—Es que lo que tengo de licencia son tres meses, y no es cosa de casarse en la escala del vapor.
—¿Pero, es de verdá que tiées tanta priesa pa irte?
—¡Y tanta! por eso necesito que usted me diga los pasos que tengo que dar.
—Uno alante.
—¿Y hace falta algo?
—Cá, pos si con lo que tú has mandao tié ella más vestíos que casullas el obispo; pero ella no sabe ni jota de esto: se los he mandao yo jacer de contrabando; poique ahí aondé tú la ves tan mansica, tié más orgullo que don Rodrigo en la jorca, y no quice de ti ni un soplo en un ojo jasta que estéis como Dios manda.
—Sí que es orgullosa, más de lo que debe.
—¿Y anoche, qué? ¡Buen palizón sus disteis!
—No tal; está enfadada conmigo; pero ya haré yo que se la quite el enfado. Ahora hablaré con ella de nuevo.
Cuando bajó Agustín, ya Dolores sabía que éste iba á hablarle; habíaselo dicho la cortijera.
—Dios te bendiga— díjole el oficial, sentándose familiarmente á su lado.
Ella le contempló con extrañeza; creíale disgustado por el desplante de la noche anterior, y le, hizo poca gracia la expresión acariciadora y risueña de su rostro.
Agustín adivinó la causa de su extrañeza, y le dijo con voz llena de plácidas gradaciones:
—Te sorprende que no esté enfadado contigo, ¿verdad? ¡Qué quieres! Lo estuve anoche, pero ya pasó; lo que me dijiste fué poco grato para mí: tus palabras tuvieron tilos y puntas; no obstante, en algo tenías y tienes razón mirando mi conducta desde tu sitio; tal vez yo debí regresar á los dos años; pero en ese tiempo era yo sargento segundo; ¿qué porvenir podía yo ofrecerte? Yo quiero para ti el paraíso en este mundo, y en el otro la gloria; yo quiero que todos los que forman mi piña sean felices; yo quiero poner velas de terciopelo á mi barco; pero para conseguir esto, necesito subir algunos peldaños más; yo, si no hubiera sido por ti y por nuestra Araceli, estaría en la manigua, donde, si es cierto que llueven balas, es cierto que también de cuando en cuando llueven galones; pero yo te llevaba dentro de mí, y cuando me ví lo que soy, cuando comprendí que regresando podrías tú reírte de la miseria, que aunque á mí me hicieran pedazos tú no tendrías que mendigar de puerta en puerta; desde que todo esto se me agolpó á la imaginación, no vivía, y cada matajo se me antojaba un insurrecto, y cada insurrecto una compañía, y cada compañía una manada de lobos. Anoche, ¿á qué negártelo? cuando me separé de ti, llevaba dentro un tigre; pero luego la reflexión maniató á la fiera, y ya estoy completamente tranquilo, y tú, tú también estás más serena, menos irritada, ¿verdad, Dolores, Dolores mía?
Esta, con los ojos bajos y la respiración anhelosa, había escuchado á su primo sin desplegar los labios; no esperaba ella verse combatida con tales armas. ¿Cómo defenderse de la hablada caricia? ¿Qué contestar á aquel hombre, que, dejando aparte derechos adquiridos, utilizaba para con ella tan sólo la persuasión y la súplica?,
—Vamos—siguió diciéndole Agustín.—no me guardes rencores, no los merezco; además, no son dignos de ti; tu alma es hermosa y es buena, y el rencor es un gusano que anida solamente en el mal fruto; no me atormentes más, Dolores; que desaparezcan ya los enojos de tu mirada, y vuélveme el tesoro de ternuras que te dejé en depósito; fué un depósito sagrado que puse en ti; tu corazón es, debe, tiene que ser mío todo entero, como el mío te pertenece todo entero también.
—¡Cuántas cosas has aprendío dende que te aseparaste de nuestra vera!—exclamó Dolores con voz sorda.
—La verdad no se aprende: se oculta, ó no se oculta: pero hablemos de lo que más nos interesa; es preciso llegar al fin cuanto antes; ya se lo he indicado á mi madre; ¡no me llamarás ahora perezoso! Quiero que se mueran de envidia todos los buenos mozos de los Verdiales antes de quince días.
—¡Tan pronto!—exclamó Dolores sin poder contenerse, y mirando con temor, con angustia, con terrible zozobra á Agustín.
Este sintió algo helado que le caía en las venas; aquellas frases habían brotado de labios de Dolores como una rebelión, como una dolorosa protesta.
