lunes, 31 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo décimo




—¡Vaya si mos importa! Que se arrima mucho á la cormena, y cuando se arrima es poique le gusta la miel, y esa miel, que es miel de rosas y de claveles, y de clavellinas der paraíso, no es pá naide más que pá er zángano e Cuba, y no le premito ni al mesmo sol que la mire tan siquiera; ¡vaya un Dios! Ni que la mire tan siquiera!

—¡Vaya un Dios! ¡Ni que la mire tan siquiera!— repitió en tono de burla la muchacha.

—Tú dirás lo que quieras; pero en cuantico se me ajume er pescao, le parto un ala á ese pájaro de mal agüero,

—Dale, bola: ¿á mosotros qué mos da ni mos quita que mire jasta que se le jagan cenizas las pestañas?

—No seas tú inocente; ese mocito, con el aquel de ser hijo de su padre y de haber estudiáo, sa creío que toas las mujeres seis azofaifa, y mosotros, los hombres, crestas e gallos ú carrizos e zambombas.

—Vamos, anda á la era, y éjate de tontunas, que se jace tarde; ¡pos no lo has tomao tú con mucha fatiga que digamos!

—Tú podrás icir lo que quieras; pero er día que me lo trompiece y venga la cosa erecha, lo trinco, lo doblo, lo meto en un sobre y se mando á Agustín pa que mos lo devuelva jecho guayaba.

Y Bernardo, con el semblante contraído, penetró de nuevo en la era, saltó al trillo y tendió el látigo á los caballos.

—Vamos, canta; ya sabes que me gusta oírte.

 — No canto ya más; más dáo la tarde; ¡vaya un Dios! 

Y mudo y sombrío siguió trillando, mientras Dolores lo contemplaba con vaga abstracción, y las primeras sombras de la noche empezaban á invadir los purísimos horizontes. 


CAPÍTULO X 

Bronca en el sol


Cuando Miranda penetró por la calle del Negrete de Almogía, iba loco perdido; el desplante de Dolores habíale llenado la cabeza y el corazón de rabias y despechos; aquélla fué la gota que hizo rebosar el vaso; cuando pasó de nuevo por la puerta de la venta, preguntóle Juanillón, sonriendo con malicia: 

—¿Ya estás e giierta? ¿Se arremató ya lo que se daba? 

Enrique sonrió también, aunque violentamente, y siguió su camino saludando con una inclinación de cabeza al viejo ex contrabandista. 

El pueblo yacía en silenciosa quietud; los vecinos, declarándose en retirada ante aquel sol de Agosto, habíanse guarecido en los más frescos y húmedos rincones de sus respectivas viviendas; todas las puertas estaban cerradas unas, otras entornadas; ni un solo transeúnte cruzaba la calle. 

La curiosidad, no obstante, pudo más que el miedo al calor, y al pasar Enrique, algunas cabezas asomaron por entre las entornadas puertas, y tal ó cual cortina fué disimuladamente recogida para ver al temerario que osaba pelear con el sol cara á cara en aquellas horas de bochorno. 

Cuando penetró Enrique en el casino, después de atar las riendas del caballo á la reja, las dos habitaciones corridas del vestíbulo estaban llenas de gentes: el suelo aparecía recién regado, varios macetoves [sic] de hortensias adornaban los ángulos, ligero niento [sic] penetraba por la puerta del jardín, abierta de par en par. 

Estaba allí la crema del pueblo: Juan el Cantudo, Antonio el Pájaro, Íñigo Pedrosa, Tovalico el Churumbero, aquel á quien un día Bernardo hubo de vapulear en la cañaílla de Ponce, y otros personajes que maldito si importan á nuestros lectores. 

Entreteníanse aquellos próceres, honra y ornato del pueblo famoso, muchos de ellos en mangas de camisa, en matar al tiempo y en burlar al calor jugando al dominó ó á las cartas, lo cual hacían con el mayor silencio, silencio que era interrumpido solamente por el chocar de las fichas removidas de cuando en cuando, por las exclamaciones ó por los tremendos puñetazos descargados sobre las mesas con que los jugadores se aplaudían un triunfo ó se quejaban de un descalabro. 

—Caballeros, buenas tardes—dijo Miranda, sentándose al lado de la única mesa desocupada.

—Tú, Belloto, tráeme una sangría. 

—¡Hola, D. Enrique!—dijo el Cantudo, sonriendo al recién llegado. 

—Adiós, Miranda—murmuró Toval. 

Los demás jugadores apenas si se enteraron de la llegada del famoso y rústico Tenorio. 

—¿Quién quiere refrescarse la sangre?—preguntó Enrique. 

—Yo, que la tengo echando chirivitas—repúsole el Churumbero, levantándose y haciendo crugir la mesa al colocar en ella la última de sus fichas. Y sentándose junto á Miranda, sacó la petaca, la abrió, encajando una mitad en la otra mitad, y se la ofreció, diciéndole: 

—Miá tú que tiées la cara trompicá; ¿qué te ha pasao? —Nada. 

—¿Y de aónde vienes ahora con la calina que jace?

—De la Mirandola. ¡Como estamos de siega! —Los terrenos se estarán portando, ¿verdá? 

—Como todos, cinco por uno, y gracias; pero dejemos eso: me han dicho que te casas, por fin, con Currita la del Aceitero. 

—Emperreates están los que bien se quieren; pero tan y mientras el tío Juan no se consienta, mejor es nomeneallo. 

—¿Y por qué el tío Juan anda con retranca en esos amoríos? 

—Cabezonás sin fundamento; le han llenao la mollera de sin razones, y dice, que soy un mal trabaja; ¡ya ves tu, yo un mal trabaja! Además, que eso á él no le importa; yo tengo pá vivir con desahogo; si no he estudiáo cómo tú, no ha sío por falta de medios, sino porque naide me lo dijo ni yo me acordé, y sobre tó, que yo con mis tierras de Jotrón y dé Roalabota tengo pá vivir mil y milenta mil veces mejor que él y que toa su parentela. 

—Con paciencia se gana el cielo; ya verás tú cómo el tío Juan cae de su burro y muda de opinión. 

—Allá veremos con qué proceéres arremata el año. ¿Y tú qué? 
—¿De qué? 
—¡De qué ha de ser! De tu marimorena con la e más allaílla der camino; ¡picaro! Y si se logra tu gusto, ¡cómo nos vamos á morir tóos de envidia! 

—Ca, hombre; si eso ya lo he dejado. 

—¿Por imposible? 

—Hombre, imposible no hay nada en el mundo, y la que hace un cesto hace ciento; lo que tiene es que, cuando una mujer está encaprichaílla, no hay nadie en el mundo que la saque de su aguadero. 

—De ese capricho jace ya cinco años, y en cinco años hay tiempo pá olviarse jasta de la manera de andar.

—¡No están ustedes muy locos! En quien menos piensa Dolores es en Agustín; aquello fué un tropiezo, porque no tenía abiertos los ojos todavía; cayó porque sí; pero de entonces acá ha llovido mucho, y ya no son las mismas las alondras que cantaron antaño las que cantan hogaño. 

—¿Por qué dices tú eso? 

—Porque se necesita estar más ciego que Curruco el de Mendieta para no ver lo que está saltando á la vista. 

—¿Y qué es lo que está sartando á la vista? 

—Una cosa muy natural; lo que no puede remediarse, porque el que va á Sevilla pierde su silla, y si la Viñuela la riega Bernardo con el sudor de su frente, claro está que para él debe ser la cosecha, buena ó mala. 

Toval quedóse mirando fijamente á Miranda, como si quisiera metérsele en los ojos de cuerpo entero, y luego, moviendo negativamente la cabeza, dijo: 

—Me paése á mi que no estás tú en la fija; naide mejor que yo pá pensar mal, poique á la fin y á la postre yo estoy resentío con er mozo, y algún día ajustaremos él y yo unas cuentas á ver si salen cabales; pero eso no impíe que yo á cá cuál le dé lo suyo y diga y sostenga que ese zagal es mu bruto y mu fantesioso; pero leal lo es, eso sí, y con un corazón que no le cabe en er pecho. 

—Lo cual no impide lo otro, no seas tú inocente. 

—No seas tú mal pensao, que esa no es la mancha e la mora, que con otra verde se quita. 

—Hombre, me extraña que tú digas eso; parece que tienes miedo al de Casariche; pero tú sabes que yo soy un pozo, y que de lo que aquí hablemos no se entera nadie, ni aunque me confiese el obispo. 


(Sé continuará)

El lagar de la Viñuela. Capítulo noveno




—Es que yo soy un poquito más que nadie, y que yo sé que le va á usted á gustar lo que yo le diga.

—¡Ay, Josús, y qué mañana se ha presentao más pesá y más calurosa, y con más mal arale.

—¡Cuando yo digo que tiene usted algo muy duro en la parte izquierda de ese pechito!

—Pero manque tenga un jierro, ¿á osté, qué?

—Es que yo me estoy muriendo, verdugo; es que esto es un martirio; es que yo no puedo seguir de esta manera; es que yo tengo el alma hecha trizas y hecho trizas el corazón.

