Publicado en La Época el 17/2/1898, nº17.134, página 4.
CAPÍTULO PRIMERO
Las gentes del lagar
No siempre fué designado por el de la Viñuela
el lagarillo donde ocurrieron los sucesos que hanme
dado asunto para hilvanar este libro, pues, según
hubo de contarme el cortijero de Tierra Blanquilla,
llamóse Zapateron cuando aún sus montes eran una
bendición de Dios y dábanse en ellos las mejores viñas
de todos los Verdiales.
Como no hay bien ni mal que cien años dure, tras
una época de bienestar llegaron al cortijo las contrarias,
y, en menos casi que se persigna un cura loco, convirtieron en incultos eriales las antes florecientes
laderas.
Cuando queremos conducir á él á nuestros lectores,
ya no quedaban en el lagar más que huellas miserables
de su antiguo esplendor: allá en lo alto de
una loma, como defendido por ancha faja de breña, un cuadro de riparias era lo único que recordaba
las perdidas plantaciones; sobre el fondo encarnado
de la tierra destacábanse cenicientos olivos, verdes
almendros y lozanas higueras, mientras en las cumbres
pedregosas se retorcían, cubiertos de flores de coral, los granados silvestres.
Al poner la adversa fortuna proa al lagar, y al ver
el señor Juan el Cantueso la ruina que se le metía
por las puertas, contemplando un día las últimas de
sus viñas convertidas en estériles ceporros, juntó los
extremos de las cejas, se colocó una mano en la cintura,
con la otra empujóse el sombrero hacia adelante
para rascarse, sin necesidad, la cabeza; permaneció algunos minutos contemplando las secas fuentes de su bienestar, y dirigióse, por fin, á la casa murmurando:
—¡Estaría e Dios! Mos lo mereceremos.
Luchó, no obstante su fatalismo, por apuntalar
aquello que se le venía abajo; pero ¡que si quieres!
Lo único que logró fué cortar á la bandada de desdichas,
que se llevaba su hacienda, el indispensable
pedazo de pan, lo cual iba consiguiendo merced á la
poderosa ayuda de Bernardo, que era un jierro—según
él decía,—y de Dolores que, según él también,
era una leona con mucha injundia, mucho pesquí y
muchísima voluntá, todo- lo cual le faltaba á Agustín,
el unigénito de los Cantuesos, que, juzgado por su padre, era un á modo de matajo que nunca daría flores ni fruto, ni sombra ni buen olor.
Chaval más desgarbado que éste no había nacido
sin duda en todo el partido, ni más bonito de cara
tampoco; tenía los ojos claros, de un azul verdoso y
transparente, el pelo rubio y lacio, la tez pecosa y
obscurecida por el sol, la frente amplia y noble, y el
perfil de su rostro no dejaba nada que desear al más
apasionado de la estatuaria gentílica.
El señor Juan, un bendito a pesar de su cara hosca
y de su voz llena de acritudes, andaba un poco y un
mucho desazonado con las decisiones del Altísimo,
que había impuesto tan pobre retoño á tan robustas
encinas.
No era, sin embargo, del todo justo el Cantueso
al juzgar á su presunto heredero; éste, á su manera,
contribuía á llevar al troje el indispensable grano; él
era el que iba á Málaga a vender los escasos productos
de la finca, y, según confesión de los cosarios
del partido, ninguno de ellos los vendía más pronto
ni mejor, lo cual era sin duda un mérito indiscutible,
el cual siempre sacaba á relucir la cortijera en
las eternas disensiones con su marido.
—Mía tú qué gran cosa—solía responderle éste;—
pá eso en tó el partío no hay un armendro en fruto
que varga lo que uno mío en flor, y mis chumbos
son azúcar y mis jigos mier de cormena.
—Y tu leña palo santo, ¿verdá?
Y la señá Tomasa se iba más que de prisa por no
embestirle á su marido, el cual parecía tener sentado
al mozo en mala parte, menos cuando alguno de
los muchos alifafes que combatían al zagal desde su niñez lograba meterlo en cama, pues entonces volvíase
el señor Juan la camisa lleno de sustos y congojas
y era menester taparse los oídos para no oírle
desbarrar unas veces y otras poner el grito en el
cielo jurando y perjurando que detrás de cada mata
debían sembrarse una botica de las mejores y un
médico de los de punta, y cuidarlo más que á los naranjos
del huerto.
Cuando llegaron al lagar las negras, una de las
nubes más grandes que le cayeron encima al Cantueso
fué el pensar en el porvenir del mozo. ¿Qué
sería de éste Cuando él entornara el párpado? Tendría
que dar un jornal para no morirse de hambre,
y seguramente se dejaría pegada el ánima á la espiocha.
Pensando en esto el buen hombre, sentía humedecérsele
los ojos, y hubiera vendido á retro el
corazón por dejar al abrigo de temporales á aquel
zanquilargo que no tenía dos onzas de salud ni dos
adarmes de fuerza.
Bernardo y su padre eran huéspedes; mejor dicho,
formaban parte de la familia desde muchos años
atrás. Una tarde, cuando aún en el monte no se
veían más que pámpanos y racimos, presentóse en
el lagar el tío Salustiano con el chavalillo —un guripato
con el plumón todavía— á horcajada sobre los
hombros, y después de tomar resuello y de meterse
de golpe y porrazo casi entre las llamas del hogar,
dijo dirigiéndose al Cantueso, que, sentado con la
señá Tomasa cerca de la chimenea, lo contemplaban
sorprendidos mientras algunos gañanes dormitaban
sobre el desigual empedrado:
—A la pa e Dios, caballeros.
