Publicado en: La Lectura (Madrid). 9/1904, página 194.
OTOÑALES, por Arturo Reyes.
Los poetas andaluces quieren despuntar por el colorismo. ¿Lo consiguen? No. Son poco objetivos, y á su arte se escapa el color.
Son líricos que derrochan la savia poética, no muy abundante, en alardes de pompa retórica. Si fuesen poetas descriptivos, si el sentimiento del paisaje y una visualidad penetrante les ayudaran, sus versos sabrían pintar, tendrían relieve, dibujo y color.
Contra lo que se pregona, no creo que sean coloristas. Ellos se empeñan en serlo, y lo aparentan. Mas, raspando la costra del barniz retórico, yo noto, más que la falta de términos gráficos y de imágenes objetivas y corpóreas, la carencia de emoción natural, al ver y reproducir.
De las costumbres populares no recogen la nota pintoresca.
No responden por cierto al ímpetu de la sangre morisca que en herencia llevan en sus venas. Más bien tiran á la austeridad del alma castellana, que disfrazan bajo la hinchazón del habla meridional. Lo que ha dado en llamarse color, pompa descriptiva, es la hipérbole, el énfasis, un desborde verbalista.
Del temperamento artístico de la raza árabe no les ha quedado nada, ni el sensualismo, ni la pasión del color.
¿Dónde se hallan? ¿En qué poeta andaluz pueden señalarse esos caracteres?
Ahí está Otoñales. Muchos de sus versos intentan ir por esos caminos. Hasta, en busca de esa orientación estética, evoca andanzas de la morisca gente, que un día vivió, siglos ha, en el solar de España, y más tarde marchó á errar de nuevo en los fronterizos desiertos africanos.
Por ellos va la caravana
de mercaderes cristianos
y mercaderes hebreos
y mercaderes asiáticos
á descansar á Medina,
la de los áureos naranjos
y los verdes tamarindos;
en donde Dios ha esmaltado
de mirtos y de nenúfares
y de arrayanes los campos.
y mercaderes hebreos
y mercaderes asiáticos
á descansar á Medina,
la de los áureos naranjos
y los verdes tamarindos;
en donde Dios ha esmaltado
de mirtos y de nenúfares
y de arrayanes los campos.
¿Dónde está la sensación del desierto solitario, á través del cual rueda el soplo del simoun las arenas caldeadas? ¿Y el color? Lo habría maravilloso en esa caravana de tan distintas gentes, con trajes diferentes, pomposos, coruscantes.
Falta en estos versos de Reyes el ímpetu de la pasión morisca, ardiente é impulsiva.
No la entraña esta súplica de un caudillo al pie de una celosía:
Ven, pues, conmigo, agarena,
hasta el Yémen perfumado,
que si no, muero de pena...
hasta el Yémen perfumado,
que si no, muero de pena...
Ni tampoco es esa la pasión que aqueja al árabe
de una tribu en la que muere
del mal de amor él que ama
si no logra al ser amado.
del mal de amor él que ama
si no logra al ser amado.
¿Y el sensualismo oriental? Esa sed de placeres nunca saciada, ¿dónde está? De aquella castidad que encubre el hambre de la carne, esa idealización del goce de los sentidos por un refinamiento de las sensaciones, que parecen espiritualizarse, característica de la sensualidad y de la molicie amorosa en las kásilas orientales, en los versos de sus poesías guerreras y religiosas, y hasta en los mismos versículos bíblicos, ¿hay en el libro de Reyes algún dejo, un poco de su sabor y de su acento semejante al arrullo de las aves en el misterio epitalámico de los nidos á la claridad blanca de las noches con estrellas?
No los encuentro. No respira ese aire sensualista la estrofa, en son de reclamo amoroso, con que el enamorado muslín llama á la cristiana mujer con que sueña, diciéndola con voces suplicantes:
Ven al alcázar para amar labrado,
donde el goce en dorado
cáliz se bebe y el dolor se esfuma;
ven, y en tu seno adormiré, bien mío,
mi insoportable hastío
y tú en mí la tristeza que me abruma.
Ven y verás cómo el placer enerva
el pesar y conserva
á su conjuro su verdor la rama;
ven, que la fuente del amor se agota,
y con su última gota
por nuestros labios endulzar, nos llama.
el pesar y conserva
á su conjuro su verdor la rama;
ven, que la fuente del amor se agota,
y con su última gota
por nuestros labios endulzar, nos llama.