—¿Y á mi qué me cuenta osté con eso? Vaya, déjeme osté á mí de música ratonera, que tengo mucho que jacer. ¡Dios, y qué hombre más majaero y más machacón, y más corto e vista!

Y armando en corso la cara, dio un revuelo y se alejó, dejando en medio del arroyo hecho una pieza al más irresistible de los niños bonitos de Almogía.

Cuando Dolores penetró en la casa, llevaba la frente fruncida y llena de enojos la mirada.

El tío Salustiano, sentado en la puerta del corral, mataba el aburrimiento haciendo pleitas; la señá Tomasa, como siempre, en sus horas de ocios oficiaba de hábil calcetera; y el señor .Juan, en quien aún la buena sangre pugnaba por vencer el peso de los años, entreteníase en cribar un puñado de garbanzos.

La casa del cortijo se parecía á todas las de los contornos; había sido edificada bajo la dirección del arquitecto del partido —un peón de albañil retirado del oficio,— y estaba formada por un portal y anteportal en una pieza entrelarga, con una puerta frente á la de la calle, que ponía en comunicación con otro aposento, en uno de cuyos ángulos, sobre enorme fogón, veíase una gran caldera fuera de uso.

Desde esta misma habitación podíase salir á los corrales, ó penetrar en la bodega, llena de enormes tinajas, ó ascender al piso principal, compuesto de amplísima antesala, y un pequeño corredor con varias habitaciones, utilizadas unas como graneros y otras como dormitorios. 

El anteportal era, por decirlo así, la vivienda común, y en su decorado veíase tanto la mano hacendosa de Dolores como la de su pulcrísima antecesora: blancas las paredes; en las alacenas, sin puertas, limpísimos los platos y los objetos de cristal, y además adornado con matas de romero; sobre la chimenea los peroles como ascuas de oro, y encima de la segunda puerta, en apolillado marco de caoba, un San Juan Evangelista en cromo, capaz de hacer escéptico al más creyente. 

Diez ó doce sillas de pino blanco y aneas; cuatro cántaros colocados en correctísima formación en la limpia cantarera, una enorme mesa y tres escopetas vizcaínas, colocadas en la pared en forma de trofeo, completaban el rústico mobiliario. 

—Paéce que Bernardo se ha dormío en el Puerto—dijo Dolores al penetrar en la casa, al mismo tiempo que soltaba en la amplia mesa el cesto de la fruta y se quitaba el pañuelo de la cabera. 

—Antonio el Perma es muy perma pa jacer un trato—repúsole la señá Tomasa. 

—¡Ah! ya se me orviaba: por ahí viene D. Enrique el de Almogía. 

—Me alegro—exclamó el Sr. Juan, soltando la criba y dirigiéndose hacia la puerta. 

—Oye, Dolores, por la cañá no viene naide—dccia momentos después el Cantueso, que con la mano en forma de pantalla sobre los ojos miraba hacia el camino. 

—Se habrá arripintío. 

—Me paéce que tú has soñao. 

—¡Qué sueño ni qué ocho cuartos! Si ha estao hablando conmigo en el huerto. Lo que puée ser es que se haya dío de miéo á un escopetazo que sonó. 

La cortijera contempló fijamente á Dolores, que dejó asomar á sus labios una maliciosa sonrisa. 


CAPÍTULO IX 

La trilla 


La cumbre aplanada del monte colindante con el camino forma, uniéndose ala carretera, hermosa planicie, de donde arranca, como ya hemos dicho en capítulo anterior, el pedregoso carril que conduce al cortijo. 

En esta planicie de tierra roja, que por dos lados muere en las faldas de dos colinas, y por las otras en dos pintorescas cañadas, al lado de un corral, destácase la era donde los del lagar trillan el grano, y desde la cual se dominan los montes salpicados de caseríos, que van á morir en las estribaciones de la sierra de Antequera. 

Era la hora en que el sol se despide; sus últimos resplandores cubrían de oro y de púrpura el encendido ocaso; iluminábase el celaje con todos los colores del iris en maravilloso desconcierto, y las cumbres recortaban con sus crestas desiguales el diáfano horizonte. 

Todo yacía en religiosa quietud; sólo era turbado el silencio por el canto dulce y quejumbroso de la trilla, interrumpido á veces por el acordado grito con que anima, de cuando en cuando, á la fatigada cobra el rústico cantor. 

Era Bernardo el que cantaba; veíasele á los últimos reflejos de la tarde, de pie sobre el ligero trillo, en una mano el ramal con que dirigía los robustos caballos, en la otra crugiente látigo, echada hacia atrás la gallarda figura, recorriendo la era en todas direcciones, mientras Dolores, viergo en mano, cuidaba de que no rebasase el circulo de la desgranada espiga. 

Aquellas dos figuras, bañadas por las claridades del crepúsculo, aparecían llenas de dulces y poéticas sugestiones. El mozo, que ya contaba veinte años, no tenía nada que envidiar al más apuesto; era alto, robusto, de pecho amplísimo y esbelto talle. Su rostro, tostado por el sol y curtido por la intemperie, era de facciones enérgicas, de ojos expresivos, de nariz recta, de flexibles cartílagos, de frente reducida, pelo fuerte, negro y rizoso, boca grande y sensual, y blanquísima dentadura. 

Vestía Bernardo en aquellos momentos humilde traje; era preciso conservar el de gala para los días de fiesta. 

—Pá el trabajo, güeno está lo más malo y lo más peor—decía Dolores; y ya se ve, si lo decía Dolores, no había más remedio que inclinar la cerviz ante el hermoso déspota.

Los pantalones de mallorquín lucían grandes cicatrices; el camisón hacíale la competencia con probabilidades de triunfo; la faja, por el contrario, era nuevecita, encarnada, y teníala ceñida con todo el salero entre á lo cañi y á lo castellano, y lucía sobre la frente sombrero de palma de finísima labor—tejido por la Viñuela,—la cual para aquello, igual que para otras muchas cosas, tenía por manos dos primores.

Calló el zagal, y díjole la muchacha con tono de reconvención: 

—Avívate y sigue cantando, que se jace tarde. 

Miróla el zagal sonriendo, echó atrás la cabeza, y cantó: 

La trilla no se jace 

y er sol traspone; 

la pícara del ama, 

¡qué cara pone! 

—No sé si es mejor que cantes ó que cierres er pico, poique cantando se te va er santo ar cielo, y no trillas más que por los remates. 

Por la vera y por medio 

se hace la trilla; 

por la vera y por medio, 

dice la niña. 

Y al terminar la copla, miró maliciosamente el cantor á la muchacha. 

Ésta, durante el tiempo transcurrido, había llegado á la plenitud de su hermosura; su pechó amenazaba hacer estallar el apretado corpiño; sus caderas se habían redondeado y sus movimientos eran más gallardos y graves. 

El vestido que lucía era también humilde: falda corta de coco obscuro, que dejaba al aire el pie, calzado con fuerte zapato de baqueta; delantal encarnado. Con ancha franja estampada; pañuelo de hierbas al busto, y otro igual arrollado entonces en el cuello. 

Cada vez que terminaba de apilar la paja, apoyábase en el viergo con una mano, colocábase la otra en la redonda cintura, y entreteníase en seguir con la vista en sus rápidos giros al mozo que, ora se destacaba sobre el fondo gris de la ladera, ora sobre el azul pálido del cielo. 

—Oye, Dolores: lo que es ahora escanso; y no me avives más, que me duele ya el alma del trasiego—dijo el muchacho, deteniendo con mano firme el paso de la cobra y saltando del trillo. 

—Escansa, hombre, escansa; pero no más que una chispa; sa menester rematar hoy, y si mañana Dios quiere que haiga viento, aventaremos. 

—Ya lo creo; y si no hay viento, yo soplo y tú aventas. 

Y abriéndose paso al través de la amontonada paja, saltó fuera de la era. 

—Estás mu cansao, ¿verdad? ¡Probetico! 

—jDe juró que sí! 

—Pos en cuántico arrematemos mos vamos, y ¡ya verás! ¡ya verás que sorpresa te doy! ¡Te vas á chupar los deos! 

—Vamos á ver, ¿qué has guisao que no sea lo de tó los días? 

—Anda, aciértalo. 

—Pos has jecho, has jecho... arroz con leche. 

—No, majaero;otra cosa que te gusta más entoavía. 

—Más entoavía? Entonces, cidra endulzá. 

—Éso es; pá que aluego digas que no me acuerdo de ti; le he dao ar saco de la azúcar un tiento que sa quedao temblando. 

—¿Y pá qué le has jechao azúcar, si tus manos son meramente panales? 

—¡Adulaorcillol 

—¡Adulaor yo! Pos si dende que tú viniste al partío san muerto de jachares toítas las mozas e rumpo, y to los mozos andan rastreando tu pista como si jueran poencos; y si no, anda y pregúntaselo a don Enrique, que no jace más que dir y venir der monte al llano y der llano al monte. 

—Y á propósito de D. Enrique, hier mañana estuvo ahí. 

