Publicado en La Época el 3/3/1898, n.º 17.147, página 4.
—Es que yo soy un poquito más que nadie, y que
yo sé que le va á usted á gustar lo que yo le diga.
—¡Ay, Josús, y qué mañana se ha presentao más
pesá y más calurosa, y con más mal arale.
—¡Cuando yo digo que tiene usted algo muy duro
en la parte izquierda de ese pechito!
—Pero manque tenga un jierro, ¿á osté, qué?
—Es que yo me estoy muriendo, verdugo; es que esto es un martirio; es que yo no puedo seguir de esta manera; es que yo tengo el alma hecha trizas y
hecho trizas el corazón.
—¿Y á mi qué me cuenta osté con eso? Vaya, déjeme
osté á mí de música ratonera, que tengo mucho
que jacer. ¡Dios, y qué hombre más majaero y
más machacón, y más corto e vista!
Y armando en corso la cara, dio un revuelo y
se alejó, dejando en medio del arroyo hecho una
pieza al más irresistible de los niños bonitos de Almogía.
Cuando Dolores penetró en la casa, llevaba la
frente fruncida y llena de enojos la mirada.
El tío Salustiano, sentado en la puerta del corral,
mataba el aburrimiento haciendo pleitas; la señá Tomasa, como siempre, en sus horas de ocios oficiaba
de hábil calcetera; y el señor .Juan, en quien aún
la buena sangre pugnaba por vencer el peso de los
años, entreteníase en cribar un puñado de garbanzos.
La casa del cortijo se parecía á todas las de los
contornos; había sido edificada bajo la dirección del
arquitecto del partido —un peón de albañil retirado
del oficio,— y estaba formada por un portal y anteportal
en una pieza entrelarga, con una puerta frente
á la de la calle, que ponía en comunicación con
otro aposento, en uno de cuyos ángulos, sobre enorme fogón, veíase una gran caldera fuera de uso.
Desde esta misma habitación podíase salir á los corrales, ó penetrar en la bodega, llena de enormes tinajas, ó ascender al piso principal, compuesto de
amplísima antesala, y un pequeño corredor con varias
habitaciones, utilizadas unas como graneros y
otras como dormitorios.
El anteportal era, por decirlo así, la vivienda común, y en su decorado veíase tanto la mano hacendosa
de Dolores como la de su pulcrísima antecesora:
blancas las paredes; en las alacenas, sin puertas,
limpísimos los platos y los objetos de cristal, y además adornado con matas de romero; sobre la
chimenea los peroles como ascuas de oro, y encima
de la segunda puerta, en apolillado marco de caoba,
un San Juan Evangelista en cromo, capaz de hacer
escéptico al más creyente.
Diez ó doce sillas de pino blanco y aneas; cuatro
cántaros colocados en correctísima formación en la
limpia cantarera, una enorme mesa y tres escopetas
vizcaínas, colocadas en la pared en forma de trofeo,
completaban el rústico mobiliario.
—Paéce que Bernardo se ha dormío en el Puerto—dijo Dolores al penetrar en la casa, al mismo
tiempo que soltaba en la amplia mesa el cesto de la fruta y se quitaba el pañuelo de la cabera.
—Antonio el Perma es muy perma pa jacer un
trato—repúsole la señá Tomasa.
—¡Ah! ya se me orviaba: por ahí viene D. Enrique
el de Almogía.
—Me alegro—exclamó el Sr. Juan, soltando la
criba y dirigiéndose hacia la puerta.
—Oye, Dolores, por la cañá no viene naide—dccia
momentos después el Cantueso, que con la
mano en forma de pantalla sobre los ojos miraba
hacia el camino.
—Se habrá arripintío.
—Me paéce que tú has soñao.
—¡Qué sueño ni qué ocho cuartos! Si ha estao
hablando conmigo en el huerto. Lo que puée ser es
que se haya dío de miéo á un escopetazo que sonó.
La cortijera contempló fijamente á Dolores, que
dejó asomar á sus labios una maliciosa sonrisa.
CAPÍTULO IX
La trilla
La cumbre aplanada del monte colindante con el
camino forma, uniéndose ala carretera, hermosa planicie, de donde arranca, como ya hemos dicho
en capítulo anterior, el pedregoso carril que conduce
al cortijo.
En esta planicie de tierra roja, que por dos lados
muere en las faldas de dos colinas, y por las otras
en dos pintorescas cañadas, al lado de un corral,
destácase la era donde los del lagar trillan el grano,
y desde la cual se dominan los montes salpicados de
caseríos, que van á morir en las estribaciones de la
sierra de Antequera.
Era la hora en que el sol se despide; sus últimos
resplandores cubrían de oro y de púrpura el encendido
ocaso; iluminábase el celaje con todos los colores
del iris en maravilloso desconcierto, y las cumbres
recortaban con sus crestas desiguales el diáfano
horizonte.
Todo yacía en religiosa quietud; sólo era turbado
el silencio por el canto dulce y quejumbroso de la
trilla, interrumpido á veces por el acordado grito
con que anima, de cuando en cuando, á la fatigada
cobra el rústico cantor.
Era Bernardo el que cantaba; veíasele á los últimos
reflejos de la tarde, de pie sobre el ligero trillo,
en una mano el ramal con que dirigía los robustos
caballos, en la otra crugiente látigo, echada hacia
atrás la gallarda figura, recorriendo la era en todas
direcciones, mientras Dolores, viergo en mano,
cuidaba de que no rebasase el circulo de la desgranada
espiga.
