Publicado en La Época el 14/3/1898, n.º 17.158, página 4.
Pues y á la rapacilla, ¡no la iba á querer! ¿Quién, sino él, era el preferido entre todos los del lagar por aquel angelillo rubio y blanco? ¿Por qué éste lo recibía siempre con fiestas y alborozos? ¿Por quién recortaba él algunos minutos a las horas, sino por Araceli, por mecerla, por someterse a sus infantiles tiranías, por dormirla al son de sus rústicas canciones? ¿Quién, sino él, apenas caía enferma—cosa frecuente, por desgracia—plantábase en Almogía más vivo que una centella, y que quisiera ó que no, se llevaba el médico, aunque fuese embragado, como tuvo que hacer en muchas ocasiones?
¿Quién iba á Málaga por las medicinas? ¿Quién compartía con Dolores las noches en vela para mejor asistir al pequeño ídolo?
Y esto, ¿por qué era así? ¿Por qué tanto cariño? ¡Qué pregunta! Empezó por obligación, por el deber del fuerte para con el débil; luego llegaron las simpatías, con sus vagas y suaves promesas de ternuras; luego las promesas se hicieron realidades, y el cariño brotó impetuoso en su corazón noble y puro, como riquísimo venero.
Lo cierto era que él amaba á la madre y á la hija con un cariño profundo, y no había, apesar de esto, motivo que justificara la infame conjetura de aquella gentecilla ruín y calumniadora; si a él alguna vez habíale pasado un fantasma de fuego por la imaginación; si alguna vez había visto turbadas sus horas de reposo por ardientes extravíos; si habíase escapado de las cárceles del deber, habíalo hecho contra todo el torrente de su voluntad, espoleado por el instinto, y eso solamente en sus sueños de hombre viril y apasionado.
Dábase él cuenta de todo esto de un modo confuso; él no quería precisar las lineas de aquellas imágenes que á veces ondeaban sus vestiduras de fuego en su imaginación, y por eso sintió cólera tan profunda, tan grandes indignaciones al ver á Miranda iluminar de pronto aquél panorama que llevaba dentro de sí desvanecido entre brumas y opacidades.
Sé levantó, por fin, Bernardo sacudiendo enérgicamente la cabeza como si quisiera espantar de aquel modo sus pensamientos, y se dirigió hacia la casa.
Por la rendija de la entornada puerta brotaban algunos hilos de luz; apenas resonaron en el llano sus pisadas, abrióse la puerta de par en par, y en su fondo luminoso apareció la gallarda figura de la Viñuela.
—Trempano has giierto—dijo ésta sonriéndole al mozo.
—Ya te lo icía yo: aquello me jastía; ¿y los agüelitos?
—Están ya acostáo, ¿hay mucha necesiá, mocito moreno?
—Ni tan siquiera ganas de abrir la boca.
—Pos yo no he estáo en barde toa la santa noche dale que le da á la esportilla, con el fogón encendío; y que la olla está diciendo comerme.
Y diciendo esto, dirigióse la huérfana hacia la chimenea á coger la puchera, que volcó en la fuente valenciana colocada sobre la mesa entre un plato de frutas y otro de queso.
—Oye, ¿á ti qué te ha pasáo?—dijo de pronto mirando á Bernardo con inquietud y extrañeza.
—¿A mí? Na. ¿Poiqué me preguntas eso?
—Poique á ti te ha pasao argo, tiées la cara mudá, y la chaqueta y er sombrero llenos de porvo, y sarpicá e sangre la camisa; ¿no oyes? ¿A tí qué te ha pasáó?
—A mí, ná; naíta, mujer, ¡a mí qué me va a pasar!
—Tú te has peleáo con arguien; ¡habrá sío por mo de Rosita! ¡ya se ve!
Y al decir esto, se puso Dolores pálida como una muerta.
—No te soliviantes, mujer; ¡pelearme yo, y por Rosita! Que se te quite eso de la cabeza; lo que ha pasáo ha sío que frente á cá del Lechuga se me abalanzó el perro que tiée, que es más grande que un muleto, se me abalanzó y me mordió en una mano—dijo el zagal sacando á la luz la entrapajada, que hasta entonces había cuidado de tener oculta.
—Esas con faramallas; el perro del Lechuguita no muerde; y aluego, dimle: ¿cómo te has ensuciáo tanto el sombrero y la vestiúra?
—Pos que el perro me rempujó y... me resbalé y... me caí... y me llené de tierra... y ¡velay osté!
—¡Velay Osté! tóo eso es mentira; ¿con quién te has peleáo?
—Con naide, mujer, con naide.
—Que sí te digo, y te lo ripíto; ¿con quién has armáo la gresca?
—¿Que con quién? con este gallo, que es un pavo míalo, míalo qué callaíto está er probe—dijo colocándole sobré la mesa.
—Déjame á mí e gallos, ¿con quién ha sío la turboná?
—Vaya si eres cabezona.
—Güeno, no me lo digas; ya me la pagarás; pero á ver, á ver, enséñame la mano.
—Si no es ná lo que tengo; pero el Cuco se emperró en darle vino.
Dolores quitóle la venda y miró la herida; ¡buena dentadura la del dichoso perro! ¡por poquito Se lleva la túrdiga!
La muchacha dirigióse á las habitaciones altas evitando hacer ruido, y á poco volvió con hilas, un trapo y un bote de cristal.
