Alzó olla los brazos, y procurando no hacer el más leve rumor, entrelazó las ramas del naranjo, hasta formar con ellas á modo de verde dosel sobre el dormido, le contempló algunos instantes más y se alejó, llevando en la cabeza toda una sublevación de cosas raras y ardientes.
Cuando Bernardo despertó, estaba algo más tranquilo.
—Sa menester barcinar las últimas gavillas á la era—murmuró levantándose.
Al llegar al arroyo encontróse con el tío Salustiano, que avanzaba lentamente hacia los algarrobos del camino.
—¿Dónde va su mercé?—preguntóle Bernardo.
—¿De aónde vienes tú?
—De regar el huerto.
El tío Salustiano miró á su hijo con insistente y amenazadora fijeza, y después díjole con acento un tanto acre:
—Acompáñame más allaílla: tenemos que jablar de una cosa mu fea que se ma venío al magín.
Bernardo mudó de color, inclinó la cabeza y siguió al de Casariche.
Cuando hubieron llegado al sitio elegido, sentóse el viejo sobre una de las piedras, soltó los espartos y
la soga en que trabajaba, y
—Ponte elante e mí, que yo te vea bien los ojos y jasta el fondo der pecho—dijo al zagal, que avanzó
bruscamente, haciendo lo que su padre le ordenara.
—Óyeme bien—siguió diciendo éste al par que le miraba con imponente severidad;—óyeme bien lo
que te voy á icir.
—Diga su mercé lo que quiera; ya le escucho.
—Jace ya muchos días que una zumaya me está contando unas cosas que, si jueran verdá, merecerías tú que te llevaran al patíbulo, y esta mañana he visto algo de lo que me contó la zumaya, y he sentío
ascos de ti, Bernardo, ascos de ti.
—Y ¿qué es lo que á su mercé le ha contáo la zumaya?—preguntóle el mozo con acento trémulo.
—Tú jabla cuando yo te pregunte.
—Lo que su mercé quiera, padre, lo que su mercé quiera.
—Pos bien; antes de ná voy á icirte una cosa pá
que no la orvíes, pá que te la claves en er corazón,
pá que te la bebas manque te sepa á jieles, pá que
estas pícaras canas, cuando me muera, las pueas tú
besar sin reconcomio de consencia, pá que este probe viejo no tenga que maldecirte, y después que morirse de pesaumbre en un hespicio ó en un hespital.
—¿Qué he jecho yo pá que esté me diga eso?—preguntó enérgicamente Bernardo, á quien aquellas palabras habían llenado él corazón de lágrimas.
—Entoavía no has jecho ná—repúsole el viejo,
que sin querer había ido dulcificando su voz,—pero vas por una mala trocha; y has de saber tú que er
tío Juan y la tía Tomasa, cuando estábamos á la clemencia der cielo, y yo ya no tenía más alimento que
darte que mi sangre y mi cariño, mos abrió da par
en par las puertas e su cása, f mos las abrió cuando
los probes ya estaban a la cuarta pregunta; y la tía
Tomasa es como si juera tu mesma madre, y el tío Juan lo mesmo cuasi que si juera yo, y Agustin, tu hermano, y Dolores, Dolores... la mujer de Agustín, es icir, tu hermana también, y no te igo mas, Bernardo, no te igo más: ¡mas dáo una congoja, que no me la merezco!
Y al decir esto, vibraba la voz del anciano triste y
querellosa.
Bernardo estaba profundamente conmovido, inclinada respetuosamente la cabeza ante el viejo, con
las manos cruzadas, como un delincuente humilde
ante un juez venerable.
Cuando el de Casariche hubo pronunciado las últimas palabras, levantó la cabeza el zagal; todos los
músculos de su rostro estaban en dolorosa tensión.
—¿Si su mercé me premite?...
—Di lo que quieras.
—Pos bien: yo quisiera irme; yo buscaré y encontraré trabajo en otros lugares.
—Y yo, ¿qué jago entonces tan y mientras?
—Su mercé es pá mi un ala del corazón; bocáo
que yo tome será el que á su mercé le sobre.
—¿Y el tío Juan? No, no puée ser eso asina; el tío
Juan sin ti, sin el arrimo de tu poer y tü güena voluntá, se viene abajo; lo que sa menester es ser
pruénte, y ser leal, y ser hombre de bien.
—Lo que su mercé mande se jará—exclamó Bernardo, que volvió á inclinar la cabeza, y se alejó lentamente, mientras el de Casariche, mirándolo alejarse, decía:
—Probetico mío, ¡qué güeno es! ¡Picaras mujeres,
y cuántas penitas mos aportan!... ¡Por vía é la Verónica.... pues no tengo cuasi el corazón encogió!
Y el pobre viejo, al decir esto, se restregaba violentamente los ojos con las flacas y temblorosas
manos.
CAPÍTULO XIII
En el tiro de gallos
Era día de San Juan, y grandes y chicos, ricos y
pobres, se dispusieron todos á celebrarlo, como es
costumbre en los Verdiales desde los tiempos de Matusalén y la Nanica, según hubo de afirmarme uno
de los subarrendadores del caserío de los López, lugar siempre elegido para situar en él el real de la
feria.