—¡No te lo ecía yo! Ese tordo no se aparta de estos olivares. ¿Y qué era lo que quería? Y al preguntar esto Bernardo, puso torva la frente. 

—Pos na; ó, mejor dicho, yo no sé; se abronco a lo úrtimo conmigo poique no quise que llevara á la casa er canasto de las brevas, y sin ecirme ná pilló el portante, y Dios sabe aónde iría á reponerse del berrinche. 

—A ese mar bicho lo voy yo á encojar pá que no güerva sin muletas por estos andurriales. 

—¿Y á mosotros qué mos importa? Que venga u que no venga jasta que se le caiga er pelo.


[(Se continuará)]

viernes, 28 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo octavo




La chiquilla votó [sic] en los brazos de la cortijera; en vano hizo por batir las invisibles alas, y su madre tuvo que ir en su ayuda, llevándosela á un ángulo para hacer compatible con el pudor el cumplimiento de su sagrado ministerio.

Dolores, desde la noche fatal de la despedida de Agustín, apenas si había dejado vagar la sonrisa en sus labios; siempre grave, siempre taciturna, dedicábase á sus quehaceres con ahinco, con ansia, como si quisiera adormecer en aquel rudo batallar sus pensamientos; el recuerdo del hombre querido no se apartaba un instante de su imaginación; cuando se recibió su primera carta, un gozo íntimo derramóse en su pecho y en el de todos los del lagar.

Agustín prometía la reparación debida; pedía que lo perdonasen, disculpaba su falta el amor inmenso que sentía por Dolores, el no querer alejarse sin despedirse de ella, sin arrancarle un último juramento; la quietud de la noche, el afán de consuelo, la desesperación, el hervor de la sangre, todo hubo de combinarse de tal manera, que llegó la fiebre y el vértigo después, y luego algo ardiente y luminoso, cuyo recuerdo le acompañaba en sus largas y penosas jornadas al través de mil peligros de muerte, en las eternas noches del campamento, en las terribles y gloriosas amarguras de la vida de soldado; pero él volvería á cumplir como bueno y leal que era, aunque tuviera que beberse el mar de un sorbo.

Esta carta devolvió en parte la tranquilidad á los del cortijo; el tiempo, al pasar, fué secando los ojos de la huérfana y despertando en ella algo de sus pasadas alegrías; la murmuración que puso á ochavo y á cuarto su historia en todo el partido, había ido acallándose, y como no hay fruta mas sabrosa que la del ajeno cercado, más de uno y más de dos mocitos de arranques y buenas vestiduras pusieron los puntos en la de la Viñuela, como la denominaban, sin conseguir más que dar suspiros al viento; pues maldito si ella se preocupaba más que de su Araceli, de sus faenas y de ayudar á Bernardo.

Éste habíase acostumbrado á mirarla como cosa propia, y entre ella y su padre tenían, como él decía, hipotecado el corazón, no sin dejarle una gran parte á la niña y á los cortijeros.

Agustín, entretanto, seguía en la tremenda lucha; otra bala volvió á poner en peligro su vida, y seis meses estuvo si se va, si no se va; pero como nadie se muere hasta que Dios quiere, el muchacho, que había ingresado en el hospital de sargento primero, cuando lo abandonó lucia ya en la bocamanga la primera solitaria estrella.

Cuando se enteraron en el lagar del nuevo percance, cada uno salió llorando por su lado, y Dolores, aunque lloró tanto como la señá Tomasa, pudo aquella noche, no obstante, conciliar el sueño, apesar de lo cual no dejó de rezar por su primo, ni de ir con Bernardo todos los domingos á la Ermita, adonde llegaban siempre antes, mucho antes que el sacristán hiciera resollar de monte en monte la enorme caracola, única campana que poseía el rústico santuario.



CAPÍTULO VIII

Ir por lana y volver trasquilado


Al abandonar Enrique Miranda la venta famosísima de las Palomas, puso al trote su fogoso Tordillo con dirección al cortijo de la Viñuela.

Su diálogo con el tío Juanillón había sido muy de su agrado; ¡naturalmente! Lo mismo que había convencido el descendiente del de Casariche á Toval el Churumbero de la fortaleza de sus músculos, podía intentar convencerlo á él, y no debía ser, sin duda, cosa agradable someterse a tan poco útil enseñanza; era preciso dormir con un ojo en vela, y si apesar de sus precauciones se juraba la Constitución, ¡qué se le iba á hacer! paciencia y barajar; no hay negocio sin quiebras ni flores sin espinas, y no todos tienen la resignación del gran orador de Grecia ante las exigencias de la cortesana de Corinto. 

Era necesario hacer corazón de cualquier cosa; jugábase en la partida el gran cartel adquirido á fuerza de romper pedestales y arrojar imágenes de sus hornacinas, y además era indispensable librar la batalla antes que regresara el de Cuba, el cual, según decían, estaba ya preparando la maleta para el regreso. 

Era menester dejarse ya de faroles y navarras, é irse al bicho y jugarse allí el todo por el todo, sin volver la cara, ni dar un paso atrás, ni seguir ninguna de las inspiraciones del miedo, propio solamente de los matadores de pega. 

Verdad era que la cosa no estaba muy mollar; Dolores, cada vez que se lo echaba á la cara arrugaba el ceño, contestábale con acento desabrido, y á la primera de cambio tomaba el portante y hasta más ver, prenda mía. 

Además de esto tenía que soportar á Bernardo, el cual, desde que le veía aparecer, plantábale encima los ojos en son de reto y amenaza, y hasta verle alejarse por la trocha no se los quitaba, así llovieran chuzos de punta ó se salieran de madre los arroyos. 

Todo aquello era para desesperar á cualquiera, y mucho mas á aquel mocito, un Apolo andaluz, con la mar de buena ropa, la mar de fama, y por ende con unos ojos melados y dulces como los de una Dolorosa, la tez pálida y suave, las facciones correctas, curvas las mejillas, el bigote fino, rizoso y negrísimo, como la cabellera, que además era abundante y siempre la llevaba peinada con el mayor esmero. 

Llegó, por fin, el garrido doncel al puente, á poca distancia del cual arranca en rápido declive la trocha que conduce al lagar; detúvose vacilante algunos momentos; decidióse, por fin, y avanzó con cuidado, refrenando con mano firme el potro, pues la trocha, que flanquea el monte hasta llegar al arroyo, es un paso difícil, y un resbalón puede arrojar bruto y jinete á los cuadros de hortalizas ó entre las frondosas ramas de los frutales del reducido huerto. 

Al llegar al promedio de la vereda se detuvo Enrique; había divisado á Dolores, que, de puntillas y alargando los brazos, arrancaba el fruto ya maduro de una de las higueras y colocábalo en tosco cesto tapizado con hojas verdes. 

—¡Buenos días - le gritó Enrique, al par que arrojaba una mirada escrutadora á su alrededor. 

Volvió la Viñuela, sorprendida, el semblante, y, al ver á Enrique, no pudo reprimir un gesto de desagrado, y murmuró, al par que contestaba al saludo con una inclinación de cabeza: 

—¡Mala mañana se ha presentao! 

Para Enrique no pasó inadvertido el gesto; pero como estaba decidido á ir de una vez al vado ó á la puente, saltó del caballo con la elegante limpieza de un acróbata, ató las riendas á uno de los arbustos, y dirigiéndose rápido y gallardo hacia donde estaba la Viñuela, díjole con voz acariciadora: 

—Así me gusta y me regusta; madrugando como las alondras y como el lucero matutino. 

—A quien madruga Dios le ayuda. 

—Según y como está de humor y caen las pesas; ¿le ha ayudado á usted hoy? 

—Yo, como me alevanto siempre trempano, lo mesmo pillo el mal tiempo que el güeno.

—Pues lo que es hoy, apesar de estar raso, debe estar nublo[so], á no ser que usted al buen tiempo le ponga mal[a] cara. 

—Eso e[s] [c]u[e]stión de vista; ca uno tié de un color los cristal[es] de los ojos, y lo que usted ve claro lo pueo yo v[er] un poquito turbio y un poquitico más. 

—¿Y h[oy] cómo está osté viendo las cosas? 

—Más [ne]gras que er jollín; ¿y osté? 

—Yo de [c]olor de cielo. 

—Pues [os]té gana; apúntese osté un tanto, y tan y mientras me voy, porque lo que es esto ya se arremató.

Y dici[en]do esto, la Viñuela puso algunas hojas verdes s[obr]e el sazonado fruto y colocóse el cesto al cuadril. 

—Eso [sí] que no lo permite Miranda el de Almogía; ven[ga] ese cesto, que lo voy yo á llevar con toito el salero. 

—No [puée] ser de risa; se va osté á relajar de la cintura; sería eso darle una pesaumbre al hijo de su [madrecica] e su corazón. 

—Ca, [D]olores; si yo soy fino y fuerte; ¡asi fuera afortu[nad]illo! 

—¡Q[ué] más fortuna! Pos sí toito er mundo ice que sí no [e]s de osté la mar y los barcos es poique no le gusta [á o]sté er salitre. 