Yo he buscado en el libro Otoñales el reverdecer del espíritu morisco en nuestros poetas andaluces de que se habla, y cuya existencia han creído encontrar algunos críticos. No he sido tan afortunado. Hace tiempo, cuando leía á Zorrilla, y más tarde cuando repasé algunas páginas de Alarcón, encontré ese deje árabe, unas reminiscenias del alma de aquel gran pueblo, cuyo arte sensual y de color, supo tan intensamente sentir y crear. Pero los actuales, no sólo no se lo han asimilado, pero ni siquiera lo han comprendido. Y es lástima.
Hablan con larga tirada de versos rimbombantes, de blancos alminares, de calados ajimeces, de patios con arrayanes y de surtidores con aguas vivas, cuyo rumor murmura amores de sultanas y de esclavas, de abencerrajes con invencible cimitarra al cinto, pero no pasan de hacer un muy cómodo inventario. Pero una evocación plástica del vivir de aquella raza y un resurgimiento, por atavismo, del espíritu sentimental, más bien de pasión y de sensualismo de los árabes desterrados, un día ya lejano, partícipes del solar hispánico, eso no lo han hecho, mejor dicho, no lo han conseguido si lo intentaron.
La leyenda morisca préstase á derramar sugestiva poesía, un encanto sin par, en los versos de nuestros líricos, si tuviesen el temperamento ad hoc. Por desgracia, aunque muchos se empeñan en decir lo contrario, los poetas andaluces ni son sensuales ni son coloristas.
Hay en el libro de Reyes una modalidad artística personal, muy suya. Son los diálogos en jerga villana, en el argot popular de las clases bajas. No estimo ese lenguaje ni muy gráfico ni muy pintoresco. Desde luego es necesario declararlo antipoético. No es que yo, á la antigua usanza de los retóricos intransigentes, tocados de un amor á lo clásico que no comprendieron, considere á la poesía con un lenguaje especial, cernidas las palabras nobles y desterrando por completo toda frase en que se advierta tufillo plebeyo. No van por ese lado mis reparos.
Creo, sin embargo, que el lenguaje poético, sin huir el donaire y la llaneza de la expresión popular, debe buscar un estilo noble, de limpia sangre, la mayor riqueza léxica y el mejor abolengo del habla.
Reyes compone bien los diálogos que supone en gentes de la clase baja. No es que á ellos lleve el aire popular, la sana musa de las calles que también suele sentir y también sabe cantar. Falta en ellos la suprema gracia del arte. El desaliño es corriente, y un vulgarismo á cuerpo descubierto nos sorprende á cada paso.
Otros han celebrado ese savoir faire, y aunque no comparto por entero esa opinión, á su fallo me atengo. A este propósito, recuerdo siempre el chispeante dialogar en verso del insigne D. Ramón de la Cruz, todo donaire, fuerza gráfica, plasticismo pintoresco, y, sobre todo, agudeza de ingenio y naturalidad de expresión.
En cambio no son de mi reino, ni han entrado nunca en mis gustos, que siempre los han repugnado, los diálogos de López Silva, en que una musa desgreñada ha dicho cosas que han asustado á los menos escrupulosos paladares.
También hay en el libro de Reyes composiciones tirando al corte clásico. Ya pasadas de moda, cuando no se trata de insignes poetas como Carducci, D'Annunzio, Sully Prodhomme ó Heredia, renovar ese molde más retórico que intensamente artístico, me parece perjudicial empeño.
Cantar á Venus, cuando el soplo pagano no hincha nuestro espíritu; desenterrar á Nerón, sin tener la potencialidad creadora y de evocación de un arte retrospectivo, y mucho menos sin hacer antes renacer en nosotros el espíritu de la época, la pasión y el sentir de un pueblo, cuya vida no hemos podido asimilarnos por una trasposición del sentimiento, me parecen cosas fuera de sazón, frutos á destiempo, sin color, sin aroma y sin sabor. Resúltanme por tanto esos versos de un lirismo enfático, flores de trapo.
Siento que la sinceridad me obligue á hacer estas confesiones, y que la obligación me fuerce á consignar tantos reparos. He elogiado otras veces en Arturo Reyes ciertas cualidades de novelista, que me siguen pareciendo dignas de estima y loa. La lectura de Otoñales no me lo ha dado á conocer como un buen poeta. Por eso regateo las alabanzas. Dicen que su primer libro de versos era una esperanza de un nuevo lírico en España. No lo conozco. Si es así, este paso no ha sido de avance, y es
de lamentar que se hayan malogrado los arranques primeros del poeta. No es tiempo aún de desesperar, y aplacemos, para fecha cercana, si persiste en sus empeños poéticos, un juicio que sea menos circunstancial que el presente.
Ángel Guerra
0 comentarios:
Publicar un comentario