—Jéchame sarmuera, y asina tarda en curar lo que tarda en picar.
—Ganso, ¿qué vas á dejalle entonces á Pimentón ú á la Careta pa los esollones? Saca la mano. ¿Conque no me ices de quién son los cormillos que se te han claváo en er purpejo?
—¡Dale bola, y qué pesa eres! Del perro del tío Lechuga, ¡no te lo he dicho ya!
—Mentira, mentira, mentira—repitió Dolores al par que lavaba con agua fresca la herida.
—Vaya, Dios te lo pague y vámonos á dormir, que yo estoy errengaíto e sueño—dijo el zagal, posando una mirada de amor y gratitud en la muchacha, al terminar ésta de sujetarle la venda.
—Pero ¿no comes?
—No tengo ganas.
—Pos á dormir, y otro día será otro día—exclamó la Viñuela cubriendo de cenizas el fuego.
Momentos después subía las escaleras.
—Vaya, que escanses; ¿no me lo quieres icir?—preguntó de nuevo y en voz baja deteniéndose en los primeros peldaños.
—¿Pos no te lo he dicho ya? el perro ú la perra del Lechuga.
Dolores se acostó preocupada; un día Bernardo iba á darles á todos un disgusto; tenía un pronto capaz de comprometer á un ermitaño; siempre que iba de broma, quedábase ella con el alma en un hilo; ¿habría sido la tremolina por causa de Rosa? Si había sido por ella, le estaba bien empleado el mordisco; pero no; seguramente no había sido por ella; Bernardo hacía tanto caso de la de los López como del tío Antón, y del tío Antón como de la torre del Moro.
A la tarde siguiente, cuando Dolores disponíase á arreglar la comida, los perros anunciaron gente extraña con sus desesperados ladridos; se asomó la huérfana al llano; eran Rosita y su padre los que llegaban, jinetes en fuertes mulos, uno de ellos con las correspondientes jamugas; iban á visitar á sus primos los de León; se detuvieron, no obstante, algunos minutos; Rosita saltó en tierra para besar con la mayor efusión á Dolores, que también hizo sonreir á Judas, estampando dos sonoros besos en las mejillas de la zagala.
El señor Anselmo y el señor Juan aprovecharon la ocasión para oficiar de rústicos Jeremías, y en tanto, la de los López, después de ceñir con su brazo la cintura de la huérfana, á la cual apenas la llegaba al hombro, le preguntó con acento dulce y candoroso:
—Y á Bernardo, ¿se le pasó ya el berrinche?
—¿Qué berrinche?—preguntó á su vez Dolores, contemplando seria y fijamente á Rosita.
—¡Ah! ¿Pero no sus ha dicho?...
—Ni una palabra; pero dilo tú, y es lo mesmo.
—Entonces ya estoy arrepintía.
—Pero ¿qué berrinche ha sío ese?
—Nenguno, mujer, nenguno; que se tomó de palabras con D. Enrique, pero sería groma.
—Y ¿poiqué fué el tomarse de pico?
—Poique ese caballero tié la lengua mu larga y la presona sembrá de malas intinciones; pero éjalo, ya se llevó su merecío, y no güervé por otra, ni á jablar mar de naide, en tanto y cuanto el cuerpo le jaga sombra.
—¿Y qué jué lo que dijo ese caballero?—preguntó Dolores, procurando ocultar su inquietud.
—Ná; lo que puée dicir una mala lengua; y aluego, como á ti te tiée mala voluntá, ¡ya se ve! ¡dejuro!; pero á ti ¿qué te importa? En teniendo tú y Bernardo, como tenéis, la conséncia mu tranquila, si no quieren repicar con armireces, que repiquen con campanas.
—Pero...
—No me preguntes más: no te lo digo manque me aspen; y mos vamos ya, ¿verdá, padre?
—Cuando tú quieras, clavellina, cuando tú quieras—repúsole el señor Anselmo, separándose del señor Juan, después de cambiar con él un apretón de manos, capaz de conmover una montaña.
—Pero ¿no oyes tú?, jabla claro: ¿qué fué lo que dijo de mi y de Bernardo er Miranda?—volvió á preguntar Dolores á Rosita, cogiéndola bruscaménte por un brazo.
—No me lo preguntes más: ¿á ti qué te importa después de tóo? Adiós, lucerico; no pienses más en eso; si lo llego á saber no te igo una palabra; vaya, adiós, hermosa, adiós; jasta luego.
Y Rosita volvió á juntar su cara á la de su amiga, depositando en ella dos besos, que no fueron contestados.
Cuando la de los López se vio algo distante del lagar, sonrió con aire satisfecho y murmuró alegremente:
—Anda, anda; lo que es ésta no te la curas ni con ungüento amarillo.
CAPÍTULO XV
En el almendral del arroyo
Cuando Bernardo, que había visto á Rosita y al padre de ésta salir del lagar, penetró en la casa, lo primero que hizo fué mirar, lleno de inquietud, á la Viñuela; había vuelto ésta á sus quehaceres con el semblante contraído; las palabras de Rosita habíanle quitado de pronto una venda de los ojos; ¿era aquello una delación ó una calumnia? Sin duda era lo último; era cierto que ella quería al mozo; mas lo quería como á un hermano; no obstante, hacíase preciso ponerse en guardia, huir de toda intimidad con él.
(Se continuará)
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