El programa era el de siempre: tiro de gallos, baile en la tienda, en un á modo de colgadizo de cañas
y lonas levantado en una planicie frente al cortijo,
y todo esto, como es natural, aderezado con su poquito de murga y su mucho de peleón y yunquera.
El tío Antón -empresario del tiro- llegada que fue la hora, colgó de una estaca, en una loma próxima,
un gallo, orgullo y honra de su gallinero, el cual
habían de disputarse los tiradores de más ringorrango del partido.
Cuando el tío Antón, desde la puerta de su casa,
vio que para divisar la víctima necesitábase un telescopio casi, murmuró con acento satisfecho, mirando á su decrépita consorte:
—Lo que es éste, serrana, mos lo comeremos mosotros en pipitoria.
—Eso será lo que Dios y Estébanes el cojo, y Bernardo el de la Viñuela, y D. Enrique el de Almogía dispongan.
—Manque resucite y venga á tirar Antoñico el
Nomeapuntes, no le atina; no ves tú la cencia con
que está puesto en él palitroque.
La tía Zerona se encogió de hombros y se alejó
murmurando:
—Manque lo pongas entro un cofre en un cajorro,
le pegan un tiro esos condenáos.
Ya, por la tarde, empezaron á llegar los tiradores
con las indispensables escopetas; unos a pie, otros
jinetes en sendos pollinos, y otros en más nobles
cabalgaduras, vistosamente emperijiladas; todos afeitados, vestidos de limpio, la mayoría con ceñidísimos pantalones, amplias y sueltas chamarretas de
mallorquín, y sobre ellas el chaleco desabrochado,
prenda usada por ellos solamente cuando repican
muy gordo.
Los ricachos iban como embragados en sus trajes
nuevos, y los mozos más enamoradizos, los Tenorios y los Mejías de aquellos alredores, dispuestos á hacer tremolar bandera de parlamento á todo corazón mujeril con sus caídas de párpados, sus galas
festivales y los matajos de albahaca puestos detrás
de la oreja con todo el arte que exigen los cánones
del buen gusto en todo el territorio comprendido entre el barranco del Sol y los linderos de la ermita.
También apareció por una loma Enrique Miranda,
jinete en su Tordillo, que avanzaba con airoso trote, el cuello enarcado y como queriendo unir la pequeña cabeza de aventadas narices al vistosísimo pretal.
Llevaba el jinete reluciente escopeta de dos cañones sujeta al arzón de la airosa montura jerezana, sobre la que gallardeábase vestido con amplio pantalón gris sujeto con trabilla á los calados brodequines de becerro blanco; vistosa canana repleta de cartuchos; camisa de bordada pechera, en la que lucía
brillantes botones de oro; ceñido marsellés que modelaba admirablemente su elegante busto, y ancho
parero melinado, á lo tunante y galán, sobre la sien
derecha.
Dirigióse el tío Antón precipitadamente á tenerle
el estribo al mocito más pinturero de Almogia y á
decirle quedo y con voz lastimera:
—Mostramo, á ver si tiée osté cariá y miramiento,
no por mí, sino por el gallo, que está mu delicáo
de la cresta.
Al llegar Bernardo, Rosita, la hija de los López,
su incorregible enamorada, se asomó á la puerta de
uno de aquellos edificios vestida con falda de color
rosa, corpiño blanco con tiras de encajes y con casi
tantas flores en el pelo como pueden producir en
Mayo los cármenes de mi tierra.
Contestó secamente al saludo del mozo, y rígida y
espetada sentóse en el zaguán á lucir su carita morena de grandes y dormidos ojos garzos, su boca
fresca y purpurina y su cintura de avispa.
Dió comienzo el tiroteo, haciendo, resentirse gravemente á todos los árboles de las cercanías; pasado
algún tiempo, durante el cual los primerizos pusieron el plomo en el Torcal de Antequera, decidiéronse, por fin, los. tiradores de cartel á hacer algunas de
las suyas, y pronto el cojo Estébanez y el hijo del de
Casariche contristaron el espíritu del tío Antón, que
hubo de colocar en el madero la tercera futura victima.
Disparó á su vez Miranda sin conseguir acertar;
lo tenía nervioso la presencia de Bernardo; éste le
miraba con aire provocativo, con ganas sin duda do
partirle un alón, como hubo de prometerlo á Dolores, y al ver rebotar la bala disparada por Enrique
un metro más allá del blanco, dijo con tono de
zumba:
—Va a ser menester avisar á los der pueblo, no
vaya á ocurrir una esaborisión.
—Yo lo que hago es que le corto á usted un estornudo de un balazo—repuso Enrique, mirándolo
con expresión sombría.
—¡Josús, María y José!—exclamó el zagal estornudando ruidosamente.
Miranda, pálido y amenazador, dirigióse hacia el
que le provocaba.
Bernardo, al verle avanzar, sonrió con expresión
brutal de triunfo y le dijo con acento vibrante:
—Como se arrime osté más er canto un pelo tan
siquiera, der primer tortazo va osté á darle del tó la
güerta ar mundo.
Todos los asistentes, comprendiendo que de no
mediar ellos iba el apuesto señorito á tener que llevar á cabo aquel larguísimo viaje, rodearon á Miranda y al de Casariche.
—¡Mía tú que con el terral que corre meterse en esas honduras!
[(Se continuará)]
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