; aquello fué un tropiezo,
porque no tenía abiertos los ojos todavía; cayó
porque sí; pero de entonces acá ha llovido mucho, y
ya no son las mismas las alondras que cantaron antaño
las que cantan hogaño.
—¿Por qué dices tú eso?
—Porque se necesita estar más ciego que Curruco el de Mendieta para no ver lo que está saltando á
la vista.
—¿Y qué es lo que está sartando á la vista?
—Una cosa muy natural; lo que no puede remediarse,
porque el que va á Sevilla pierde su silla, y
si la Viñuela la riega Bernardo con el sudor de su
frente, claro está que para él debe ser la cosecha,
buena ó mala.
Toval quedóse mirando fijamente á Miranda, como si quisiera metérsele en los ojos de cuerpo
entero, y luego, moviendo negativamente la cabeza,
dijo:
—Me paése á mi que no estás tú en la fija; naide
mejor que yo pá pensar mal, poique á la fin y á la
postre yo estoy resentío con er mozo, y algún día
ajustaremos él y yo unas cuentas á ver si salen cabales;
pero eso no impíe que yo á cá cuál le dé lo
suyo y diga y sostenga que ese zagal es mu bruto y
mu fantesioso; pero leal lo es, eso sí, y con un corazón
que no le cabe en er pecho.
—Lo cual no impide lo otro, no seas tú inocente.
—No seas tú mal pensao, que esa no es la mancha
e la mora, que con otra verde se quita.
—Hombre, me extraña que tú digas eso; parece
que tienes miedo al de Casariche; pero tú sabes que yo soy un pozo, y que de lo que aquí hablemos
no se entera nadie, ni aunque me confiese el
obispo.
(Sé continuará)
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