Publicado en La Época el 26/2/1898, n.º 17.142, página 4.
Agustín la llamó con voz queda, y su propia voz le causó miedo: pensó entonces en retirarse, pero la
calentura empezaba á martillar en sus sienes; no quería partir sin despedirse; un dulce atosigamiento
empezaba á anudarle la garganta; empujó las entornadas
hojas, introdujo el brazo, apartó la silla; el leve
rumor de la puerta le convirtió, durante algunos
instantes, en estatua.
Reaccionáronse después todas sus energías, como
para vengarse de aquellas timideces, y le hicieron
penetrar rápido y sigiloso en la sala y llegar junto al lecho.
El sueño de la Viñuela debía ser una pesadilla; su rostro estaba humedecido por el llanto, su respiración
era febril, la cobertura, en la fatigosa brega,
había sido arrollada, sus brazos arqueábanse sobre sus cabellos en desorden, su seno alto y virginal aparecía casi desnudo.
Agustín se puso lívido, sus ojos se llenaron de voluptuosa
atonía, contempló con dulcísimo arrobamiento á la hembra dormida; resonó de nuevo, sin
que él la oyera, la tos bronca de su padre.
Una hora después, anegada en lágrimas, Dolores
asomábase á la ventana de su cuarto para ver á
Agustín, que, aún entontecido por el choque del placer
y el dolor, alejábase lenta, muy lentamente, como si fuera tirando del terrible peso que debía llevar
en la conciencia.
Llegó el mozo al ángulo del camino, se detuvo allí
algunos instantes; los perros le acariciaban las piernas gruñendo cariñosamente; los tintes blanquecinos
del cielo empezaban á anunciar el día; en el cortijo
de Millán cantó un gallo, el de la Viñuela le contestó,
y entonces Agustín, después de arrojar un beso,
un último beso á Dolores, se alejó ¡quién sabe si para nunca más volver! por el solitario camino.
CAPÍTULO V
En la Venta de las Palomas.
La venta de las Palomas era y es conocida en casi
más de la mitad de la provincia, y por todo el que en
un tiempo se dedicara al matute armado, ó sea á introducir, jinete en un caballo de alados pies, mucha
ciencia, y con un retaco en la concha, tabacos ó sederías
de Gibraltar en la tierra famosa de los boquerones,
también famosos, ó por los que, rebasando un
poquito más las fronteras de lo conveniente, dieron
tanto que hacer á Zugasti; gran pirandón en que
Dios puso tanta vista, tanto olfato, tanta gramática
parda y tanto estómago como se necesitan para que
de los caballistas andaluces no queden más que cuatro
pelones encuerinos sin poder y sin lacha, que
aún no han dado los buenos días, cuando ya los del
tricornio los han metido en cintura para escarmiento
de guapos de pega y ladrones de secano.
Juanillón el ventero, que de arrendador había
ascendido á gran contribuyente, debía, según malas
lenguas, toda su fortuna á la amistad estrecha que le
uniera un tiempo á los famosísimos Niño de Morón,
Chato de Benamejí, Urdiola y Cabrera el Potronsillo,
los cuales de vez en cuando descolgábanse
por el partido á cometer alguno de sus desaguisados con algún que otro rico trajinante, ó con alguna de las diligencias que recorrían entonces la tierra de María Santísima, á donde el progreso no nos había traído aún la locomotora, ni se había llevado, en
cambio, tantas cosas típicas y bellas, como ha espantado
con sus silbidos.
Juanillón, apesar de sus sesenta y pico de años,
era el viejo mejor plantado de aquellos alrededores,
y sin tener en cuenta lo blanco de sus cabellos, sus
labios sumidos, que parecían empeñados en besar el
cielo de la boca, ni su cara hecha arrugas, dobleces,
y hasta signos cabalísticos, era enamorado como Pichichi,
jacarandoso y neto como el que más, y como
el que más aficionado á pelear, al peleón y á pelar la
pava; pero como en lo tercero no encontraba ya moza
de su gusto que le hiciera mohines y carantoñas,
con harto dolor de su corazón, entreteníase en dirigir, mediante sabios consejos, á todos los mozos de los Verdiales en sus cábalas amorosas.
Era de ver al viejo vestido con lo, ya casi del todo
relegada al olvido, indumentaria de los majos sus
coetáneos, escuchar con recogimiento casi religioso
las querellas de los que iban á contárselas y á que
les dijera la buenaventura, lo cual hacía el hombre
dándose más tono que un tiempo la inmortal sibila
ante el sagrado trípode.
