Dolores, tras arreglarse delante del espejo con dedos hábiles los rizos de su blonda cabellera, se colocó entre ellos un rojo clavel de Bengala y se dirigió, con paso gallardo y rítmico, hacia donde tenía la cesta de la costura.
Y sentádose que hubo, no sin arrojar antes una mirada por el entreabierto balcón en la, á la sazón, calle desierta y soleada, y cuando á continuar se disponía su trabajo, asomándose á la puerta de la habitación la seña Currita la Bigotona, la preguntó, con voz zalamera.
—¿Se puée pasar, Dolorcita?
—A ver si viée mi Antonio y la coje á usté aquí, y si la coje vamos á tener que emigrar usté y yo á las Pampas Argentinas.
— ¡Cá!...No me coje;lo acabo de ver al pasar en la taberna del Cuco, jugando al dominó con Periquillo Canales—,dijo, penetrando en la habitación la señá Currita, hembra de más de sesenta navidades y de vientre y caderas imponentes, la cual, sin previa invitación, se apresuró á hacer crujir uno de los sillones de caoba, forrados de cretona, que decoraban la habitación, bajo su imponente balumba.
— Pero es que ya sabe usté que él no quiée verla á usté por aquí, y yo no quieo tampoco que me busque usté una esaborición, sin comerlo ni beberlo; ¿usté se entera bien de lo que yo á usté le digo?
— Pero, si no viée, mujer; ¿si yo creyera que pudiera venir ahora, y no lo hubiera visto aónde le he visto, crees tu que yo hubiera venío? Pos si le temo yo más á ese gachó que á un retaco sin seguro.
—Pus por si ú por no, lo mejor que jase usté es izar el ancla y poner proa á la mar, y además que estoy esperando á mi madre, y ya sabe usté que mi madre también la tiée á usté una miajita de manía, porque como la pobre es tan supersticiosa...¡y no hay una sola vez que usté venga que no mos pase algo malo! Mire usté, la última vez que usté vino, no había usté Jecho más que salir y se mos pegó el puchero.
— Vamos, mujer, á ser una miajita menos lunática, y sobre tó, que si yo he venío hoy no es por platicarte como tú te crees de Joseito el Barrilero, sino pa que veas un par de zarcillos que ya quisiera lucir la de más ringorrango; como que los rematé esta mañana en las Lagunillas, y en cuantito los rematé, me dije yo pa mi:
—Lo que es este par si que merecían lucirlo las dos orejas más invisibles que ha puesto Dios en el barrio.
—¿Y eso de las orejas invisibles, lo dice usté por las mías?
—¡Digo!, ¿puspor quién va á ser, si no por ti? ¿Qué jembra hay en toito er mundo que tenga dos anises por orejas?
—Vamos, menos anises, y enséñeme usté ya de una vez esos zarcillos.
—Sí, pero no te vayas á afertar mucho al verlos, y sea cosa de que te vaya á dar un desmayo.
Y la señá Currita, ocultando su mano en su seno y tras rebuscar durante casi un minuto, sacó un pequeño estuche de badana que entregó á la costurera.
A esta le chispearon de codicia los hermosísimos ojos, al ver brillar sobre el fondo de terciopelo del estuche los ponderados zarcillos— dos ópalos entre dos á modo de grecas de pequeñísimos diamantes.
—¡Qué requetebonitos que son! — Murmuró con voz trémula, y después, tras dejar escapar un resonante suspiro, cerró bruscamente el estuche, que devolvió á la vendedora, diciéndole con voz apagada:
— Eso no es pa mi, señá Currita; yo necesitaría, pa compar eso, perder jasta las pestañas cosiendo desde ahora jasta que güelvan los Reyes Magos.
— ¡Cá, tonta! ¿No comprendes tú que tratándose de ti yo te los doy como tú quieras? Tú suponte que si tú los quieres, te los doy en quince duros y, además pa que me los pagues cuando á tí le de la repotentísima gana, y eso si es que no quiées tú que me los pague un pajarito verde que no jase más que piar por ti encimica de tu alero.
—¿Cuándo he visto yo arrejuntaos quince duros?—Dijo, haciéndose la sorda á lo del pájaro verde, la muchacha.
—Pos en cuantito digas tú pío, ties tú, no digo yo quince duros, sino quince mil y un automóvi en la puerta; ¡pos apenaas hay güenos mozos, con más rentas que el gobierno, eseandilo que tú los entornes un párpado tan siquiera!
