viernes, 2 de noviembre de 2012

Historia triste

Cuento publicado en La Ilustración Ibérica , el 25/8/1888, páginas 10 y 11.


 I

Antonio llamó repetidas veces. Estaba febril, malhumorado: nadie le respondía. Aquel furioso campanilleo repercutió en las habitaciones, remedando risas histéricas.

¿Habrá salido?

Una nube muy negra veló su frente, una inquietud sombría llenó de sombras su espíritu, y, aferrándose nervioso á la mano dorada, tiró con fuerza de la campanilla: primero un toque violento, después un crujido, después nada: el alambre se había roto.

Golpeó con los puños la barnizada puerta; luego apoyó en ella su hombro robusto empujando desesperadamente. Crujía el maderamen bajo aquel la presión tremenda. La puerta resistió el empuje.

La portera, una viejecilla acartonada, subió diciendo con voz gruñona:

—No pegue usted más, señorito; no pegue V. más: vive más gente aquí. ¿Para qué tanto alboroto? ¡Jesús y María! ¡Qué genio! La señorita marchó después de salir V., encargándome le diera la llave.

Un sudor de nieve inundó la frente de Antonio. ¿Dónde fué Luisa? Era muy tarde, las doce: nunca salía ella sin avisárselo. Tembló el hombre: tras larga brega introdujo la llave en la cerradura. Una lámpara esparcía reflejos pálidos por los corredores. Antonio los atravesó con rapidez, penetrando en la habitación de Luisa.
La vieja le seguía curiosa y preocupada.

—¡Qué lástima!—murmuró ésta.— ¡Qué lástima! ¡Qué mujeres! ¡Y qué bien que me lo sospechaba yo! Las visitas de aquel gran amigote del señorito, aquellos paseos en coche, aquello de cartas van y cartas vienen, y aquello de que en cuanto salía D. Antonio se colaba de rondón el otro, siempre me dio á mí que sospechar.

No pudo seguir la vieja su soliloquio: un grito histérico primero, luego un rumor de algo que se derrumba, llegó á sus oídos. Descorrió el tapiz oscuro: allí, en medio de la estancia, estaba el señorito Antonio, tumbado sobre la alfombra, los brazos en cruz, los ojos con velos de sangre, el rostro cárdeno, las manos crispadas, la respiración lenta y ruidosa, y los labios orlados por ligero festón de espuma.

Cinco minutos después el doctor Piambo, una celebridad que habitaba el segundo, rasgó la manga de la levita de Antonio, hendiendo con reluciente bisturí una vena del antebrazo. Primero una gota de sangre, después otra, después un hilito que fué creciendo lentamente, brotó de la herida. Fué Antonio colocado en el lecho. ínterin la vieja iba por algunas pócimas á la botica, encendió el doctor un cigarro, y, dirigiéndose á la cama, arrancó de una mano del doliente un papel. Su trabajo le costó: los dedos de Antonio eran de acero en aquel instante; pero la curiosidad del médico era mucha. Quiso saber la causa de aquella congestión: aquel papel era, sin duda, la clave, y no vaciló un segundo en leerlo.

Antonio: no te pido perdón por la infamia que voy á cometer, porque si me perdonaras te despreciaría. Me voy porque no quiero vivir contigo después de haberte infamado. No me verás más. Te hago infeliz por algún tiempo: yo lo seré siempre. No quieras vengarte: yo, sin que tú lo intentes, tropezaré con tu venganza.
>>Luisa>>

El doctor Piambo movió la cabeza, luego se encogió de hombros indiferente, mientras volvía á colocar el papel en manos de Antonio, murmuró:

—¡Caramba, caramba! Un temperamento tan sanguíneo, luego un escopetazo como éste.., ya se ve, congestión en seguida. Si vivo un piso más alto no llego á tiempo.— Y el bueno del galeno se reclinó en una otomana, pensando en glóbulos blancos, en glóbulos rojos, en masas encefálicas y en qué sé yo cuantas cosas más.



II

Dos años trascurrieron. Antonio ya no era aquel buen mozo de otros días, de mirada ardorosa y contextura de Hércules.

Adelgazó mucho; su mirada era lánguida, triste; había en aquellos ojos abismo de penas y nostalgias; no sonreía nunca; la soledad era su centro: se pasaba las horas en aquella habitación donde el doctor Piambo le salvó la existencia.Cuando volvió en sí del desmayo, no moduló una frase.

Tenía el espíritu muerto: el proceder infame de Luisa enlutó su pensamiento. Ella fué su delirio; la diosa á quien levantó altares en su alma para rendirle adoraciones; la hembra noble que soñó para compañera de su vida, para que gozara con sus alegrías, para que llevase con él sus penas, para madre de sus hijos, para deleite de su pensamiento.