Era de ver al viejo, repetimos; y de saber manejar los pinceles no hubiéramos dejado de trasladar al
lienzo su figura adornada con el usado marsellés de
paño catalán con caireles de plata, camisa sin almidonar,
ancho ceñidor encarnado que le cubría desde
el pectoral izquierdo hasta casi la ingle derecha, pantalón
corto de pana, polainas ya sin el fleco de correa
que las adornaran en su juventud, y zapatos que,
como los cascos del caballo de Atila, donde se posaran
no debería volver á crecer la hierba.
Durante todas las estaciones cubríase Juanillón
la cabeza con un pañuelo de los que por acá llamamos
de tomate y huevo, anudado sobre la nuca, y
durante todas las estaciones, y á todas las horas del
día y de la noche, tenia al alcance de la mano el viejo
retaco de dos cañones, con el cual, según afirmaba, no le ponían el pelo de punta ni el Cid Campeador
ni el mismísimo moro Muza.
—Hola, abuelo. Dios guarde á usted—díjole una
mañana, deteniendo el paso de su Tordillo, Enrique
Miranda, el de Almogía.
—Y á tí también, güen mozo. ¡Cómo le has tomao
querencia á estos manchones!
—Es que voy á Málaga. ¿Y qué se cuenta entre la
gente de mérito?
—Ná que meresca er cuento, ¿pero no te asientas
una miaja y jecharemos un prejendi?
—Sí, lo echaremos—contestó Enrique saltando del
potro y dándole las riendas al ventero.
Éste ató la cabalgadura á uno de los postes que
sostenían la parra cubierta de hojas verdes y negros
racimos.
Enrique, entretanto, sentóse en una de las toscas
sillas puestas á la sombra para tentar á los caminantes,
y sacando la petaca, se la ofreció á Juanillón.
Volcóla éste casi del todo en la palma de la mano,
y dijo después de arrojar una mirada inteligente y
olfatear la aromosa picadura:
—¡Carpense ligítimo!
Después de hacer un cigarro y encenderlo como
lo encienden los fumadores de cepa, y tras una poderosa
aspiración, siguió diciendo con los ojos entornados:
Carpense superior; jugándose la pelleja dos pesetas
de utiliá en libra, mercándolo en Gibraltar y vendiéndolo
en Málaga.
—Lo que es hoy, como no sea algún que otro mochilero,
eso se acabó ya.
—Tiés razón, ya se acabó la levaúra de la gente
de guapeza; hoy ya no hay quien se atermine á jugar
al pilla pilla en er monte.
—Parece que lo dice usted con pena.
— ¡Dejuro! con pena, poique er contrabando no es un robo; es una pelea de poer á poer, y er que puée
má se arza con er santo y con la limosna; y si no ¿quién es er que cobra las puertas? Er Gobierno,
¿verdad? y al Gobierno, ¿quién le da licencia pa jacer
eso? Mosotros á la juerza, ¿no es asina? Pos bien: si
mosotros se la damos, mosotros se la quitamos; poique
entre quitar lo que mos pertenece ó comer rayos
que mos partan, creo que la razón no hay naide que
mos la niegue.
—Tal vez tenga usted razón, abuelo.
—En fin, no jablemos más de esas cosas poique
se me emberrenchina la sangre. ¿Vas á Málaga por
mucho tiempo?
—-Ca, no; vuelvo esta misma tarde.
—¿Y tú sabes cuál es el camino más corto?,—preguntóle
con sorna y disimulando la sonrisa.
—Ya le creo -repúsole Enrique, para el cual no había pasado inadvertida la sonrisa del tío Juanillón.
—Por el caminito de Santiago se va en un soplo.
—No hombre, no es guasa; te lo digo mu formal.
—¿Y cuál es ese camino?
—Pos por la trocha del cortijo é la Viñuela y en
un periquete sales por Matagatos.
Miranda se retrepó en la silla, hizo un mohín malicioso,
quitóse el sombrero, alisóse con la mano el
lustroso cabello y repuso:
—No es mal camino ese, tío Juanillón, no es mal
camino; por lo menos á mí no me lo parece, y me
gusta de verdad.
—¡Vaya! ¡Como que es un encanto! Pero también
es peligrosillo e veras, y si se te van los pieses te
errumbas y vas á escapar mu dolorío.
—Ca, hombre, si yo ando hasta por los aleros de
los tejados como si fuera por los llanos de la vega.
—Ya me sé yo de memoria tu habiliá pa los malos
caminos; pero ese es peor entoavía poique está acotao y el guarda es un puerco espín que al mesmísimo
lucero de la tarde le mete un puazo.
—¿Y quién es ese, el hijo del de Casariche?
(Se continuará)
1 comentarios:
Es emocionante escuchar estas historias de lagares y contrabandistas, con ese lenguaje tan agudo y lleno de palabras tan andaluzas. Me encantan sus sentencias que son casi siempre verdades como puños y simpáticas. Es una pena que los malagueños no conozcan estas historias tan nuestras.
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