—¿Vé usted?—Dijo Dolores, poniéndose grave—. Por esas cosas no quiée mi madre, ni quiée mi Antonio que entre usté aquí, ni de noche ni de día, ni entre dos luces, serrana.
—¿Vé usted?—Dijo Dolores, poniéndose grave—. Por esas cosas no quiée mi madre, ni quiée mi Antonio que entre usté aquí, ni de noche ni de día, ni entre dos luces, serrana.
— Porque dambos están en el limbo, porque, miá tú, yo no he sio nunca mala, y no quieo yo que la más honra me lleve á mí ni una raya tan siquiera: pero es que las probes no poemos tener retantísimos repulgos pa con las cosas: porqué es que no puée ser, porqué no se puée vivir del trabajo, y sino vamos á ver, ¿qué ganas tú despestañándote como tú dices,desde que amanece hasta que sale la luna?
Cuatro ó cinco reales á tó lirar, y tu hombre, según tú misma me has contao, cuando está como ahora viviendo de rebusco, no llega ni á dos pesetas lo que gana, ¿no es asín? Bueno, pos supongamos que ganan ustedes entre dambos doce ó trece reales diarios; ahora bien; pa medio merendar tres presonas que seis, se gasta cuasi las tres pesetas, y si no, ajustá: un pan por lo menos, cuatro pachonas, y dos de azúcar y una de café son siete, y tres de aceite son diez; y cuatro del puchero, y dos de pescao,y un rial de huevos de los que cuando se cojen cacarean, y una perra de jigos brevales, ya tiés dos púas, y ahora agrégale á eso un rial de petróleo y otro rial de casa, y pón un rial de tabaco y otro de afeitao y de una copa que se tercie, y ya tienes toito lo que entre dambos ganais, y ahora pa jabón y pa medicina y pa comprar un peine ó un par de zapatos ó una vara de percalina, ó roban ustedes, ú se mueren y revientan en un rincón, y tan y mientras que tú, que debías estar engarzá en oro, vas con la camisa con más zurcios que tiée cocos un potaje de lenteja, y con dos ligas que serán dos cuerdas pa el pelo, fíjamente y no sabrás, lo que es descansar en un colchón de lana ni lo que es llevarse un durce á la boca, tan y mientras, otras que no valen lo que la caspa que tú te quitas, esas van por ahí en coche y con vestíos de sea y con arracás de diamantes goliendo á gloria bendita.
Las palabras de la vendedora pusieron meditabunda a Dolores; lo que aquella estaba diciendo era la verdad, la santa verdad; lo mismo habíase dicho ella muchas veces al buscar tras la fatigosa brega diaria, en el sueño, un oasis donde olvidar los rigores y crueldades de la contraria fortuna.
— ¿Qué, me llevo los zarcillos?—le pregunto, tras algunos instantes de silencio, la señá Currita, volviendo á colocar el adorno tentador ante los ojos de Dolores, atónita.
— Pos, naturalmente—le repuso esta, posando una última codiciosa mirada en el estuche.
—A ver, pruébatelos —á ver que tal te caen—díjole la vieja, sonriendo pérfidamente.
No pudo resistir la tentación la muchacha y momentos después, mirábase al espejo moviendo la cabeza para ver brillar más intensamente los zarcillos en los dos pétalos de rosa que le había puesto Dios por orejas.
Y cuando más engolfada estaba mirándose en la no muy fiel luna del espejo, se abrió bruscamente la puerta de la sala y apareció en el dintel Antonio el Belonero, el cual plantándose en el umbral de la sala con las manos en la cintura, el sombrero tirado hacia atrás, sobre la tersa frente juvenil los revueltos mechones de su pelo negro y reluciente, y contraído el semblante de cutis ligeramente sombreado en el labio superior y en las mejillas por la bien afeitada barba y el bien afeitado incipiente bigote, de boca de graciosa estructura, nariz ligeramente arremangada, y de grandes ojos de mirar en aquellos momentos, centelleante, y vestido con algo de achulada elegancia, exclamó con voz amenazadora , y mirando de modo casi contundente á la vendedora:
— ¡Cuado yo digo que usté va á salir de esta casa por aonde salen los más malitos olores!
