Publicado en La Época el 1/3/1898, nº 17.145, página 4.
—Están tan malas las cosas ogaño, que yo ya he
perdío jasta el nombre.
El memorialista lo miró con extrañeza, y después,
sonriendo con aire de triunfo, le dijo:
—Como usted quiera, mi amigo. Y el sobre ¿á
quién se le dirige?
El tío Cantueso sonrió con aire bonachón y le repuso
con acento irónico:
—Al Pae Santo, en Roma.
El memorialista, viéndose burlado, se encogió de
hombros, echó en el canastillo el importe de su trabajo,
que le entregara el tío Cantueso, y cuando ya
le vio en la puerta, díjole, sonriéndose también:
—Vaya usted con Dios y que llegue la carta.
Desde allí se fué el Sr. Juan á la posada y le dijo
al dueño:
—Oiga osté, mostramo, ¿quiée osté jacermo un favor
más reondo que una piña?
—Eche osté por esa boca.
—Pos quisiera que me pusiera osté un sobre pá
un hijo que tengo en Cuba.
—Con mil amores, ¡no faltaba más!
Después de echar la carta al buzón del correo, metiendo
en él cuanto pudo el brazo, y esperando algunos
instantes, no fuera, por arte de encantamiento,
á volver la carta á salir, cogió de nuevo su cabalgadura,
y orgulloso de sí mismo por lo gallardamente que había salido del paso, púsose en un periquete en
el lagar, y dijo á la señá Tomasa, con aire de triunfador:
—Ya va pá allá la carta, y no se ha enterao ni la
tierra; estas cosas sa menester jasellas con sabiuría.
Pasaron varios meses, durante los cuales apenas
si se le vio el polvo á Dolores, y, al que hacía nueve,
una noche el señor Juan, montado en uno de los
mulos y seguido de otro con jamugas, salió con dirección
á la capital por trochas y vericuetos, y antes
que despertara el día estaba de vuelta con una viejecllla,
que no permaneció en la Viñuela más que hasta
la noche del día siguiente, en el que el cortijero
la reintegró á sus hogares.
Desde entonces empezó é notarse gran movimiento
en la casa. ¡Cosa extraña! Parecía que un nuevo
rayo de sol había iluminado el cortijo; una nueva escapatoria
tuvo que hacer aún á Málaga, también de
noche, el señor Juan; esta vez llevaba con gran primor
entre los brazos un lío, de donde, de vez en
cuando, escapábase un gritó infantil.
Al regreso del cortijero empezó á dejarse ver de
nuevo Dolores, pálida, ojerosa, llena de languidez;
llevando casi siembre en brazos una chiquilla, que,
como es natural, hubo de llamar grandemente la
atención de todos los convecinos de los cortijeros.
El primero que les hubo de preguntar á quién pertenecía
aquel retoño, fué el tío Anselmo el del lagar
de Ponce.
—Oye, Juan, ¿de quién es esa gurripata?—le preguntó,
abriendo mucho los ojos.
—De una hija de mi primo Antonio er de Osuna;
la probetlca, al nacer, esgració á la madre, y como
no tié á naide más que á mí, y... como la iban á
echar ar torno, y mi casa es el arca de Noé, y mi Tomasa
tiée un corazón que es armíbar, y...
El Cantueso no estaba acostumbrado á mentir, y, está claro, todo aquello lo dijo torpemente, con indecisiones
y balbuceos.
El del cortijo de Ponce le miró con sorna, rascándose detrás de una oreja.
—¡Probetica Isabel! ¡Tan regüena como era y tan
jacendosa, y con un lunar tan regracioso como tenía
en la cara!—repúsole el tío Anselmo muy seriote, y
como conmovido por la prematura muerte de aquella
supuesta parienta del señor Juan el Cantueso.
CAPITULO VII
Sigue la historia antigua
Cuando el de Ponce se hubo marchado, dijo el señor
Juan á su mujer, con acento lleno de acritud:
—¿No te lo ecía yo? Esa es mu gorda y no cuela. ¡Camará con el tío Anselmo, y cómo me la ha degüerto con refalción!
—Pero ¿qué ha sío lo que ha pasao?
El Cantueso le contó lo ocurrido, y concluyó diciendo:
—Lo mejor era lo que yo pensé; habérsela dao pá
que la criara á Juliana la Pecosa; esa tié mucho que
agraecernos, y es más güeña y más callá que un
confesionario, y allí naide se hubiera comió la partía;
Málaga es muy grande y naide se entera allí de la
matanza del vecino, y cuando hubiera güerto Agustín,
entonces se hubieran puesto las cosas en su
lugar.
