Publicado en: Nuevo mundo (Madrid). 9/1/1908, página 8
EGILONA
Grave y doliente y altiva,
dice la noble cautiva
al emir que la encadena
y que contempla extasiado,
cual tesoro improfanado,
á la gentil nazarena.
—Señor, me ordenan que acate
tu voluntad, y que mate
en tus brazos mi decoro;
que puesto que así lo quiso
mi aciaga suerte, es preciso
que te mienta que te adoro.
Me dicen que tienes fría
el alma cual tu gumía,
un alma que no perdona,
y que ha de yacer contigo
la esposa de Don Rodrigo,
la sin ventura Egilona.
Egilona sin ventura,
que hoy maldice la hermosura
que hizo nacer tus antojos,
antojos que son agravios,
torpe suspiro en tus labios,
torpe caricia en tus ojos.
Egilona, sombra triste
de Egilona, que aún existe
porque aún en ti su honra fía;
porque por tí respetada
aún no ha sido mancillada
por tu poder la honra mía.
Dice trémula Egilona,
y con acento que abona
la hidalguía que se esconde
bajo la cota de acero
y oro y plata del guerrero,
Abdelazis le responde:
—Levanta, oh reina, esa frente
que brilla más refulgente
que el cielo en mis patrios lares.
más que tu rota diadema,
más que el sol que ardiente quema,
mis remotos aduares.
Nada torpe de mí esperes,
que aunque implacable me hieres
yo en ti á vengarme no acierto,
y pues libre ser anhelas,
ya lo eres cual las gacelas
que cruzan por el desierto.
Cual lo es la flotante bruma;
como el ave que su pluma
del sol en el rayo dora;
como la luz, como el viento,
cual lo era mi pensamiento
antes de verte, señora.
Mas si te vas de mi lado
malhaya el triunfo logrado
que á tal pena me somete;
malhaya la hora menguada
en que arrastró ensangrentada
tu bandera el Guadalete.
En que admiré tus hechizos
embriagadores, tus rizos
en que el aura juguetea;
tus ojos, ojos tan bellos
que de ellos, prendada, en ellos
la tentación centellea.
Tu tez tan fina y suave
como el plumón con que el ave
en el nido se engalana;
tu boca donde sus perlas
vertió la aurora por verlas
entre tus labios de grana.
Malhaya mi triunfo sea,
que si vencí en la pelea
frente á frente al enemigo,
en vano en vencer me empeño,
al que fué de tu alma dueño,
como vencí á Don Rodrigo.
Mas sin duda á Dios le plugo
someter al triste yugo
de su amor y tus desdenes
al que cien veces ciñera
cien coronas, si tuviera,
cien coronas, á tus sienes.
Sin duda así Dios lo quiso
y si sufrir es preciso,
yo sufrir ya más no quiero.
Parte, pues, oh reina, parte,
yo le haré, al irte, olvidarte
al corazón con mi acero.
Y Abdelazis enmudece,
y en sus ojos resplandece
tal decisión, que Egilona
le responde conmovida:
—¡No me arrebates tu vida
lo mismo que mi corona!
Y en tanto el noble agareno,
ébrio de amor, en el seno
del amor encuentra abrigo,
ya sin que nada le inquiete;
solloza en el Guadalete
la sombra de Don Rodrigo.
ARTURO REYES
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