lunes, 28 de enero de 2013

Cromos andaluces



Andalucía sigue siendo un almacén de ridiculeces, un silo de mamarrachadas y un filón inagotable de épicas invenciones. Los andaluces debían llevar unos crótalos en el bolsillo para saludar con gentiles piruetas á los extranjeros; debían esgrimir gallardos navajones para hurgarse en los dientes, y debían llamar con flamencos berridos á los amigotes en las calles, á las damas en los salones y á los camareros en las fondas y en los cafés... Porque es inútil, admirables paisanos, que intentemos destruir la leyenda; es inútil que se desgañiten millares de criaturas gritando que en Andalucía no se imponen los chulos, ni triunfa el flamenquismo, ni es venerado el matón, ni es adorada la pelandusca que bailotea danzones salvajes; es inútil que se indignen asegurando que los toreros son unos dignos industriales, económicos y hormiguitas, sin pizca de locura heroica, que el amor no se pone la careta trágica con más frecuencia que en cualquiera otro país, que la fantasía no aplasta á la vulgaridad rastrera bajo su imperio y que el dominio de lo pintoresco no embellece la vida. 

Inútil, señores míos. Andalucía, tierra excepcional, gracias á las faramallas de los exploradores literatos, seguirá produciendo cromos, y una selvatiquez imaginaria, un brío pasional inventado, excitará, á costa del pueblo andaluz, la risa de medio mundo y atizará los lúbricos ardores del universo entero. Y, ¡qué caramba!, esto no es denigrante. Lo mismo da que nos imaginen trabajando en un gran taller, con la severa blusa, ó trajinando en una oficina, con la cazadora democrática, que azacaneando en el porche de una iglesia ó junto á los muros de un circo taurino, engalanados con chaquetillas de joyante seda, entre clérigos rijosos é iracundos, hembras diabólicas y canes traspillados. 

Lo mismo es, porque en nosotros está nuestra valía, y no en la ajena opinión; porque la, calumnia de pintar como conquistador, ardoroso y violento al que es tímido, helado y apacible es de las más tolerables... Pero lo que subleva es que nosotros, los calumniados, alentemos con nuestras zoncerías á los falsificadores. Los infundios de Dumas y Gautier palidecen ante los cuentos de ese hidalgo pintor de panderetas que se llama don Arturo Reyes; las bizarras ocurrencias de algunos próceres sevillanos dejan tamañitas á las del mismísimo ingente forjador de absurdidades españolas Sr. Richepin. 

¿No ha sido maravillosa, digna de que la archiven historiadores y la canten poetas, esa fiesta andaluza con que han obsequiado á D. Alfonso en Sevilla? Lo tradicional, lo clásico, lo típico, lo castizo... Los Reyes no podían impedir que les regalaran con unas racioncillas de condumios regionales, y celebróse el magno festejo. ¡Y qué festejo, qué clásico, típico, castizo y tradicional festejo!... El Señor nos ilumine y nos ampare.

Unas muchachas con mantones de Manila; unos mocitos con alamares, sombreros de queso y camisolas abullonadas; unos jácaros con guitarrillas y ciencia en los «dátiles»; unos «cantaores» con «silgueros»- en la garganta—¡pobrecitos míos!—; unos «bailaores» esbeltos, ondulantes, ojinegros y desgonzados como bayaderas—¡pícaros!—y venga de ahí... ¿Cómo se pela la pava? Pues una chiquita se envuelve en el fausto de su mantón, reclínase en los hierros del cancel, pone en blanco los ojos y sonríe á un alentado mancebo que cruza las piernecitas y oprime graciosamente el cigarro entre el índice y el pulgar, como si fuera á retratarse... ¿Una «juerga»? Pues cencerrean las guitarras, se yerguen los «cantaores», encrestados, altivos y sacerdotales, y se deshacen los bailarines—¡ay! ¡Salomé!— piafando y meciéndose y desmayándose ¡Jesús María! 

Y sería ridículo proclamar que los mantones con sus pagodas, sus árboles de pesadilla y sus pálidos chinitos, se pudren en el fondo de las arcas; sería ridículo decir que las mozuelas reciben á sus amantes «de trapillo», con la joya de una flor entre el lujo del peinado, y que la «penilla» del «cantaor» y las contorsiones del ninfo bailarín arrancan burlas y engendran carcajadas... Sería ridículo y nadie lo creería. Y el autor de Espada, la nueva espagnolade, ese René Maugars á quien elogia Gómez Carrillo, nos miraría estupefacto, asombrado de que alguien calificase de sandias y disparatadas sus creaciones.


Pármeno.

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