—Venga osté con él, güen amigo.¿En qué le poemos
servir?
El tío Salustiano, después de medio chamuscarse,
respondió:
—Ostedes isimulen la libertá; ¡pero corre un relente!...
—Pá eso jizo Dios la candela, pá que se calienten
los probes que tiritan.
—Y pá eso jizo güenos á los poerosos, pá que lo
consientan.
—Y ¿qué es lo que le trae por estos linderos, tocayo?
—Paece mentira que no me haigas conocío; verdá
es que ya está el arbo tan escascarao...
El señor Juan miró fijamente al desconocido que
apretaba al rapaz contra el pecho, y después, encogiéndose
de hombros, le repuso:
—Tan será asina que no lo ricuerdo; pero eso no
impíe que pase osté aquí la noche, porque la pícara
se presenta de rechupete.
—Conque no me ricuerdas, ¿verdá? Pos bien; yo
soy Salustiano er de Casariche, hijo de tu tío José er
de Utrera.
—¡Qué Dios! No tié ná de particular que no te ricuerde;
no te he visto más que una vez, y de eso
jace lo menos... lo menos...
—Diez y nueve años justos y cabales.
La señá Tomasa había tomado en brazos al chicuelo,
que con la nariz y las orejas amoratadas contemplaba
el fuego con infantil alborozo, tendiendo
hacia él las ateridas manos.
—¡Ánger de Dios!—exclamó la cortijera.— Viene jecho un terroncito e nieve. Juana, Juanilla: daca
una tacica de leche. ¡Cudiao con el hombre! Sa menester
estar más loco que una cabra pá traer asina
á esta criaturita con el frió que jace. ¡No tié perdón
e Dios!
—Tapao con er corazón jecho dobleces lo hubiera
yo traío, señá Tomasa; pero no hay más leña que la
que arde. Antier vendí la manta en seis riales á
Toñico er de la Encrucijá, ¡y ya, como no venda
los palillos der sombrajo, ó er sombrajo e mi presona!
—Hombre, ¿y tu lagar der Fraile?
—No me jables de eso: er mundo da muchas
güertas, y si la tierra juera justa, no jecharía de
aquí alante la de mí cortijo más que escorpiones y cisañas.
Y al decir esto, le temblaba la voz al tío Salustiano.
—Y ¿quién ha sío el que ha sentao sus riales en
tus terrenos?
—¡Quién había e ser! Ortega er de Casaya; no se
aterminó á jecharme él en presona; no puso er pecho
elante, y jizo bien en medió de tó; no juí á buscarle
er corasón por este angélico, pero tó se andará más largo es er tiempo que la fortuna; arrieritos somos.
Puée que yo argún día güerva sobre mis pasos,
y mar camino es er que se desanda; y er día que lo
desande, no le vale ni er manto e la Virgen de la
Pena.
Y el tío Salustiano se incorporó convulso de ira,
con el semblante terriblemente contraído y las manos
crispadas.
Poco á poco fué dominando su excitación, y cuando su primo hubo de alargarle la petaca, volvió á sentarse, colocó al lado de la silla el mugriento sombrero, y con los ojos bajos, en tanto liaba el cigarro,
siguió diciendo:
—Principiaré por la punta. Como tú sabes, jace ya
tiempo están las cosas mu malas; jace cuatro años
vino uno en que no llovió en Marzo ni en Abril y
se mos quemaron las cimenteras; mos llovió endispués,
en Mayo, y se mos pudrió lo que queaba; y
como el agua no fué mucha, mos mató la mitá del
arbolao, y se mos queó en cruz y en cuadro el olivar,
y en cuadro y en cruz los armendrales.
Como cuando Dios ice agua va jasta er mesmo
sol gotea, le entró una enfermeá al ganao, y de
veinticinco cabras, que eran veinticinco minas e
plata, mos queó er cabrío y el cabrero, y ¡ya se ve!,
como hay que comer, manque no sea más que un día
sí y otro no, y como Ortega andaba prevelicao por
mi cortijo, y me estaba metiendo los ineros por los
ojos, los tomé; ¡no se me hubieran caío antes las manos!
¡Bien me ecía mi probe Dolores, que Dios tenga
en su santa gloria! «¡Ese inero es un cangro!»
Era verdá; ¡un cangro ha sío!
Pos bien: tomé aquellos cuatro maraveíces: hipotequé
jasta er pelo; jace dos meses venció el plazo,
y como dende que jice la hipoteca nengún año
ha venío con cormo, no púe pagar, y hogaño, cuando tenía la mies maúra y los olivares llamando á
gritos á los tordos, se mos presentó el escribano y el arguacil. ¡Por poquito no los mato! ¡Puñales se
me jicieron las pestañas! En fln, más vale no jablar
de eso; la verdá es que san queao con too y man dejao
sin más tierra que la que piso cuando no sarto,
y sin calor que darle á ese probecito desmamparao,
y vengo, primo, á icirte: Aquí tengo dos brazos e
bronce y una voluntá e bronce también, ¿quiés darme
trabajo, y asina no tendré que dir á peirlo de puerta
en puerta, ni necesiá de que me pisen los extraños?
(Se continuará)
2 comentarios:
Es interesante que los temas de antaño estén por desgracia en pleno apogeo actualmente. Los desahucios judiciales por impago y los graves problemas que éstos ocasionan.
Pepa, como bien dices, hay cosas que no cambian, por desgracia.
Muchísimas gracias por tu comentario.
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