—Mía tú, eso no podía Dolores consentirlo, ni yo
tampoco; ¡angélico e Dios! Tan escuchimizá como ha
nació, y dejarla en manos ajenas. ¡Vaya, que se le
quite eso de la cabezal; y aluego que la probetica ya
mos conoce, y apenitas la llamo regüerve los ojos pa
buscarme y encomienza á tenderme los bracicos. ¡Vaya, eso no puée ser! Si es la alegría de la casa, y lo
mesmo que lleva ya aquí cinco meses llevará cinco
eterniáes; y si la gente dice, que diga; ya se jartarán,
y á la postre y al fin tiéen que enterarse; ésas cosas pasan bajo los tejaos desde que er mundo es mundo;
y aluego que too esto, Dios mediante, se arreglará, y
tóos se quedarán arveando de limpios.
—¿Y si Agustín no gorviera?
—¡Jesús y qué cosas dices! ¡Vaya, y qué ganas de
afligirme! Será mucha esgracia que le dieran otro
balazo al probetico. ¡Hijo de mis entrañas, y qué penitas
no habrá pasao solito por esos hespitales!
—Cuestan mu caros los galones; paéce mentira
que el probe haya aguantao er plomo; es que tiée
poca sangre y güeña encarnaura, y no te creas tú que
él se contenta con lo ganao; mu clarito mos lo dice
en sus cartas, «No voy á casarme jasta que llegue á
oficiar,» quiée que su Dolores sea oficiala y tenga un
asistente más grande que un castillo.
—Mejor sería que se queára e sargento y tomara
la arsoluta.
—¡Cuarquier día jace eso! El chavalete ha salío con la sangre ardorosa y mu bravo. ¿No ricuerdas
lo que leía el periódico, que se había batío como un
león?
—Mejor estaría con mosotros, peleando con la vía.
—¡Cualisquiera le píe el quién vive cuando güerva! ¡No va á venir mu venteao el mozo!
En aquel instante sintióse llorar á Araceli, y dejando
á su marido con la palabra en la boca se dirigió
la señá Tomasa hacia las escaleras con toda la
ligereza que le permitían sus años y su tremenda
carga de carnes, volviendo á poco con la rapacilla en
los brazos.
La chiquilla era casi un vivo retrato de Agustín;
tenía los ojos azules, grandes y melancólicos, la tez
blanca y suave y rubios los sedosos cabellos.
Su carita demacrada y pálida, sus labios descoloridos
y su cuerpecillo descarnado, presagiaba una infancia peligrosa.
—¿No ves, no ves lo que sabe esto? ¡Apenitas la
cogí, callóse como una zorra! ¡Pícara Dolores! ¡Pícara madre, que no le da de mamar a la niña! Pero
mira, Juan, mira cómo se sonríe.
La chiquilla, entretanto, alzaba los brazos, mordisqueándose
los puños, y estirábase apoyando los
pies en la carnosa cintura de la abuela.
Poco á poco el semblante de Juan fué perdiendo la
tensión de costumbre, inclinó poco á poco el cuerpo
hasta formar con él un ángulo, apoyó ambas manos
en las rodillas, y con la sonrisa en los labios y los
ojos llenos de ternura empezó á jalear á la muchacha,
que le pasaba las aterciopeladas manos por el
atezado rostro.
—Anda, anda, y cómo te han puesto los mosquitos—
dijo riendo él tío Salustiano, que apareció en
la puerta del corral con la indispensable tomiza y el ya en él histórico manojo de espartos.
—¡Si la envidia juera tiña, agüelo, cómo andaría
la cristiandá!— exclamó la seña Tomasa.
—¡Yo envidia! ¡De juro!
—Sí, sí, envidia; no te avergüences; Juan, que ese viejo indino es peor que tú, y esta mañana, sin que naide se lo dijera, estaba meciéndole la cuna y oseándole las moscas y cantándole serranas; ¡conque ya
ves tú!
El tío Salustíano, viéndose descubierto, miró con
tremenda y cómica actitud de amenaza á la cortijera,
y dijóle ahuecando la voz:
—¡Delataóral
En aquel instante apareció en la puerta Dolores
con el cantarillo de la leche, que colocó sobre la
mesa, y avanzando hacia el grupo, y dejando escapar
una de esas exclamaciones de amor maternal que
no tienen nombre, dijo, encorvando el cuerpo y alargando
las manos á Araceli:
—¡Vente, vente conmigo, querubín, que estarás
esmayaíca!
(Se continuará)
1 comentarios:
Este libro lo leí hace mucho tiempo y no lo recordaba, la verdad que me está gustando mucho: la trama muy actual, las frases tan ingeniosas, y esa familia tan buena que es la de Juan el Casariche y la señá Tomasa.
Feliz año 2013
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