Publicado en La Época el 8/3/1898, nº 17.152, página 4.
—Ná, un purgante un día sí y otro no, y er de enmedio también; me paece á mí que los méicos saben
tanto como mosotros mesmos.
—¡Hombre. no; la ciencia...
—¡Probetica mía y qué ganitas tengo e verla güena!—dijo Dolores, besando á la niña en la frente.
—¿Almorzará osté con mosotros, verda?—preguntó al maestro la señá Tomasa.
—Muchas gracias, no tengo apetito—repúsole don Salvador, arrojando una mirada indagadora á la hornilla.
—Ande osté; á osté le gustan las sopas de la puchera, y aluego encima queso de cabra jecho por mí,
y miel acabaita de sacar de la. cormena; ¡como que
antier se castraron! —dijo Dolores.
El maestro se pasó la punta de la lengua por los
sumidos labios, y repúsole, poniendo en su cara la
más amable de las sonrisas y como aplaudiendo con
la punta de la corva nariz y la puntiaguda barba:
—¿Sopas y queso hecho por ti y miel de tus colmenas? No me resisto, es muy grande la tentación;
pon, desde luego, una cuchara más.
—Así me gusta, con franqueza; osté sabe mu bien
que aquí se jace eso con toa el alma y con gúena voluntá y con limpios manteles.
—Ya lo sé. hija mía, ya lo sé.
—¿Y cómo es que hoy mos ha dao osté este alegrón?—preguntóle Bernardo.
—No he querido ser de los últimos en felicitarles,
y esta mañana, en cuantito acabé de dar lección á
Toñuela la del molino, cogí la trocha y, pian, pian,
me he andado las dos leguas en dos horas y media,
como un hombre.
—¡Felicitarnos! ¿Y por qué?
—Por el nuevo ascenso de Agustín. ¡Vaya si el muy pícaro es valiente! Ya se lo decía yo a ustedes
el muchacho vale un imperio.
—¡Pos no jace ya mucho tiempo que es arférez!
¡Si ya mos felicitó osté.
—Pero si es por el nuevo ascenso.
—¿Qué nuevo ascenso?
—¿Pero no saben ustedes que en Manicaruaga, él
solo, con veinte hombres, ha derrotado al cabecilla
Policarpo, que llevaba cien mambises, y que, en premio, ha sido propuesto para teniente?
Los de la casa se miraron unos á otros con alegría y sorpresa, y, tras algunos segundos de silencio, dijo el Cantueso:
—Pos no sabíamos ná.
—Pero ¿no han tenido ustedes carta suya?
—No, señor.
—Pues precisamente yo me he traído el periódico
que lo dice.
—A ver, léalo osté, D. Salvaor. ¡Hijo mío y qué
bravo es y cuantas fatigas estará pasando!—exclamó
la señá Tomasa, con el semblante lleno de alegría y
los ojos de lágrimas.
— ¡Vaya con el mozo, y qué sorpresa mos está
dando!—murmuró el señor Juan, meditabundo.
Bernardo prestó también atención, mirando de camino á hurtadillas á Dolores, que, puestas las manos
en la cintura, disponíase á oír él relato.
D. Salvador procedió á sacar el periódico del bolsillo interior de la chaqueta; primero dio al aire el
pañuelo de hierbas, amplísimo, y, por fin, salió el
anhelado periódico.
Desdoblólo el maestro con toda la grave lentitud
que el acto requería, sé afianzó bien las gafas, tosió
para despejar de saliva la laringe; y dio comienzo á la lectura.
Entre los varios hechos de guerra de que daba
cuenta al periódico el corresponsal, figuraba una
sorpresa de los fllibusteros, cuyos propósitos habían
fracasado merced al valor heroico del alférez don
Agustín Villarrubia y de los veinte hombres con que había salido á forrajear en la provincia de Santa Clara. El periódico se hacia lenguas del valeroso oficial,
que tan alto había puesto su nombre en aquel glorioso trance. Cuando hubo concluido de leer, quitó D. Salvador las gafas, las limpió con un pico del
pañuelo, las colocó después cuidadosamente en el estuche y quedóse mirando á sus oyentes con expresión interrogadora.
La señá Tomasa sollozaba; el señor Juan tenía los
ojos brillantes y húmedos; el tío Salustiano sentíase
contagiado,de aquella emoción general, y no acertaba á proseguir la pleita; Bernardo miraba con vaga
expresión de inquietud á Dolores, y ésta, con los
ojos bajos y aire embarazado, murmuró:
—¡Conque ya es tiniente!
—Mira, Dolores, sa menester festejar el acenso;
hoy D. Salvaor se quéa aquí to er día, vamos á tener
comilona; ya el mocito ha traío una liebre y se matarán dos gallinas y tú nos jarás confituras. ¡Sa menester festejarlo!—dijo el Cantueso.
D. Salvador sonrió evangélicamente ante aquella
hermosa perspectiva, y entregó el periódico al señor
Juan.
—Pues yo voy á ver si aumento los menesteres—
exclamó Bernardo, cogiendo la escopeta y las bolsas
de la pólvora y los plomos, engalanadas por la Viñuela con cintas azules y encamadas.
—No sa menester, hombre, no sa menester—dijo
el Cantueso.—
—Ya los perdigones están crecíos, y al venir pa
acá estaban cantando en la loma, ahí más allaílla.
Y más allaílla se fué Bernardo, mientras la huérfana lo miraba alejarse con vaga abstracción, con
pensadora fijeza.
—Vaya que se han puesto ostés tóos con las caras
amarillas—exclamó el tío Salustiano.
