viernes, 11 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo vigésimo sexto.


Publicado en: La Época (Madrid. 1849). 31/3/1898, n.º 17.175, página 4.


Sí por el contrario, parapetándose en la esperanza de que la infamia no se hubiera cometido, él llevaba al altar..., pero no, imposible; sólo de pensarlo, de pensarlo tan sólo se crispaban sus músculos y un borbotón de sangre le inundaba el cerebro; ahogábase en aquel charco de perfídias en que se hundía cada vez más; ¿Por qué abandonó la guerra? La guerra, donde cada compañero es un hermano, por el hogar, donde en aquella ocasión el hermano -porque como á tal considerara un tiempo al mozo- habíase convertido en serpiente, envenenándole su paraiso.

—Ten cuidáo; miá que er mulo te va á mandar ar Górgota; miá que está mu resabiáo— díjole al verle aproximarse el ventero de las Palomas.

—¡Hola, tío Juanillón! Deme usted un vaso del seco, ó de aguardiente ó de espíritu de vino.

—Pá ti tengo un barril que no lo he querío cambiar por una torre é plata.

Y diciendo esto, penetró el ventero en el edificio, saliendo á poco con dos cálices que eran dos pilas de bautismo.

—¿Y qué es lo que tú tiées, güen mozo? ¿Poiqué jié hoy el aliento?

— Por nada, tío Juanillón; aburrido que estoy.

—Pos lo que es tú no tiées motivo más que pá cantar jaberes y serranas y darte cuatro pataitas cuando se te arboroten los pinreles. ¡Camará, pos si cuando á ti te den ganas de esperezarte llegarás ar cielo con el morro!

—Es que usted á mí me mira con cristales de aumento.

— Lo que tú quieras, hombre, lo que tú quieras; por eso mosotros no vamos á pelear. ¿Y qué tal se ha jecháo er día? Habrán puesto juncias en las calles y habrán tiráo cohetes, ¿verdá tú?

—Ya lo creo; vamos, tío Juanillón, écheme usted otro de la misma dinastía.

—¡Puéce que te ha gustáo er mozo! ¡Como que es miel y azúcar meramente! Por más que me paéce á mí que si hoy te doy petróleo ó cardo e gazpacho no te enteras.

—¿Por qué dice usted eso?

— Poique tú te has trompezáo con arguna esazón en er camino y traes una cara que no es cara, sino vinagre e yema.

—No tal; es el calor, el cansancio.

—Si tú lo ices, güeno, güeno está. ¿Y se ha arreglao ya lo der casorio?

—Sí; ya está todo listo.

—¿Y cuándo vas á jacer la valentía?

—Pronto.

—¿Y los dichos cuándo sus los tomáis?

—Pasado mañana.

—Pos que sea pá bien, que tiée que serlo, poique cuando tú lo jaces, tú conocerás tu convenencia.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Pos ná; que cuando tú lo jaces, será con tu conque y tu razón.

—Lo hago porque yo quiero á Dolores y... Dolores me quiere á mí; porque es buena y es hermosa y es digna de llevar mi nombre.

Todo esto lo dijo Agustín acentuando lenta y enérgicamente las palabras, con expresión sombría y sin apartar los ojos de los del tío Juanillón.

Este, al oír hablar de la buena calidad de Dolores, no pudo reprimir una vaga sonrisa y le repuso, encogiéndose de hombros:

—Ya se ve que sí, que es una real moza, ¡vaya!

—Buena moza y buena.

—Cuando tú lo ices, lo es sin dúa; poique tú ya tiés mucho mundo y mucho orfato y la que á ti se te escape que venga otro y la recoja.

—Vaya, ¡adiós, tío Juanillón!—exclamó Agustín, estrechando la mano al viejo y taconeando después
fuertemente en los ijares á su cabalgadura.

El ventero murmuró, penetrando de nuevo en la venta:

—Al güen entendeor con media palabra basta,¡Valiente tabardillo lleva er mozo! Y me paece á mí que eso de casarse no está ya tan liso como la parma de la mano.

*

Cuando Agustín llegó al lagar había ya oscurecido; era preciso fingir, convencerse, tener pruebas de la realidad para de una vez hundirse el cuchillo hasta el mango en la tremenda herida.

Todos le aguardaban en el llano; la huérfana, al verle llegar, arrojó sobre él una mirada escrutadora; Bernardo no le miró siquiera; íbasele haciendo imposible el fingimiento.