—S[i] [fu]eran mías la mar y los barcos, y la tierra y las es[tre]llitas del cielo, todito lo daría yo, con la sangre [de] mis venas, porque usted no tuviera tan durillo el corazón. 

—[Cu]ánta generosidá, y cuánto rumbo, y cuánta calore jace. En fin, quédese osté con Dios, que yo me v[oy]. 

—[Es] que yo la quiero acompañar á usted; le pudiera [a u]sted pasar algo en una encrucijada, y eso sería [un]a lástima; deme usted el canasto. 

—[No] puée ser, hombre, muchas gracias; ni yo nece[sito que] naide me acompañe. 


(Se continuará)

jueves, 27 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo séptimo




—Están tan malas las cosas ogaño, que yo ya he perdío jasta el nombre. 

El memorialista lo miró con extrañeza, y después, sonriendo con aire de triunfo, le dijo: 

—Como usted quiera, mi amigo. Y el sobre ¿á quién se le dirige? 

El tío Cantueso sonrió con aire bonachón y le repuso con acento irónico: 

—Al Pae Santo, en Roma. 

El memorialista, viéndose burlado, se encogió de hombros, echó en el canastillo el importe de su trabajo, que le entregara el tío Cantueso, y cuando ya le vio en la puerta, díjole, sonriéndose también: 

—Vaya usted con Dios y que llegue la carta. 

Desde allí se fué el Sr. Juan á la posada y le dijo al dueño: 

—Oiga osté, mostramo, ¿quiée osté jacermo un favor más reondo que una piña? 

—Eche osté por esa boca. 

—Pos quisiera que me pusiera osté un sobre pá un hijo que tengo en Cuba. 

—Con mil amores, ¡no faltaba más! 

Después de echar la carta al buzón del correo, metiendo en él cuanto pudo el brazo, y esperando algunos instantes, no fuera, por arte de encantamiento, á volver la carta á salir, cogió de nuevo su cabalgadura, y orgulloso de sí mismo por lo gallardamente que había salido del paso, púsose en un periquete en el lagar, y dijo á la señá Tomasa, con aire de triunfador: 

—Ya va pá allá la carta, y no se ha enterao ni la tierra; estas cosas sa menester jasellas con sabiuría. 

Pasaron varios meses, durante los cuales apenas si se le vio el polvo á Dolores, y, al que hacía nueve, una noche el señor Juan, montado en uno de los mulos y seguido de otro con jamugas, salió con dirección á la capital por trochas y vericuetos, y antes que despertara el día estaba de vuelta con una viejecllla, que no permaneció en la Viñuela más que hasta la noche del día siguiente, en el que el cortijero la reintegró á sus hogares. 

Desde entonces empezó é notarse gran movimiento en la casa. ¡Cosa extraña! Parecía que un nuevo rayo de sol había iluminado el cortijo; una nueva escapatoria tuvo que hacer aún á Málaga, también de noche, el señor Juan; esta vez llevaba con gran primor entre los brazos un lío, de donde, de vez en cuando, escapábase un gritó infantil. 

Al regreso del cortijero empezó á dejarse ver de nuevo Dolores, pálida, ojerosa, llena de languidez; llevando casi siembre en brazos una chiquilla, que, como es natural, hubo de llamar grandemente la atención de todos los convecinos de los cortijeros. 

El primero que les hubo de preguntar á quién pertenecía aquel retoño, fué el tío Anselmo el del lagar de Ponce

—Oye, Juan, ¿de quién es esa gurripata?—le preguntó, abriendo mucho los ojos. 

—De una hija de mi primo Antonio er de Osuna; la probetlca, al nacer, esgració á la madre, y como no tié á naide más que á mí, y... como la iban á echar ar torno, y mi casa es el arca de Noé, y mi Tomasa tiée un corazón que es armíbar, y... 

El Cantueso no estaba acostumbrado á mentir, y, está claro, todo aquello lo dijo torpemente, con indecisiones y balbuceos. 

El del cortijo de Ponce le miró con sorna, rascándose detrás de una oreja.

—¡Probetica Isabel! ¡Tan regüena como era y tan jacendosa, y con un lunar tan regracioso como tenía en la cara!—repúsole el tío Anselmo muy seriote, y como conmovido por la prematura muerte de aquella supuesta parienta del señor Juan el Cantueso



CAPITULO VII 

Sigue la historia antigua 


Cuando el de Ponce se hubo marchado, dijo el señor Juan á su mujer, con acento lleno de acritud: 

—¿No te lo ecía yo? Esa es mu gorda y no cuela. ¡Camará con el tío Anselmo, y cómo me la ha degüerto con refalción! 

—Pero ¿qué ha sío lo que ha pasao? 

El Cantueso le contó lo ocurrido, y concluyó diciendo: 

—Lo mejor era lo que yo pensé; habérsela dao pá que la criara á Juliana la Pecosa; esa tié mucho que agraecernos, y es más güeña y más callá que un confesionario, y allí naide se hubiera comió la partía; Málaga es muy grande y naide se entera allí de la matanza del vecino, y cuando hubiera güerto Agustín, entonces se hubieran puesto las cosas en su lugar. 

—Mía tú, eso no podía Dolores consentirlo, ni yo tampoco; ¡angélico e Dios! Tan escuchimizá como ha nació, y dejarla en manos ajenas. ¡Vaya, que se le quite eso de la cabezal; y aluego que la probetica ya mos conoce, y apenitas la llamo regüerve los ojos pa buscarme y encomienza á tenderme los bracicos. ¡Vaya, eso no puée ser! Si es la alegría de la casa, y lo mesmo que lleva ya aquí cinco meses llevará cinco eterniáes; y si la gente dice, que diga; ya se jartarán, y á la postre y al fin tiéen que enterarse; ésas cosas pasan bajo los tejaos desde que er mundo es mundo; y aluego que too esto, Dios mediante, se arreglará, y tóos se quedarán arveando de limpios. 

—¿Y si Agustín no gorviera? 

—¡Jesús y qué cosas dices! ¡Vaya, y qué ganas de afligirme! Será mucha esgracia que le dieran otro balazo al probetico. ¡Hijo de mis entrañas, y qué penitas no habrá pasao solito por esos hespitales! 

—Cuestan mu caros los galones; paéce mentira que el probe haya aguantao er plomo; es que tiée poca sangre y güeña encarnaura, y no te creas tú que él se contenta con lo ganao; mu clarito mos lo dice en sus cartas, «No voy á casarme jasta que llegue á oficiar,» quiée que su Dolores sea oficiala y tenga un asistente más grande que un castillo. 

—Mejor sería que se queára e sargento y tomara la arsoluta. 

—¡Cuarquier día jace eso! El chavalete ha salío con la sangre ardorosa y mu bravo. ¿No ricuerdas lo que leía el periódico, que se había batío como un león? 

—Mejor estaría con mosotros, peleando con la vía. 

—¡Cualisquiera le píe el quién vive cuando güerva! ¡No va á venir mu venteao el mozo! 

En aquel instante sintióse llorar á Araceli, y dejando á su marido con la palabra en la boca se dirigió la señá Tomasa hacia las escaleras con toda la ligereza que le permitían sus años y su tremenda carga de carnes, volviendo á poco con la rapacilla en los brazos. 

La chiquilla era casi un vivo retrato de Agustín; tenía los ojos azules, grandes y melancólicos, la tez blanca y suave y rubios los sedosos cabellos. 

Su carita demacrada y pálida, sus labios descoloridos y su cuerpecillo descarnado, presagiaba una infancia peligrosa. 

—¿No ves, no ves lo que sabe esto? ¡Apenitas la cogí, callóse como una zorra! ¡Pícara Dolores! ¡Pícara madre, que no le da de mamar a la niña! Pero mira, Juan, mira cómo se sonríe. 

La chiquilla, entretanto, alzaba los brazos, mordisqueándose los puños, y estirábase apoyando los pies en la carnosa cintura de la abuela. Poco á poco el semblante de Juan fué perdiendo la tensión de costumbre, inclinó poco á poco el cuerpo hasta formar con él un ángulo, apoyó ambas manos en las rodillas, y con la sonrisa en los labios y los ojos llenos de ternura empezó á jalear á la muchacha, que le pasaba las aterciopeladas manos por el atezado rostro. 

—Anda, anda, y cómo te han puesto los mosquitos— dijo riendo él tío Salustiano, que apareció en la puerta del corral con la indispensable tomiza y el ya en él histórico manojo de espartos. 

—¡Si la envidia juera tiña, agüelo, cómo andaría la cristiandá!— exclamó la seña Tomasa. 

—¡Yo envidia! ¡De juro! 

—Sí, sí, envidia; no te avergüences; Juan, que ese viejo indino es peor que tú, y esta mañana, sin que naide se lo dijera, estaba meciéndole la cuna y oseándole las moscas y cantándole serranas; ¡conque ya ves tú! 