La señá Currita, que á la entrada de aquel había palidecido, exclamó con acento balbuciente:
—¡Pero, hijo, ni que yo fuera el alguacil del juzgao! Yo no sé que haiga jecho naita pa que usté me haiga tomao retanto aborrecimiento.
—No ha jecho usté naita malo, porque aquí no hay maera pa lo que usté busca, y si no vamos á ver, ¿á que no ha venio usté á naita güeno á esta casa?
—Pos se dequivoca usté del tó, pero que del tó, por que el venir no ha sio pa naita de lo que usté se figura—dijo la Bigotona, á la que un color se le iba y otro se le venía, acordándose de las muchas barbaridades que contaba Antonio en su glorioso historial de hombre poco sufrido y de malísimas pulgas.
— Pero, entonces ¿á qué ha venío usté por mi güerto? ¿á venio usté por claveles?
—Pos si he venío, ha sío porque como pasaba por la puerta... y como yo les tengo voluntá á ustedes, y estos zarcillos son un regalo, pero que un verdadero regalo...
— ¡Un regalo!—dijo Antonio, tomando los zarcillos de manos de su mujer.
—Si señó, un regalo cuasi, y como yo... ¿Pero usté no sabe que yo estoy parao jase un montón de tiempo, y que pa dir medio tirando ha tenío mi Dolores que volver á la costura, y que traerla unos zarcillos de oro y de piedras finas á una mujer que no puée salir de un caldisopa es motivo más que sobrao pa que yo la coja á usté por el sitio que menos ruío puea usté dar y les dé gusto á los dátiles y se quite usté ya de ir buscando ruinas de puerta en puerta, en tó el barrio aonde yo vivo?
—Es que—. Dijo poniéndose lívida la Bigotona, al ver avanzar hacia ella en amenazadora actitud al Belonero, mientras Dolores forcejeaba por sujetarlo—Es que usté está dequivocao der tó, y tiée usté mu malillos pensamiento; es que esos zarcillos no son lo que usté se piensa, es que esos zarcillos son fú, y tan fú son, que lo que valen no pasa de seis pesetas.
Antonio se detuvo, y tras un solo instante de perplejidad, exclamó procurando, inútilmente, poner una expresión de candidez suprema en su acharranado semblante.
—¿Pero qué es lo que está usté diciendo? ¿Qué nó valen más que seis púas estos zarcillos?
—Si, señó, seis púas son lo que valen.
—¡Pus haberlo dicho antes, mujer, quien diba á pensar!..., ¡pus si parecen que son de los de ole con ole!, y tanto es asina, que me voy á quear con ellos, que quiero yo que ya que esta va á ser la última vez que pienso verla por aquí, quiero yo que se vaya usted contenta de mis cubriles.
A la Bigotona se le erizó hasta el negro vello del labio, anchas gotas de sudor empezaron á surcar por su rugosa frente, tremenda angustia se retrató en su rostro congestionado y:
—¿No, pa qué? Si yo se los he traío ha sio na más pa que Lolita los vea —. Exclamó, con acento ahogado y tembloroso.
—Es que—repuso el Belonero, con cruel ironía—, por seis púas, como hoy, gracias á un divé, las tengo, le doy yo gusto á la jembra que más estimo. Con que tome usté su parné, pero mucho cudiaito en que güervan á ver á usté por aquí los ojitos é mi cara.
La señá Currita miró con la agonía en los ojos al Belonero, comprendió que rectificar el precio de los zarcillos equivaldría á no salir con hueso sano de aquella casa, y al sentir como el miedo paralizaba la sangre en sus venas, lanzó una mirada dolorosa de despedida al estuche, y minutos después decíale á Joseito el Barrilero, con acento entrecortado por la fatiga:
—¡Ay, señó José, y en que horita más guasona me dijo usté que fuera con los zarcillos á casa de la Dolores!
Y cuando Joseito el Barrilero se hubo enterado de lo ocurrido, dijo á la seña Currita, encogiéndose de hombros:
—Po lo que es esos quince duros no se les paga á usté el hijo de mi mare, porque ya sabe usté lo que yo le dije, que esos zarcillos los pagaba yo, pero había de ser con el conque de que yo me había de enterar de como besan los labios de la gachí que más quiero.
Y Joseito salió de la casa, mientras la señá Currita retorcíase las manos y murmuraba con acento rencoroso, poniendo en él una no menos rencorosa mirada:
—¡Asín te dieran el beso que yo sé aonde yo sé y con una de Albacete!
ARTURO REYES
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