—Si te parece pronto, elige tú el día que más te plazca—repúsole con acento glacial.
—No, yo no; el que tú quieras—balbuceó Dolores asustada de si misma.
Ya era tarde: ya el soldado llevaba hundido el aceradísimo dardo en mitad del corazón.
CAPITULO XXIII
Luchas del alma.
Cuando, llegada la hora del almuerzo, reuniéronse todos alrededor de la mesa, tanto la señá Tomasa como su marido hubieron de extrañarse de la seriedad de los muchachos, sobre todo de Agustín, el cual, más que en familia, parecía estar frente á un reducto del enemigo.
Dolores y Bernardo tenían en la cara un reflejo de las negruras que llevaban dentro, y el tío Salustiano pensaba en que aquello no podía seguir de aquel modo; en que si le apretaba más las clavijas al guitarro podía saltar uno de los bordones, y en que si el chaval perdía los estribos iba á sonar el trompetazo en la vega.
El señor Juan, ante aquel poco grato golpe de vista, rascóse, como solía hacer desde casi antes que viniera al mundo, la cabeza, y dijo á la señá Tomasa:
—Dáca la escopeta, compañerilla, que le voy á pegar un tiro.
La cortijera abrió desmesuradamente los ojos y preguntóle alarmada:
—¿A quién vas á matar, condená?
—A la bicha, que tiée que andar por aquí; ¿no ves qué caras? Son capaces de encogerle er corazón á cualisquiera.
—Tiées razó, Juan; paéce que entre mosotros anda el enemigo, y va á ser menester jecharle agua bendita en la mollera.
—Esta va á ser la que va á quitar la presa ar molino, y er que más y er que menos va á tener que salir nadando -pensó sombríamente el de Casariche.
Agustín luchó por hacerse superior á sus preocupaciones; estaba convencidisimo del desamor de Dolores; tenía que recuperar el terreno perdido, que luchar contra el peor de los adversarios, contra la indiferencia. ¿Y para sufrir tal decepción había abandonado el campo de la lucha? ¿Aquel era el galardón de su sacrificio? Sí, de su sacrificio; él, para regresar, había tenido que echar fuera de su corazón á Esperanza, á aquella mujer que era una tentación hermosísima, para abrírselo de par en par á Dolores; él cumpliría con su deber, pero sentíase profundamente lastimado, seguíale haciendo daño en el alma la protesta con que había sido acogida su amantísima proposición.
Apenas había terminado el almuerzo cuando empezaron á llegar, jinetes en sendos mulos, algunos amigos de la familia; la noticia del regreso de Agustín había cundido por los contornos, y, quién por afecto, quién por curiosidad, quién por cortesía, al llegar la tarde estaba en el llano la nata y flor de los prohombres del partido, entre los cuales destacábase D. Salvador, con los ojos aún húmedos por el llanto que le hiciera derramar el aparatoso abrazo con que dió la bienvenida al más heroico de sus discípulos.
Bernardo habíase trasladado con todos los bártulos al interior de la casa á proseguir su faena, y allí fueron á saludarle los recién llegados, los cuáles, al ver su cara de pocos amigos, no se atrevieron á soltarle ninguna de las muchas cosas que habían pensado decirle.
—Cómo se conoce, camará, que se le ha indigestáo el tiniente—dijo Antonio el Manchan á Juan el Chiripero en voz baja.
—Son muchos galones pá comérselos tóos de una sentá.
—Y á Dolores no se la ven los jarapos.
—Estará rezándole á Santa Rita.
—No le arriendo las ganancias á Agustín; y ¡cudiáo que er pobre ha güerto con mal encare! ¡Parece gomitáo!
—¡Qué Dios! ¡Como que habrá tenío el gómito!
—Pos veremos á ver cómo ha güerto de vista; si se casa, es que tiée gota serena.
—O que se tapa los ojos con dambas manos.
La presencia del señor Juan hizo que aquellas dos buenas personas pusieran punto final al edificante diálogo.
Dolores estaba en su habitación; no quería ver ni oír á nadie; sentíase ya medio loca; ella no podía ni debía casarse: sería, hacerlo, una infamia; desde que estaba Agustín en el cortijo, desde que sabía que iba forzosamente á pertenecerle, y que no podía rechazar el yugo sin descubrir sus harapos, el amor, hasta entonces en gestación, hacia el zagal, había roto la ninfa, y consumíala toda entera con sus olas de fuego.
[(Se continuará)]
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