El tío Salustíano, viéndose descubierto, miró con tremenda y cómica actitud de amenaza á la cortijera, y dijóle ahuecando la voz: —¡Delataóral En aquel instante apareció en la puerta Dolores con el cantarillo de la leche, que colocó sobre la mesa, y avanzando hacia el grupo, y dejando escapar una de esas exclamaciones de amor maternal que no tienen nombre, dijo, encorvando el cuerpo y alargando las manos á Araceli: 

—¡Vente, vente conmigo, querubín, que estarás esmayaíca! 


(Se continuará)

El lagar de la Viñuela. Capítulo sexto




—El mesmo, el mesmo, que es una pistola montá y tiene un corazón más grande y más duro que la piedra roá é Santa Marta. 

—¡Bah!, abuelito, parece mentira que usted diga eso; ese mozo no va á ninguna parte; á ese le injerto yo y da bellotas. 

—Pos vete con cudiao tú, no te vaya á salir la bestia respondona y jaga contigo lo que con Toval el Churumbero

—¡Qué fué lo que hizo con Toval? 

—Pos na cuasi, y eso que el mozo es de los de jierro al cinto y mano larga. 

—¿Pero qué fué lo que hizo con él? 

—Pos que Tovalillo empezó á buscarle la boca, y como Bernardo es más callao que un cerrojo, el otro se creyó que to er monte era orégano, y una tarde día e Sin Juan,—allá en la cañailla e Ponce, no sé por qué le dio un arrempujón; metió mano al corte y se fué con las de Caín pa el chavalillo; pero como éste es mu vivo y mu bruto, lo pilló en un revuelo, le quitó la herramienta, se la guardó mu tranquilo y endispués echó er cuerpo alante y quince dias estuvo Tovalico en un baño de árnica, sin que naide supiere aonde tenía los ojos, ni la boca ni las narices. ¡Como que cuando hablaba parecía jacerlo desde un sótano! 

—Pues mire usted, tío Juanillón, apesar de eso no he sentío repeluznos. Puede que algún día se entere usted de lo que da de sí la carne de ballena. Y sobre todo, Bernardo ¿qué pito toca en este asunto? 

—¿Qué pito? ¡Un millón e caracolas, camará! Pos si Dolores juera su hermana de padre y madre no la querría más que la quiere, y sobre to, que dende que los viejos están jechos tres muebles es el amo de to y allí su voluntad es el número uno y no se jace más que lo que él boquea, y jacen bien; er mozo, mejorando lo presente, es una prenda, y si el barquito sigue navegando es por él y por Agustín, que jace to cuanto puee, que puee mucho; es ya to un presonaje: es arférez. ¡Arférez en cinco años! Ya ves tú si habrá tenío que achuchar er mozo, y la verdá es que yo no sé cómo lo cuenta ni cómo ha resistió los dos balazos sin soltar la pelleja. ¡Sa menester tener duro el cuero! 

—Tiene usted razón; por más que en eso entra por mucho la fortuna. 

—Sí, sin dúa; pero también sa menester entrañitas e bronce; pos si cuando güerva sería un contra Dios no salir a recibirlo con música y fuegos artificiales. 

—¿Y se sabe cuándo volverá? 

—En cuántico trinque el otro galón, güerve pa casarse con Dolores; el hombre tiée consensia y no quiée dejar juera der palomar esa palomica blanca que le trujo er mar paso; por más que yo creo que la espiga no maura. 

—Como que parece que no es hija de Dolores. 

—Pos lo es, sigún dicen. 

—En fin, abuelo, me voy; no quiero que á la vuelta me coja la noche. 

—Pos jasta endispués, y ya sabes: mucho ojo, que la vista engaña—repúsole el tío Juanillón, levantándose para tenerle el estribo. 

Enrique montó con la ligereza propia de sus veinticinco años y partió al trote del fogoso bruto, después de estrechar la maño al viejo, que murmuró, viéndole alejarse envuelto en una nube de polvo dorado por el sol: 

—Yo ya se lo advertí, y si se emperra se la va á jallar, y si se la jalla, que con su pan se lo coma.



CAPÍTULO VI 

Un vistazo atrás 


Preciso es que antes de seguir hagamos algo de historia retrospectiva para que no vayan del todo á tientas nuestros lectores por las páginas de este libro. 

Como era de temer y como se puede deducir del diálogo mantenido por Enrique Miranda y el tío Juanillón en la venta de las Palomas, el mal paso de Agustín había tenido gravísimas consecuencias. 

Tres ó cuatro meses hacía ya que el mozo andaba á tiros con los insurrectos, cuando una tarde, Dolores, que habíase demacrado y andaba siempre con una nube muy negra encima del alma—después de contestar con un borbotón de llanto á unas preguntas de la señá Tomasa, un poquito puesta en cuidado con el á ojos vistas desmejoramiento de la Viñuela,— arrojóse ésta al cuello de su tía, que la llevó á su cuarto, donde sostuvieron una larguísima conversación. 

Al salir la señá Tomasa y Dolores de la estancia donde hubo de tener lugar la conferencia, lo hizo la primera con el rostro purpúreo y las manos en las sienes y la segunda con los ojos escaldados y las mejillas como la grana. 

—Por la Virgen Santísima, tía Tomasa, por la Virgen Santísima no le diga osté na al tío; mire osté que si se lo boquea me tiro por un barranco. 

—Hay cosas que no se pueen callar manque se quiera, Dolores; hay cosas que pa no verlas hay que saltarse los ojos. ¡Charránl ¡Y lo que ha jecho! ¡Dios mío y lo que va á decir tu tío cuando se entere! ¡Qué esazón más grande, Virgen santa, que esazón más grande! 

Cuando la noticia le fué administrada al Sr. Juan, lo cual hizo la señá Tomasa con la mayor delicadeza, y el viejo pudo darse cuenta de lo ocurrido, ¡Dios de Dios!, tuvieron que dejarlo solo. ¡Vaya un genio el del hombre! Él tardaba en irse del seguro, pero cuando se iba era un trabucazo; verdad es que la cosa era para arrancar á cualquiera. Si Bernardo era su mano derecha, Dolores era el más dulce de los recreos de su vejez. Dolores se lo había ganado con sus buenas acciones y sus zalamerías, y la traición de Agustín le dolió como una puñalada. 

Durante varios días nadie se atrevió á mirarle frente á frente. Como que los pasó el hombre hablando solo, mordiéndose los pulpejos, peleando con su sombra y sembrando el aire de amenazas que metían miedo. 

Al fin y al cabo, como no hay temporal que no amaine, tornaron las aguas al río, y 

—No llores más—dijo bruscamente una tarde á la muchacha,-no llores más. ¡Lástima que á un parral tan gracioso le haya caío la ceniza! Y to por ese zanguango que no vale lo que un jálito de tu cuerpo; en fin, á lo jecho, pecho; yo le pondré á ese mozo cuatro letras que le van á picar más que un pimiento chirle; eso ha sío un sacrilegio; tú debías haber estao pa él más sagrá que la Virgen en la ermita. Ha escupío á lo alto y á tos mos ha llenao la cara e saliva; pero lo que él ha ensuciao sa menester que lo lave, y lo lavará, ¡vaya si lo lavará!, jasta que te deje otra vez más blanca que la flor del armendro. 

La carta á Agustín fué motivo de grandes discusiones. ¿Quién la iba á escribir? Ninguno de los de casa se atrevía á llevar á cabo obra de tales magnitudes; tampoco era cosa de poner á un extraño al corriente de lo que ocurría; el mal grano se muele en molino propio. Unos opinaron que el señor cura, otros que el maestro, otros que el arzobispo de Sevilla; pero cuando ya todos se desesperaban ó, mejor dicho, votaban por el primero, el Sr. Juan se dio en una pierna un manotazo capaz de truncar una pirámide y murmuró con aire de triunfo: 

—Ya sé yo quién la va á escrebir sin que se entere naide. 

Y sin exponer la idea concebida, retiróse á descansar, para á la mañana siguiente, cuando aún las estrellas esmaltaban el azul, coger el jaco y salir con dirección á Málaga. 

Apenas hubo soltado, ya en la capital, en el parador de San Rafael, especie de Hotel Roma para los próceres de Iznate y Alfarnatejo y otras parecidas procedencias, apenas hubo soltado el jaco, repetimos, se dirigió y metióse en uno de los portales de memorialista de los varios que aún viven en la ciudad bravía de las doscientas tabernas y una sola librería, á expensas de soldados amantes, criadas enamoradas y labriegos sin acepillar. 

El memorialista, un viejo obeso, pulcro, sonriente, con gafas de oro, calva medio cubierta por un gorro, color sano, bigote encanecido y mirada maliciosa, hízose pronto cargo de aquel mal negocio, y después de acariciarse durante algunos instantes con el extremo de la pluma las mejillas, con aire grave y meditabundo dio comienzo al trabajo en hermosos y clarísimos caracteres. 

Cuando hubo terminado, leyó para sí lo escrito con gran atención, ultimó con algunos acentos, puntos y comas la inspirada página, y después, volviéndose con aire de docta suficiencia hacia el Sr. Juan, dio lectura en alta voz á la carta, que era una filípica capaz de conmover, no ya á Agustín, sino á la mismísima roca Tarpeya. 