La señá Tomasa dirigióse á poner la comida á Agustín, mientras el tío Salustiano preguntaba á éste:

—¿Poiqué tan tarde?

—Me han entretenido; me ha hecho el alcalde almorzar con él—repúsole Agustín, que en vano luchaba por ocultar su ira y su pena.

—Anda á comer—díjole su madre desde la puerta de la casa.

Agustín posó con expresión sombría los ojos en Dolores y en Bernardo, y de pronto, como dejándose arrastrar un punto por la indignación que sentía, dijo al último con acento imperativo y desdeñoso:

—A ver, tú, Bernardo, lleva el mulo al corral. 

Bernardo sintió el latigazo, y un escalofrío recorrió su cuerpo; él no podía tolerar ser tratado de aquel modo, y menos por Agustín, y menos delante de la Viñuela. Fué á contestar con una gansada á la orden recibida; pero Dolores, que comprendió cuánto pasaba en él, que sentíase también dolorida por el golpe, le dijo sin reflexionar lo que hacía:

—Déjalo; no te alevantes; yo lo llevaré.

Y alzándose rápida y resúelta, cogió la bestia por el ronzal y dirigióse con ella hacia el palio; mientras Agustín hacíase saltar la sangre en los labios, Bernardo regodeábase con su triunfo, el tío Salustiano contemplaba á éste con amenazadora gravedad y los Cantuesos sentíanse más anchos que largos pensando en los honores tributados á su hijo por el alcalde de Almogía.


CAPÍTULO XXVII


Á qué fué Agustín á Málaga


¡Cielo santo y qué noche la que pasaron los principales protagonistas de esta verídica historia!

Ni Dolores, ya arrepentida de su imprudencia; ni Bernardo, lleno de incertidumbres y congojas; ni Agustín, flajelado por los celos y por la ira, pudieron cerrar los ojos.

El último no se desnudó siquiera, ¡para qué! Al quedarse sólo en su estancia sentóse en el balcón á bucear en el porvenir. ¡Dichoso porvenir el suyo, tirase ya para arriba, ya para abajo! Cualquiera podía precisar la ruta que se debía adoptar; por todas partes desembocaba siempre en las dos únicas soluciones: en la infamia ó en el ridículo.

Por fin, allá por la madrugada pudo más el cansancio que sus graves preocupaciones y fuese al lecho y quedóse dormido.

Cuando abrió los ojos empezaban los claros del día á teñir de tonos blanquecinos el horizonte; allá, en una cumbre, cantó una perdiz; el gallo despertaba el harem con estridentes cacareos; empezaba á embalsamarse el ambiente; el Chamullo, al ver á Agustín desde los secos haces de retama que le servían de lecho, le dijo:

—Bien se madruga, mostramo.

—Arréglame la Careta, voy á Málaga.

—La señá Tomasa, al verle montar en la enjaezada yegua, le preguntó:

—¿A qué vas tú á Málaga? ¿Poiqué no dejas pá mañana lo que tengas que jacer hoy?

—¿Y por qué he de dejarlo?

—¡Poique como mañana sus tomáis los dichos!

—Mañana no podré entretenerme en lo que tengo que hacer.

La cortijera se resignó á regañadientes.

Cuando Dolores se levantó, ya caminaba hacia la capital su prometido; éste, al llegar á la planicie, había visto á Bernardo, y esto encendióle más y más la sangre y tentaciones tuvo de hacerle sentir al ingrato el peso de la terrible borrasca desencadenada en su espíritu.

Cuando llegó á Málaga y hubo soltado en el parador la modesta cabalgadura, dirigióse al Centro Militar, donde preguntó por el teniente Centenera.

—Dentro de poco estará aquí; viene todos los días á estas horas—le respondió el conserje.

Reclinóse Villarrubia en una de las muelles otomanas y desatándole las alas al pensamiento, dejóle vagar á sus antojos por las poco gratas perspectivas de su existencia, mientras miraba sin ver los ricos cortinajes, los grandes lienzos en marcos de peluche que decoraban las estucadas paredes, los artísticos artesonados, las lujosas arañas y los transeúntes que desfilaban rápidos por delante del amplio ventanal.

Su exaltación había ido disminuyendo al par que una triste y sentimental melancolía apoderábase de su ser.
Cuando más ensimismado estaba sintióse estrechamente oprimido por los brazos de Centenera.


(Se concluirá.)

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