Al recibir aquella puñalada infame, asestada á traición, murieron sus ilusiones. Primero sintió ira tremenda, horrible, impetuosa; la fiebre, el vértigo: después una lágrima brotó de sus ojos, lágrima que fué losa mortuoria sobre el mausoleo de su dicha.

Buscó con encono tenaz á la hembra ruin, frecuentó los más infames lupanares; allí, en aquellos apartaderos del vicio, buscó á la vestal caída de su trono de gloria; quiso pagar con una puñalada noble la puñalada vil; pero no encontró á la delincuente. Pasó la calentura, vino la calma tras la tormenta; pero una calma horrible, como las que preceden á las grandes catástrofes.

Desde aquel día buscó Antonio olvido en el desenfreno; fué envileciéndose. Allí, escondido en aquella estancia, templo un día de su culto idólatra, buscó en la embriaguez treguas á aquellas angustias que se le enroscaban al corazón como serpientes de fuego.



III

La vieja penetró en la alcoba. Allí, reclinado en una mecedora, estaba Antonio, pálido y triste como siempre.

—Esta carta: acaban de traerla.

—Démela V. Puede irse.

La vieja salió refunfuñando. Al coger Antonio la carta le dio un vuelco el corazón, creyendo que éste se le subía á la garganta para ahogarlo: la letra era de Luisa; aquellos rasgos incorrectos los tenía él esculpidos en su alma, en su sangre, en su pensamiento.

Algo terrible, algo grandioso, se debatió en su ser. Temblando rasgó el sobre.

«Esta noche á las ocho en la calle de Segovia.
>>Luisa>>

El rayo ardió en las pupilas de Antonio; se agarrotaron sus músculos. Fué un sacudimiento formidable: el volcán quebrantando la cúspide de la montaña; la centella rasgando el seno de la nube.

—Por fin... por fin...—rugió afónico,—por fin.—Y llevó una copa á sus labios, después otra, y después otra.

Dos campanadas ligeras sonaron en la habitación: las siete y media. Antonio se incorporó lentamente.

Tambaleándose se dirigió á una panoplia, de la que arrancó un puñal, un magnífico puñal perteneciente á uno de sus antepasados.

Hay miradas que compendian un mundo: los ojos de aquel hombre compendiaron algo inmenso y rugiente. La lucha postrera, aquella lucha, engendró una lágrima.

Guardó el puñal, y algunos minutos después, llegaba jadeante á la calle de Segovia.

La noche era oscura, sombría: anchos festones de nubes negras entoldaban el horizonte.

El viento era frío, áspero, saturado de nevadas moléculas que arrancó del sudario de las montañas.

Frente á él, la estela luminosa de los reverberos, los contornos informes de los edificios, como espíritus engendrados por las sombras en las soledades tristes: sobre su cabeza, el viaducto, gigantesco reptil plomizo, atravesando la calle con su cuerpo rígido, confundiendo sus tonos oscuros con los enlutados crespones de la noche.

Pocos transeúntes atravesaban aquella calle siempre solitaria.

Cerca del viaducto, al pie de un reverbero, reclinado contra la pared, se situó Antonio, medio escondido su semblante por el ancho cuello de pieles.

¡Con qué placer iba á dar de puñaladas á la hembra infame! ¡Saciaria su sed horrible; sed de sangre, sí, de sangre, de aquella sangre ruin de la esposa prostituida!

Pronto iba á dar epilogo sangriento á aquella historia de luto y de lágrimas.

La campana pendiente en la torre de la iglesia vecina, dejó oir su voz majestuosa y grave.

Eran las ocho. La vibración de la última campanada se extinguió en el espacio. Un grito leve, ligero, apenador, llegó á oídos de Antonio. Una negra silueta se dibujó rápida en el radio alumbrado por el reverbero. Después un chasquido y un cuerpo que cayó rebotando sobre las piedras.

Se abalanzó Antonio á aquel cuerpo: era una mujer. Su cráneo se deshizo al choque horrible; tenia el rostro magullado, deforme, monstruoso; las manos crispadas, el cuerpo contraído.

—¡Luisa, Luisa!—murmuró roncamente Antonio.

Momentos después se arremolinaba la gente alrededor de aquel cuerpo ensangrentado.

Antonio le miró por última vez y se fué murmurando aquellas frases de la carta de la suicida:

«No quieras vengarte: yo, sin que tú lo intentes, tropezaré con tu venganza.»