—Mu rebién que está eso; ¡pero mu requetebién! 

—¿Y quién firma? 

—Ponga osté: Tu padre. 

—Hombre, siempre se pone, el nombre de pila. 


(Se continuara)

El lagar de la Viñuela. Capítulo quinto



Agustín la llamó con voz queda, y su propia voz le causó miedo: pensó entonces en retirarse, pero la calentura empezaba á martillar en sus sienes; no quería partir sin despedirse; un dulce atosigamiento empezaba á anudarle la garganta; empujó las entornadas hojas, introdujo el brazo, apartó la silla; el leve rumor de la puerta le convirtió, durante algunos instantes, en estatua. 

Reaccionáronse después todas sus energías, como para vengarse de aquellas timideces, y le hicieron penetrar rápido y sigiloso en la sala y llegar junto al lecho. 

El sueño de la Viñuela debía ser una pesadilla; su rostro estaba humedecido por el llanto, su respiración era febril, la cobertura, en la fatigosa brega, había sido arrollada, sus brazos arqueábanse sobre sus cabellos en desorden, su seno alto y virginal aparecía casi desnudo. 

Agustín se puso lívido, sus ojos se llenaron de voluptuosa atonía, contempló con dulcísimo arrobamiento á la hembra dormida; resonó de nuevo, sin que él la oyera, la tos bronca de su padre. 

Una hora después, anegada en lágrimas, Dolores asomábase á la ventana de su cuarto para ver á Agustín, que, aún entontecido por el choque del placer y el dolor, alejábase lenta, muy lentamente, como si fuera tirando del terrible peso que debía llevar en la conciencia.

Llegó el mozo al ángulo del camino, se detuvo allí algunos instantes; los perros le acariciaban las piernas gruñendo cariñosamente; los tintes blanquecinos del cielo empezaban á anunciar el día; en el cortijo de Millán cantó un gallo, el de la Viñuela le contestó, y entonces Agustín, después de arrojar un beso, un último beso á Dolores, se alejó ¡quién sabe si para nunca más volver! por el solitario camino. 


CAPÍTULO V 

En la Venta de las Palomas. 


La venta de las Palomas era y es conocida en casi más de la mitad de la provincia, y por todo el que en un tiempo se dedicara al matute armado, ó sea á introducir, jinete en un caballo de alados pies, mucha ciencia, y con un retaco en la concha, tabacos ó sederías de Gibraltar en la tierra famosa de los boquerones, también famosos, ó por los que, rebasando un poquito más las fronteras de lo conveniente, dieron tanto que hacer á Zugasti; gran pirandón en que Dios puso tanta vista, tanto olfato, tanta gramática parda y tanto estómago como se necesitan para que de los caballistas andaluces no queden más que cuatro pelones encuerinos sin poder y sin lacha, que aún no han dado los buenos días, cuando ya los del tricornio los han metido en cintura para escarmiento de guapos de pega y ladrones de secano. 

Juanillón el ventero, que de arrendador había ascendido á gran contribuyente, debía, según malas lenguas, toda su fortuna á la amistad estrecha que le uniera un tiempo á los famosísimos Niño de Morón, Chato de Benamejí, Urdiola y Cabrera el Potronsillo, los cuales de vez en cuando descolgábanse por el partido á cometer alguno de sus desaguisados con algún que otro rico trajinante, ó con alguna de las diligencias que recorrían entonces la tierra de María Santísima, á donde el progreso no nos había traído aún la locomotora, ni se había llevado, en cambio, tantas cosas típicas y bellas, como ha espantado con sus silbidos. 

Juanillón, apesar de sus sesenta y pico de años, era el viejo mejor plantado de aquellos alrededores, y sin tener en cuenta lo blanco de sus cabellos, sus labios sumidos, que parecían empeñados en besar el cielo de la boca, ni su cara hecha arrugas, dobleces, y hasta signos cabalísticos, era enamorado como Pichichi, jacarandoso y neto como el que más, y como el que más aficionado á pelear, al peleón y á pelar la pava; pero como en lo tercero no encontraba ya moza de su gusto que le hiciera mohines y carantoñas, con harto dolor de su corazón, entreteníase en dirigir, mediante sabios consejos, á todos los mozos de los Verdiales en sus cábalas amorosas. 

Era de ver al viejo vestido con lo, ya casi del todo relegada al olvido, indumentaria de los majos sus coetáneos, escuchar con recogimiento casi religioso las querellas de los que iban á contárselas y á que les dijera la buenaventura, lo cual hacía el hombre dándose más tono que un tiempo la inmortal sibila ante el sagrado trípode. 

Era de ver al viejo, repetimos; y de saber manejar los pinceles no hubiéramos dejado de trasladar al lienzo su figura adornada con el usado marsellés de paño catalán con caireles de plata, camisa sin almidonar, ancho ceñidor encarnado que le cubría desde el pectoral izquierdo hasta casi la ingle derecha, pantalón corto de pana, polainas ya sin el fleco de correa que las adornaran en su juventud, y zapatos que, como los cascos del caballo de Atila, donde se posaran no debería volver á crecer la hierba. 

Durante todas las estaciones cubríase Juanillón la cabeza con un pañuelo de los que por acá llamamos de tomate y huevo, anudado sobre la nuca, y durante todas las estaciones, y á todas las horas del día y de la noche, tenia al alcance de la mano el viejo retaco de dos cañones, con el cual, según afirmaba, no le ponían el pelo de punta ni el Cid Campeador ni el mismísimo moro Muza. 

—Hola, abuelo. Dios guarde á usted—díjole una mañana, deteniendo el paso de su Tordillo, Enrique Miranda, el de Almogía. 

—Y á tí también, güen mozo. ¡Cómo le has tomao querencia á estos manchones! 

—Es que voy á Málaga. ¿Y qué se cuenta entre la gente de mérito? 

—Ná que meresca er cuento, ¿pero no te asientas una miaja y jecharemos un prejendi

—Sí, lo echaremos—contestó Enrique saltando del potro y dándole las riendas al ventero. 

Éste ató la cabalgadura á uno de los postes que sostenían la parra cubierta de hojas verdes y negros racimos. 

Enrique, entretanto, sentóse en una de las toscas sillas puestas á la sombra para tentar á los caminantes, y sacando la petaca, se la ofreció á Juanillón

Volcóla éste casi del todo en la palma de la mano, y dijo después de arrojar una mirada inteligente y olfatear la aromosa picadura: 

—¡Carpense ligítimo! 

Después de hacer un cigarro y encenderlo como lo encienden los fumadores de cepa, y tras una poderosa aspiración, siguió diciendo con los ojos entornados: 

Carpense superior; jugándose la pelleja dos pesetas de utiliá en libra, mercándolo en Gibraltar y vendiéndolo en Málaga. 

—Lo que es hoy, como no sea algún que otro mochilero, eso se acabó ya. 

—Tiés razón, ya se acabó la levaúra de la gente de guapeza; hoy ya no hay quien se atermine á jugar al pilla pilla en er monte. 

—Parece que lo dice usted con pena. 

— ¡Dejuro! con pena, poique er contrabando no es un robo; es una pelea de poer á poer, y er que puée má se arza con er santo y con la limosna; y si no ¿quién es er que cobra las puertas? Er Gobierno, ¿verdad? y al Gobierno, ¿quién le da licencia pa jacer eso? Mosotros á la juerza, ¿no es asina? Pos bien: si mosotros se la damos, mosotros se la quitamos; poique entre quitar lo que mos pertenece ó comer rayos que mos partan, creo que la razón no hay naide que mos la niegue.

—Tal vez tenga usted razón, abuelo. 

—En fin, no jablemos más de esas cosas poique se me emberrenchina la sangre. ¿Vas á Málaga por mucho tiempo? 

—-Ca, no; vuelvo esta misma tarde. 

—¿Y tú sabes cuál es el camino más corto?,—preguntóle con sorna y disimulando la sonrisa. 

—Ya le creo -repúsole Enrique, para el cual no había pasado inadvertida la sonrisa del tío Juanillón

—Por el caminito de Santiago se va en un soplo. 

—No hombre, no es guasa; te lo digo mu formal. 

—¿Y cuál es ese camino? 

—Pos por la trocha del cortijo é la Viñuela y en un periquete sales por Matagatos. 

Miranda se retrepó en la silla, hizo un mohín malicioso, quitóse el sombrero, alisóse con la mano el lustroso cabello y repuso:  

—No es mal camino ese, tío Juanillón, no es mal camino; por lo menos á mí no me lo parece, y me gusta de verdad. 

—¡Vaya! ¡Como que es un encanto! Pero también es peligrosillo e veras, y si se te van los pieses te errumbas y vas á escapar mu dolorío. 

—Ca, hombre, si yo ando hasta por los aleros de los tejados como si fuera por los llanos de la vega. 

—Ya me sé yo de memoria tu habiliá pa los malos caminos; pero ese es peor entoavía poique está acotao y el guarda es un puerco espín que al mesmísimo lucero de la tarde le mete un puazo. 

