LA NOVELA ANDALUZA
En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del público, hemos decidido publicar una seria de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región. Arturo Reyes, Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.
Arturo Reyes, el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima, como todas las que salen de su brillante pluma.
Por su extensión la vamos publicando en fragmentos procurando hacer los cortes al final de los capítulos, para el mejor conocimiento de los lectores.
La novela de Reyes lleva este título:
El de la Umbría
Capítulo Cuarto
Como era de esperar, no pasaron muchos días sin que Pepa—á quien había llenado el alma y la sangre de cosas extrañas y ardientes la varonil hermosura del Niño—recibiera noticias del que por causa suya no podía ya penetrar en poblado á la luz del sol sin exponerse á un recado de los más urgentes y de los de peores consecuencias.
Y como era de esperar también, no transcurrió mucho tiempo sin que nuestros dos protagonistas se pusieran al habla, merced á los buenos oficios del Cachorrito, y poco tardaron también en convertir la incipiente inclinación en cariño irresistible, no sin que la murmuración rompiera en tímido aletear y en cobardes balbuceos.
Algo de estos rumores hubo de llegar á oídos del hermano de la Jabalina, el cual, cogiendo un día á ésta por un brazo, le preguntó mirándola fija y amenazadoramente:
—¿Sabes tú, Pepa, que la gente te ha levantao un farso testimonio?
Pepa palideció ligeramente, y le repuso con voz firme, al par que se encogía de hombros:
—¡A mí un farso testimonio!
—Sí, á tí, á la hija de tu madre y de la mía, que esté en gloria.
— ¡Y cuál es ese farso testimonio?
—Pos no dicen ná pa un muerto: dicen que arguien te ha visto platicar de noche con el Niño de la Umbría.
Pepa palideció, y no ligeramente, al oir aquello, pero hízose superior á sus inquietudes, y exclamó con acento algo trémulo:
— ¡Eso es una calurnia! ¿Y quién ha sío el que ha dao el notición? ¿Quién es el que dice que me ha visto platicar con ese hombre?
— ¿Y qué sé yo quién és el que dice que te ha visto! Pus si yo lo supiera, ¿no le hubiera recetao ya un colirio pa que se le aclarara la vista?
—Pos puées quearte tranquilo y seguir comiéndote la hogaza á gusto. Eso no es más que una calurnia, te repito.
—Eso dije yo cuando me lo contaron: eso es una calumnia; mi Pepa no es capaz de platicar á escondías de mí con ningún hombre, y menos con ese, que es un asesino, que asesinó al Rubio Mulato.
—Eso sí que no, eso sí que no,—exclamó enérgica y rápidamente Pepa, retando con los ojos y la actitud á su hermano;—eso sí que no, á cáa cual lo suyo; que Pedro mató al Rubio cara á cara, cara á cara y sin ser él el provocaor, y lo vió toíto el mundo.
—No lo defiendas, Pepa; con tanto calor; mira que voy á creer lo que dice la gente, y si llego á creer, lo que dicen, te mato y lo mato, y me mato.
— ¡Y va á tener Dios que poblar otra vez el mundo! Vamos, hombre, y en qué trabajeras te ibas á meter, y qué faena más esaboría que te ibas á cargar. Yo lo defiendo poique lo merece, y ahora puées creer lo que quieras; y el día que vayas á matarme me avisas, pa que te deje arregláa la jacienda y pa que me vista de limpio.
Y dando media vuelta, se alejó bruscamente la Jabalina, mientras Cristóbal murmuraba mirándola alejarse:
—Con mucho calor defiendes tú á ese hombre, y milagrito será que no tenga yo que alicortarte de un ala.
Pasaron días y días, y algunos antes de aquel en que tan á pique de un repique hubo de estar el tío Cachorrito con Pedro, hizo su entrada en el pueblo, tras una ausencia de algunos años, el hijo del señor Curro, el Naranjero, mozo de veinticinco años, de bizarra apostura, de rostro vulgar y rufianescos modales.
—Vaya una gachí superior que se ha hecho la Jabalina, —díjole al Cantinero, su más íntimo amigo, al ver á aquella una tarde en la calle donde vivía.
—Pos déjala y no la jurgues, que respinga, —repúsole su amigo con acento misterioso.
— ¿Y eso porqué?
—Poique ese es un mal balate; ese, según dicen, es terreno acotao, y el guarda del coto es una mala hora capaz de darle una esazón al lucero de la mañana.
—Hombre, ¿y quién es ese tan aficionao á dar desazones, quién es esa pantera?
—No digo yo que sea una pantera pero sí que es un hombre arriscao y súpito y con la mano dura.
—Pero, ¿quién, es él, hombre, quién es ese caballero?
—Pos ese caballero dicen que es el Niño de la Umbría; eso dicen y no tendría na de particular, poique como por mor de ella, sin que ella tuviera la culpa, mató al Rubio, que era un lobo rabioso, pos, velay tú, no tendría na de particular; y por más que yo no lo he visto, en estas cosas y en toas las cosas de la vía yo creo que vale, más un por si acaso que un quién pensara.
Toño habíase quedado pensativo oyendo al Cantinero.
—Parece que la noticia no te ha sabío á azúcar de pilón,—díjole su amigo mirándolo irónicamente.
—Pues, hombre, te diré: me he quedao una miajita pensativo porque la cosa lo merece; pero sea verdad ó sea mentira, á esa gachí le pongo yo los puntos porque me lo pide el cuerpo, y entre darme yo un disgusto ó dárselo á otro, pues la verdad, me gusta más lo segundo que lo primero.
Y desde aquel día dió comienzo el hijo del señor Curro á trabajar la partida con todas las de la ley con el decidido apoyo de Cristóbal, que no hacía más que pensar en la hipoteca tanto tiempo vencida, y en por qué Pepa cada vez que el hijo del señor Curro se le acercaba, ponía de tal modo el perfil y de tal manera echaba el habla del cuerpo y tales cosas le decía, que aquel no tenía más remedio que decidirse por la del humo y largarse rabo entre piernas, con las orejas gachas y con su amor propio convertido, según, él le decía al Cantinero, en un jarambel y en un trapajo cualquiera.
Arturo Reyes
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