—La alegría es prima hermana del pesar; y sus
caras se parecen—dijo D. Salvador sentenciosamente, abriendo la caja del rapé y disponiéndose é tomar
un polvo.
—Que no tardes mucho—gritó Dolores, asomándose á la puerta, á Bernardo, que empezaba á trepar
por el monte.
El mozo movió negativamente la cabeza, sin volver el rostro, y prosiguió subiendo por la escabrosísima ladera.
CAPIÍULO XII
Lo que dijo el tío Salustiano.
Algunos días después se recibió carta de Agustín;
éste daba cuenta, del modo más minucioso, de lo
que le ocurriera últimamente; en cuanto su propuesta fuese aprobada, regresaría con licencia; Dolores
debía ir preparándose. Sin hacer mención del envío, acompañaba un giro á cargo de uno de las más importantes banqueros de Málaga.
Esta carta produjo distintas sensaciones, al parecer; la señá Tomasa por poco, y apesar de su imponente volumen y respetable número de años, coge
las castañuelas que tantas veces repiqueteara en sus
mocedades; el señor Juan necesitó más aire para sus
pulmones y se salió enmedio del llano; la Viñuela,
á quien hacían entregado la letra, quedóse mirándola inconscientemente, mientras la doblaba y la desdoblaba, para volverla á doblar; Bernardo dio media
vuelta y salió de estampía, y el tío Salustiano, al ver
salir á su hijo de aquel modo, miró fija y atentamente á la huérfana.
—Va á ser menester que vayas á Málaga de compras; esos cuartos tiées que emplearlos en tu presona—dijo á Dolores la cortijera.
—Tiempo hay, guárdelos osté—le repuso aquélla,
encogiéndose desdeñosamente de hombros.
—Es que pa cuando venga Agustinico quiero que
estés jecha una emperatriz.
—La mona, manque se vista de sea, mona se quéa.
—¡A ver, la fantensiosa! Eso lo hices tú con la
boca chica. ¡Pero qué gente ésta! ¡Pos no paéce que
sus han dáo cañazo!
—Acuérdate delo que dijo D. Salvaorico; que el pesar y el gozo tiéen un mismo semblante—exclamó el señor Juan, penetrando de nuevo en la casa.
—Me van dando á mí olor á quemáo estas cosas pensó la cortijera, dirigiéndose hacia él corral con la
cabezuela para las gallinas.
Bernardo, cuando salió, encaminóse al huerto,
pensativo, mirando sin ver; sentíase profundamente triste, profundamente irritado, con ganas de
pelear hasta con su sombra; las cartas de Agustin habían llegado á producirle terrible malestar; cada
vez que se hablaba de su regreso se le atragantaba
hasta la saliva; y ahora iba de veras ¡vaya!, como
que ya, por fin, era teniente, «es decir, toíto un presonaje, toíto un presonaje—repetía—y vendrá tronchando pencas, y se casará con Dolores, y se la llevará por ahí como á una señorona, y mos quearemos solitos y no la gorveremosá ver.»
Y al pensar esto Bernardo, sintió que algunas lágrimas le subían desde el corazón á los ojos, y luchando por detenerlas, penetró en el huerto y dejóse caer á la sombra de uno de los frondosos naranjos.
Dos horas después penetraba Dolores en el huerto;
un sombrero de palma defendía su semblante del sol;
Iba también preocupada y abstraída. ¡Cualquiera
pensara, al verla, que el anuncio de! regreso de
Agustín habíala puesto de mal humor. Esto no podía
ser, no había motivo para tal; su vuelta representaba
la reparación debida á su honra; su Araceli tendría
el nombre que le pertenecía, sonreíala el porvenir con
el hombre á quien sacrificara un tiempo cuanto era;
veía á aquel hombre, con los ojos del pensamiento,
rodeado de una aureola gloriosa, batiéndose como un
león, sin olvidarla nunca, ni aun entre las asechanzas de la muerte en el combate y en el hospital, siempre pensando en ella; vistiendo el uniforme, luciendo
las cruces ganadas con sangre de sus venas, y puestos en ella sus grandes ojos azules y melancólicos.
Dolores iba por algunos avíos para la comida; el sol caía á plomo, las ramas de los árboles estaban inmóviles, zumbaban los insectos, guarecíanse los pájaros en la espesura, las aguas de la alberca reflejaban el cielo límpido y azul, todo yacía sumido en pesadísimo sopor; al llegar Dolores á la linde donde
empieza de nuevo el arroyo salpicado de enormes
rocas, grandes macizos de adelfas y de espesísimos
zarzales, vió á Bernardo.
Este parecía dormido; el sol, penetrando por entre
las ramas del naranjo, caía sobre su semblante; de
vez en cuando ensanchaba su pecho un suspiro, que
semejaba un sollozo. La Viñuela al verle se detuvo
un instante; pensó en despertarle, como se hace con
un niño víctima de una pesadilla, acércosele, inclinóse sobre él; mas de pronto se irguió bruscamente. ¿Por qué tenía Bernardo húmedos los ojos? ¿Por qué
suspiraba? Ella no lo quería saber, no debía saberlo,
sin duda; una emoción, dulce y triste al par, enseñoreábase de su corazón; empezaba á despertar su
pensamiento, empezaba á despertar, pero lleno aún
de somnolencias y vaguedades; ella, que siempre miró al mozo como á un hermano, no se atrevió en
aquella ocasión á despertarle; el sol, como ya hemos
dicho, caíale al zagal sobre el rostro.
(Se continuará)
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