—¿Y quién es ese, el hijo del de Casariche? 


(Se continuará)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo cuarto



La melancolía de éste, cuyo carácter fue modificandose merced al mar de ilusiones en que habíalo hundido su buena fortuna; los últimos bríos del tío Salustiano y del señor Juan, y el reposo de la señá Tomasa, que veía acercarse con profundo desasosiego la época en que su hijo tendría que alejarse tal vez para siempre de los nativos lares. 

Esta idea era su más grande martirio; perseguíala doquier y á todas horas, quitándole el sueño, llenándole el alma de lúgubres presagios, haciéndole á veces despertar despavorida y acongojada. 

La guerra ardía en Cuba, la nación enviaba allí su más florida juventud, convirtiendo la colonia en necrópolis; apenas si volvían algunos de los que marchaban. ¡Y cómo volvían! Ella había visto con sus propios ojos a Pepe el Chivatín, á aquel mozo que de una puñada rompía un cántaro y con un suspiro calentaba un poste, demacrado, sin sangre, muriéndose á chorros. ¿Y Antoñico Melones? ¡Qué lástima de jastial, con los dos brazos menos! Pues ¿y los que se habían quedado por allá? Tovalico el Testaferro, Sebastián Cárdenas, Alfonsico Ribalta y veinte más; la espuma de la espuma: aquello era un dolor. 

Hartarse de criar un hijo, hacerlo un hombre, estar mirándose en sus ojos para que luego, cuando le dé la repotente gana, le diga el Gobierno á sus padres:— Venga ese mozo, que ya está en sazón para que le peguen un tiro, o para que le dé el vómito, ó para que lo parta un rayo. 

Llegó por fin el día fatal. ¿Y á qué entretener á nuestros lectores con más detalles inútiles? Agustín fué designado para Cuba; los trasatlánticos esperaban el cargamento de gente nueva: el dolor abatió sus grandes y negras alas sobre el cortijo; el día anterior á aquel en que Agustín debía incorporarse á su batallón, parecía el lagar un campo santo; las labores habían sido suspendidas, todos tenían el corazón lleno dé lágrimas; como es llorar cosa impropia de hombres de temple, andaba el Cantueso de acá para allá ahogando el suspiro, parpadeando, hablando solo, y dando de puntapiés al perro que osaba ponerse al alcance de sus zapatos de baqueta. Los ojos de la señá Tomasa eran canales, y el tío Salustiano bendecía mentalmente su inutilidad, que ponía á su mozo fuera de aquel peligro. 

Dolores y Agustín no se separaron durante todo el día; uníanlos las fortísimas lazadas del amor y la pena. ¡Cuántos juramentos, cuánto fervoroso suspiro cambiaron entre sí durante aquellas horas! 

Cuando llegó la noche, todos salieron al llano silenciosos y tristes; la luna ascendía, haciendo palidecer las estrellas; el silencio era solamente turbado por el rumor del viento en el ramaje, por la esquila de la potranca, que retozaba bajo el cobertizo del corral, o por los ladridos de los perros. 

El paisaje tenía algo de solemne; sobre el monte, que en rápida gradación yérguese frente á la casa, agitaban los árboles sus verdes ramas; allá, en lo alto, sobre el fondo cristalino del cielo, algunos copudos algarrobos rompían la monótona aridez de las cumbres; ni una nube empañaba el purísimo azul; sobre el torso informe de una loma blanqueaba el cortijo de Millán, el más visible desde el de la Viñuela.

-¿No me olvidarás, Dolores?-preguntó Agustín a la huérfana, posando en ella sus ojos con interrogadora ansiedad. Alzó ella, poniendo en los de él los suyos, melancólicos y apenados, y le repuso:

—¡Cómo olviarte, si te tengo en el alma, Agustín; si voy á morirme de la congoja de no verte!

—¡Ay qué ricas y qué dulces son para mí tus palabras! Cada una de ellas es un capullo en flor y un amanecer del cielo; yo te juro, prenda mía, que tu recuerdo será lo único que me consuele, y cuando vuelva, que volveré, pues no habrá bala que no se embote en tu relicario, cuando vuelva, ¡ay, Lola, cuando yo vuelva!

—Pues no tardes, Agustín, que si tardas vas á encontrarme amortajaíta.

Pasaron las horas; el tío Salustiano intentaba consolar á los Cantuesos contando la vida y milagros de algunos que habían tenido en la guerra una suerte portentosa. 

Sebastián Brioso, por ejemplo, ya lucía el distintivo de sargento segundo; con un poquitillo que apretara llegaría á primero, y Dios, sólo Dios, sabía dónde iría á parar; pues ¿y Gonzalo, el hijo del posadero de Casabermeja, que en un periquete había llegado á cabo primero y estaba en la Habana como las propias rosas?

—Sa menester escansar—dijo el Cantueso, levantándose;— antes que claree mos iremos pá Málaga. ¡Qué se le va á jacer! Cuando Dios lo manda, mos lo tendremos mereció.

Agustín se incorporó en el lecho; no podía pegar los ojos; el llanto, ya sin dique alguno, corría abundante y silencioso por sus mejillas; lloraba el mozo con inmovilidad de estatua, sin una contracción, sin un gemido: su dolor era viril y grave. 

Mil encontrados pensamientos daban tumbos en su imaginación; á las pocas horas se alejaría, tal vez para siempre, de la mujer amada, de sus padres, de sus amigos, de aquellos lugares; reproducíanse, pensando en esto, de un modo rápido en su mente, las escenas de aquella vida apacible, y en todas ellas la figura de la Viñuela. Aún sumergido en las perfumadas penumbras del oasis, presentía la aridez del desierto que iba á cruzar. Adiós, horas de quietud! ¡Adiós, serenos crepúsculos, alboradas purísimas, diálogos encantadores, miradas ardientes, arrobadoras sonrisas de amor; adiós, y quizás para siempre, decía el mozo con voz queda y acongojada! 

Era preciso marchar, y él quería evitarse, y evitar á todos, lo doloroso de la despedida. ¿Para qué prolongar el martirio? Lo mejor era partir cuando todos estuvieran entregados al sueño. 

Se reclinó sobre el alféizar dé la ventana; sus ojos fueron posando tristes miradas de despedida sobre los árboles, que parecían gesticular en las vertientes; en las pintorescas cumbres, bañadas de luz pálida, donde un tiempo apacentara el ganado; en los pencares que circundan el caserío; en la lejana era, donde tantas veces se adormeció arrullado por el cantar de los trilladores; en las gavillas puestas en filas junto á los trigales recién segados, y mirando todo esto pasaron las horas, y el cuco cantó en el inmediato olivar, y Agustín irguióse desesperado y decidido. 

Sobre una de las jardas de harina, apiladas en un ángulo de la habitación, estaba el traje dominguero, y en un lío todo el equipaje, varias mudas de ropa blanca, donde la señá Tomasa hiciera primores, patas de gallo ó punto ruso, sobre la muselina morena. No se olvidó la buena mujer, ni de los escapularios, ni de parte de sus humildes economías, que colocó en una bolsa de labor casera, ni de otras pequeñeces, que sólo las madres no dan al olvido en tales angustiosos momentos. 

Agustín se vistió, casi llorando, sin hacer el menor ruido; andaba descalzo y de puntillas; parecíale que iba á cometer un crimen; deteníale, sobresaltado, el más leve rumor; concluyó, por fin; sentábale admirablemente el traje de gala; también se diferenciaba en esto de los mozos de los alrededores: eran más elegantes sus hechuras; la cazadora era amplia y sin entallar, la faja quedaba oculta por el chaleco, lo holgado de los pantalones disimulaba lo escuálido de las piernas. 

Cogió, ya vestido, el lío del equipaje, los zapatos nuevos, arrojó una última mirada sobre aquellas paredes, mudos testigos de sus penas y regocijos, y sintióse desmayar. 

Hacíasele muy cuesta arriba no despedirse de Dolores, no arrancarle un último y sagradísimo juramento, para recordarlo cada vez que la desconfianza se aposentara en su corazón. 

Salió, por fin, á los corredores; ¡si estuviera despierta!— pensó, mirando hacia la puerta del cuarto de la huérfana. 

Tras algunos instantes de vacilación, soltó los zapatos y el pañuelo y dirigióse hacia la estancia de la mujer querida, temblando nerviosamente, mirando, lleno de susto, á todos lados, aguantando la respiración: el ladrido de uno de los perros turbó el silencio; Agustín se detuvo, jadeante, con la frente cubierta de sudor frío; pensó volver atrás, pero algo irresistible le empujaba hacia adelante; en algunos pasos tardó algunos minutos; ora la tos cascada de su padre, ora un chasquido de las maderas, ya el golpear de las bestias en el establo, ya el crugir de sus propios huesos, hacíanle detenerse; llegó, por fin, junto á la puerta como rendido por larga y penosísima caminata; estaba entornada solamente, una silla era el único baluarte de aquella seductora fortaleza; la luna invadía el aposento; allá en el fondo veíase la revuelta cama, en donde, sin duda, se había librado una lucha penosa entre el llanto y el insomnio; sólo se oía la respiración de Dolores. 