Aquellas dos figuras, bañadas por las claridades
del crepúsculo, aparecían llenas de dulces y poéticas
sugestiones. El mozo, que ya contaba veinte años,
no tenía nada que envidiar al más apuesto; era alto,
robusto, de pecho amplísimo y esbelto talle. Su rostro,
tostado por el sol y curtido por la intemperie,
era de facciones enérgicas, de ojos expresivos, de
nariz recta, de flexibles cartílagos, de frente reducida,
pelo fuerte, negro y rizoso, boca grande y sensual, y blanquísima dentadura.
Vestía Bernardo en aquellos momentos humilde
traje; era preciso conservar el de gala para los días
de fiesta.
—Pá el trabajo, güeno está lo más malo y lo más
peor—decía Dolores; y ya se ve, si lo decía Dolores,
no había más remedio que inclinar la cerviz ante el hermoso déspota.
Los pantalones de mallorquín lucían grandes cicatrices;
el camisón hacíale la competencia con probabilidades
de triunfo; la faja, por el contrario, era
nuevecita, encarnada, y teníala ceñida con todo el
salero entre á lo cañi y á lo castellano, y lucía sobre
la frente sombrero de palma de finísima labor—tejido
por la Viñuela,—la cual para aquello, igual
que para otras muchas cosas, tenía por manos dos
primores.
Calló el zagal, y díjole la muchacha con tono de
reconvención:
—Avívate y sigue cantando, que se jace tarde.
Miróla el zagal sonriendo, echó atrás la cabeza, y
cantó:
La trilla no se jace
y er sol traspone;
la pícara del ama,
¡qué cara pone!
—No sé si es mejor que cantes ó que cierres er
pico, poique cantando se te va er santo ar cielo, y no
trillas más que por los remates.
Por la vera y por medio
se hace la trilla;
por la vera y por medio,
dice la niña.
Y al terminar la copla, miró maliciosamente el
cantor á la muchacha.
Ésta, durante el tiempo transcurrido, había llegado á la plenitud de su hermosura; su pechó amenazaba
hacer estallar el apretado corpiño; sus caderas
se habían redondeado y sus movimientos eran más
gallardos y graves.
El vestido que lucía era también humilde: falda
corta de coco obscuro, que dejaba al aire el pie, calzado
con fuerte zapato de baqueta; delantal encarnado.
Con ancha franja estampada; pañuelo de hierbas
al busto, y otro igual arrollado entonces en el
cuello.
Cada vez que terminaba de apilar la paja, apoyábase
en el viergo con una mano, colocábase la otra
en la redonda cintura, y entreteníase en seguir con
la vista en sus rápidos giros al mozo que, ora se destacaba
sobre el fondo gris de la ladera, ora sobre el
azul pálido del cielo.
—Oye, Dolores: lo que es ahora escanso; y no me
avives más, que me duele ya el alma del trasiego—dijo el muchacho, deteniendo con mano firme el paso
de la cobra y saltando del trillo.
—Escansa, hombre, escansa; pero no más que
una chispa; sa menester rematar hoy, y si mañana
Dios quiere que haiga viento, aventaremos.
—Ya lo creo; y si no hay viento, yo soplo y tú aventas.
Y abriéndose paso al través de la amontonada paja,
saltó fuera de la era.
—Estás mu cansao, ¿verdad? ¡Probetico!
—jDe juró que sí!
—Pos en cuántico arrematemos mos vamos, y ¡ya verás! ¡ya verás que sorpresa te doy! ¡Te vas á chupar los deos!
—Vamos á ver, ¿qué has guisao que no sea lo de
tó los días?
—Anda, aciértalo.
—Pos has jecho, has jecho... arroz con leche.
—No, majaero;otra cosa que te gusta más entoavía.
—Más entoavía? Entonces, cidra endulzá.
—Éso es; pá que aluego digas que no me acuerdo
de ti; le he dao ar saco de la azúcar un tiento que sa
quedao temblando.
—¿Y pá qué le has jechao azúcar, si tus manos
son meramente panales?
—¡Adulaorcillol
—¡Adulaor yo! Pos si dende que tú viniste al partío san muerto de jachares toítas las mozas e rumpo,
y to los mozos andan rastreando tu pista como si jueran poencos; y si no, anda y pregúntaselo a don
Enrique, que no jace más que dir y venir der monte al llano y der llano al monte.
—Y á propósito de D. Enrique, hier mañana estuvo
ahí.
—¡No te lo ecía yo! Ese tordo no se aparta de estos
olivares. ¿Y qué era lo que quería?
Y al preguntar esto Bernardo, puso torva la frente.
—Pos na; ó, mejor dicho, yo no sé; se abronco a
lo úrtimo conmigo poique no quise que llevara á la casa er canasto de las brevas, y sin ecirme ná pilló el portante, y Dios sabe aónde iría á reponerse del
berrinche.
—A ese mar bicho lo voy yo á encojar pá que no
güerva sin muletas por estos andurriales.
—¿Y á mosotros qué mos importa? Que venga u
que no venga jasta que se le caiga er pelo.
[(Se continuará)]
0 comentarios:
Publicar un comentario