Con decir que esta novela es una de las más bellas producciones de su afamado autor, quizá habría dicho, en cuanto á la alabanza, lo más justo y expresivo, pero seguramente quedarían incumplidos mis deberes en esta sección.
Arturo Reyes, ya en otras ocasiones lo he manifestado, es uno de los más verídicos escritores regionales, y, entre los muchos méritos que ostenta, no es este el menor ni menos digno de estima. Hay escritores regionales á los que ciega la pasión local, hasta el punto de no ver... ó no querer ver, en su tierruca sino paraísos acabaditos de hacer, con Evas y Adanes para los que no ha de forjarse nunca la espada del ángel; hay otros, otros escritores regionales, cuyas obras no están hechas sino con vistas á la exportación y con arreglo á la demanda exterior. Claro está que éstos son mucho más vituperables que aquéllos, aunque todos cometan el feo pecado de faltar á la verdad á sabiendas. La falsedad de los primeros obedece á un exceso de amor propio y de amor á su país; son desdeñables, sin embargo, aunque en el desdén vaya mezclada la benevolencia.
La falsedad de los segundos tiene sencillamente algo del beso de Judas; venden á su país por un determinado pedido de ejemplares de sus libros; merecen que se les menosprecie, sin atenuaciones...
Recuerdo que encontrándome una vez en una población francesa, me llamó la atención el escaparate de una tienda de objetos vistosos. Había allí mucho encarnado y mucho amarillo; parecía un relampagueo de la bandera española. Me fijé. Había, allí, en efecto, una porción de objetos de asuntos españoles, en abanicos, panderetas, petacas, fosforeras, acuarelas y hasta cuadritos al óleo. ¡Qué asuntos, por Santiago! ¿Necesito decirlo al lector cuáles eran? ¿Acaso no los ha visto él diferentes veces? Pero lo peor es que los objetos en que tales asuntos se representan son de fabricación española, de artistas (!) españoles.
Me indignó el escaparate, pero no tanto como no pocas obras literarias regionales, que si son muchos los franceses á quienes ese y otros escaparates por el estilo hacen pensar que España no es sino una inmensa plaza de toros, son muchos los españoles que creen, por ejemplo, que en Andalucía no hay sino juergas y colmados, y que los andaluces son unos individuos que se pasan la vida pasando el rato.
No es esa la Andalucía, porque no es verdad, que nos pinta Arturo Reyes.
Hay, si, en su Cielo azul, bromas y cantos, donaires y alegrías; hay también algún personaje para quien la vida es pasar el rato; pero hay al mismo tiempo seriedades y lágrimas y tristezas, más aún, el alma del libro es de una infinita amargura. Desde la primera escena de la despedida del protagonista de su novia, escena idílica, llena de natural ternura, hasta el regreso del mismo, moribundo, minado por cruel enfermedad, después de haber tenido un momento de triunfo, seguido de interminables horas dolorosas, en la capital, hay en todo el libro una corriente de melancolía, de desesperanza, de nuncios de fracaso, que hace encogerse el corazón hasta cuando se ríen los labios. La escena final, bellísima, más que bellísima, una escena que no vacilo en reputar por una de las más grandes inspiraciones literarias, es de una intensidad desgarradora... Cristóbal, que salió de su pueblo, sano y gallardo mozo, dejando allí sus sanos amores, encarnados en garrida y enamorada moza, para marchar á Málaga por imperativos económicos, vuelve á su hogar, herido de muerte en el cuerpo y en el alma. En Málaga, los inesperados triunfos de su garganta privilegiada y los coqueteos de hermosísima razonadora, hiciéronle olvidar poco á poco á su paisana. Ésta, á su vez, olvidada ya del todo por el ausente, ha encontrado quien le sustituya en su corazón, que si amor con amor se paga, justo es que suceda lo contrario. Herido al fin en el alma, por la coqueta, herido al mismo tiempo en el cuerpo por la tisis, Cristóbal vuelve, ó más bien es vuelto á su lugar por sus congojados padres. Va á morir, y tiene un supremo anhelo. Quiere ver, antes de su muerte, á la que fué su novia, y quiere verla en el mismo lugar en donde se despidió de ella. La moza accede, es buena, generosa, y no quiere negarse al deseo de un moribundo. Celébrase la cita; acude ella llena de vida; le llevan á él, porque es ya un cuerpo que no puede moverse. ¿Qué pasa en aquellos momentos? Nada, no pasa nada. Es decir, pasa mucho, pero es callado, es interior, pasa en las almas. Míranse unos instantes los dos jóvenes, no se hablan, se despiden con un musitado adiós; pero en el alma de él ha entrado todo el horror del absoluto vacío; de la de ella se ha enseñoreado por completo, con sentimiento cruelmente egoísta, pero legítimamente humano, la imagen vigorosa del que sustituyó á la sombra que se aleja...
No es ésta, sin embargo, la única escena que acredita el talento de Arturo Reyes; muéstrase también aquél en otras de diferentes géneros, y en la presentación de personajes, tomados todos del natural, con mano maestra.
Es una novela admirable Cielo azul.
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