(Se continuará)

El lagar de la Viñuela. Capítulo tercero (y 2)




Desde el día en que Dolores penetró en el lagar, pareció que una nueva ráfaga de luz alegraba aquellos horizontes; la señá Tomasa la recibió con los brazos abiertos, Bernardo casi con indiferencia; el padre de éste, después de mirarla con cariñosa expresión, dijo:

—Güena suerte se mos ha metió por las puertas. ¡Es er lucero matutino! ¡Dios la bendiga! 

Y Agustín clavó en ella una mirada de profunda admiración, y no apartó los ojos de su cara durante todo el tiempo que estuvo á su lado. Pronto empezó la cortijera á sentirse compensada del sacrificio que representaba aquel aumento en la familia; Dolores dió comienzo á emplear sus juveniles bríos en provecho de todos; ella amasaba y cocía el pan, que mejoró en tercio y quinto, merced á sus puños y buenas mañas; ella lavaba, cosía, cuidábase de condimentar la olla, y de tal modo no dejaba nada por hacer, que hubo de decirle en algunas ocasiones la seña Tomasa:

—Esto no puée seguir asina; yo voy a ajilarme, y tú vas a dar un reventío.

—Bastantes madroños ha dao ya la madroñera, que tiée osté callos en las manos y en er corazón; ahora me toca á mí; pá eso tengo los remos nuevecicos, y sa menester cudiar esa presona, que es mi pañico e lágrimas. 

Pronto dio comienzo Dolores a ganarse la voluntad de todos los del cortijo, que desde su llegada empezó a ser denominado, como la muchacha, el de la Víñuela

Con el único de ellos con quien anduvo un tiempo un sí es no es encogida, y llena de timideces, fué con Agustín, el cual no la dejaba ni á sol ni á sombra, arrastrando constantemente a su alrededor su perezosa inutilidad. 

En un principio, maldita fué la gracia que le hizo a ella el constante mariposeo de aquel tarajallo que no abría la boca más que por trimestres vencidos. 

Poco á poco, y á fuerza de dejar tiempo atrás, fué encariñándose con él, cobrando vaga simpatía por aquella alma en pena; y muchas veces, viéndole, acudía la sonrisa á sus labios, y entreteníase en desconcertarle con algún gracioso mohín ó con alguna frase burlona. 

Era el mozo un vago interesante; todos, menos la cortijera y Bernardo, mirábanle con despego por su apatía y mala voluntad para el trabajo: desde que Dolores quedó instalada en el cortijo, llegó á su apoteosis su pereza; hasta cuando tenia que ir á Málaga hacíalo protestando, á regañadientes; pero, ya puesto en camino, era un rayo para ir y volver: las ventas comenzaron a dejar mucho que desear, lo cual hizo que un día el Cantueso le dijera con sobra de razón y de retintín, y de mal gesto:

—Mía tú, pá esos viajes no san menester alforjas; has vendío un rial más barato que tóos, y eso es una perrá; pá seguir asina, mejor es que yo vaya y te merque un corchón de pluma y un abanico pá que te refresques, y un papagayo pá que te distraigas. 

Como esto hubo de decírselo el señor Juan delante de la huérfana, enrojeció Agustín hasta en lo blanco de los ojos, y permaneció silencioso. Metió Dolores el capote, y

—Oye, primo—le dijo con tono de reconvención cuando se hubo alejado el Cantueso,—sa menester que te avives y que no mos des más disgustos; tu padre tié razón jasta la paré de enfrente.

—Pero ¿tú te disgustas cuando mi padre me regaña?— preguntóle el zagal, mirándola con extraña expresión.

—Estás tonto meramente; ya se ve que sí, que me enfáo.

Agustín fue a contestar algo, pero no se atrevió sin duda, y se alejó con la cabeza inclinada. Un día, la señá Tomasa le dijo delante de su prima:

—Mía, hijo, ¿polqué no enseñas á leer y escrebír á ésta? Asina, cuando tú, el año que viene, te vayas a servir al Rey, ella podrá ajustar las cuentas.

—¿Pero éste tiee que dir al servicio?—preguntó Dolores con inquietud.

—Como Dios no lo remedie no habrá más camino, y con jarta pena mía.

Dolores quedó pensativa; habíale preocupado la afirmación de la cortijera. 

Agustín empezó á oficiar de catedrático. ¡Cuánta era su alegría cuando se sentaba junto á ella! ¡Cuántos y cuan dulces sus emociones cada vez que su cuerpo rozábase con el de la zagala, ó cuando le sonreían sus labios! Dolores empezó á ver por otros cristales á su primo; fué adquiriendo éste á sus ojos profundo relieve; sus miradas llegaron á hacerla ruborizar y á despertar en ella dulcísimas vaguedades: cuando su voz resonaba en sus oídos blanda y acariciadora, y sentía posarse sobre los suyos sus ojos ávidos, y pletóricos á la vez, de halagos, turbábase hondamente y no sabía qué decir ni de qué postura ponerse. Una tarde, hablándole de su probable ingreso en el ejército, Agustín, que ya habla dado comienzo á romper trabas y a saltar miramientos, le dijo:

—Mira, prima, cuando pienso que tengo que irme, no sé lo que me pasa; me parece que tengo dos corazones y que uno se me echa á llorar y otro á reír; antes que tú vinieras cerraba los ojos y me veía con la mar de cruces y de entorchados, y le hubiera metido espuela al tiempo para llegar más pronto al servicio; pero ahora, ahora que te tengo aquí ya es distinto, y con un ojo, con el de la ambición, veo las cosas más relucientes que una onza de oro, y con el otro más negras todavía que un corazón de luto.

—¿Y porqué tiés tú ganas de ir al servicio?

—¿Que por qué? Porque sí; porque á mí esto se me viene encima; porque yo no he nacido para cortijero, aunque me esté mal el decirlo; porque yo creo que yo tengo máquina para más; porque aquí, si no fuera por ti, que eres rocío del cielo, se me secaría el alma como si fuera estopa.

—Lo que tú tiées es pereza.

—No, prima, no es pereza; no seas tú como todos; mira que, hablando contigo, tengo el corazón fuera del pecho.

—¿Y porqué es eso asina?

—Yo no sé por lo que es; pero desde que tú viniste brilla pá mí el sol más y mejor que nunca, y huelen los zarzales como si fueran matitas de romero, y cantan mejor los pájaros, y donde tú pones el pie nacen diamelas y alelíes, y cuando estás como ahora, la parra es un palio y la silla un altar, y tú la Virgen Santísima, y yo un pobretico ermitaño que se pasa la vida reza que te reza porque tú consientas en quererle aunque no sea más que una chispitilla de cuando en cuando.

—¡Vaya con don Chamaricito! ¡Vaya con la mosquita muerta, que paece que no rompe un plato!
¡Vaya si se explica!

—No tienes buen corazón, prima, siempre dices lo mismo; ya sé yo que no te merezco, ya lo sé; pero pronto te verás libre de mi; aquí nadie me quiere y nadie tendrá que apenarse si me matan en la guerra, que me matarán y harán bien, y yo le alabaré el gusto á quien lo haga.

—¿Te quiées callar?—¡Tú sí que tiées mar corazón!— exclamó Dolores con acento emocionado, llevándose las manos á los ojos.

—¡Vaya una parejica güeña!—pensó la señá Tomasa, mirándolos por la entreabierta ventana, y al notar que Dolores llevábase á los ojos la mano, dirigióse á los zagales y preguntó á Agustín con tono de reproche:

—¿Por qué llora tu prima? ¿Qué le has dicho?

—Yo nada.

—Sí, sí, él, él, que tié mala sangre; él, que me está diciendo que en cuantico se vaya á la guerra va á jacer por que lo maten. A la señá Tomasa por poco se le encoge el corazón al oír aquello; y tal vez habríase echado á llorar si Agustín no hubiera vuelto la hoja diciendo con la sonrisa en los labios:

—¡Tonta de remate que está! Ha sido una broma; no se apure usted, madre, todo lo contrario; verán ustedes como, cuando vuelva, voy á entrar en Zapateros con espadín y sombrero de tres picos. 

Ocho meses después no era un secreto para nadie los amoríos de Agustín y Dolores, refiriéndose a los cuales decía el Cantueso muchas veces, al contemplar su hijo:

—¡Condenao, y qué suerte! ¿A quién habrá pedío emprestao Dolorsilla los ojos pa ver de güen color á este zángano, que es el arbo de la guasa? 

Lo cierto es que, según parecía, Dolores lentamente, y Agustín en gran velocidad, habíanse metido los dos en el paraíso del amor, y daban vueltas y más vueltas á la dulcísima y tentadora manzana.



CAPÍTULO IV


Cosas que pasan todos los días.



Pasó el tiempo, eterno enterrador de grandezas y pequeñeces, pesares y alegrías, y concluyó por enterrar la libertad de la huérfana, que se declaró vencida por el amor de Agustín.



(Se continuará)