Publicado en Madrid cómico. 26/2/1898, página 4.
Cartucherita y El lagar de la Viñuela son dos novelas de pura casta española, y aunque no tuvieran otras muchas excelencias, por esta sola cualidad, merecerían elogio.
Cuando la juventud literaria que en España alardea de mayor cultura, menosprecia lo propio para recrearse en lo ajeno, atenta tan sólo á cuanto se produce fuera de las fronteras, encasillada en escuelas y grupos caprichosos sin relación alguna con nuestro modo de ser y pensar, renunciar á la fácil popularidad que dan los motes exóticos en ista, y hacer obra esencialmente nacional, sin otra pretensión de originalidad que la del propio temperamento y método de observación, supone un valor, una voluntad y una entereza digna de todo encomio.
Es verdad que en esa originalidad de temperamento, en esa observación personal y propia, consiste el verdadero mérito; pero no es menos cierto que, dadas las modas y aficiones del momento, es este el camino más largo y difícil para alcanzar notoriedad.
Los muchachos listos, la gente nueva, han encontrado un atajo corto y fácil para llegar de la «inmortalidad al alto asiento». Descubren un autor extranjero de mayor ó menor mérito, pero de aquellos que han inventado un mote nuevo y son discutidos ó endiosados en las revistas jóvenes francesas; le leen (traducido las más veces) ó no le leen, eso importa poco; le proclaman genio, sacrifican en su honor toda la literatura española contemporánea, publican (gratis, por supuesto) dos ó tres artículos, encomiásticos para el maestro en los diarios, se proclaman bellomanos, delicuescentes ó vibrantistas, se juntan cuatro ó cinco para hacer más ruido, gritando fuerte, y ya tienen nombre, fama y popularidad. Nadie sabe que hayan creado obra propia, ni tienen estilo, ni saben gramática generalmente; pero su nombre corre de boca en boca y de periódico en periódico y todos repiten; Fulánez-Zutánez, el conocido vibrantista y... le tour est fait.
Y mientras esa lucida juventud entona elegías llorando la muerte del arte patrio, y compadece con aire de superioridad á los grandes productores nacionales, poniéndolos á los pies de cualquier novelador búlgaro, lírico sueco ó dramaturgo belga, otros jóvenes modestos no pierden el tiempo en declamaciones de café ó de Ateneo, y trabajan con constancia y seriedad en su rincón, creando obras que para ser bellas no necesitan vivir de reflejo ajeno.
¡Ya no hay novelistas! - dicen los vibrantistas, delicuescentes, bellomanos ó como se llame la última hornada literaria. Y mientras eso dicen ellos, sin producir, por supuesto la novela redentora, los maestros verdaderos publican maravillosas obras como El Abuelo, Genio y figura... y Peñas arriba, y siguiéndolos sin imitarlos servilmente, Arturo Reyes en Málaga, Blasco Ibáñez en Valencia, Juan Ochoa en Oviedo, demuestran que la tradición castiza de la novela española, resucitada por Galdós, Valera y Pereda, continuada con gloria por Dña. Emilia Pardo Bazán, Picón, Palacio Valdés, Alas y Ortega Munilla, anuncia, un hermoso y robusto renacimiento.
Este movimiento novísimo de la novela no va, como ha sido de tradición en España, del centro á la periferia, sino que, por el contrario, camina de la periferia al centro.
Los novelistas nuevos, Reyes, Blasco Ibáñez y Ochoa, viven y escriben en provincias sin haber sufrido el desrracinamiento [sic] que tanto alarma á Barres, y en directa comunicación con la tierra madre, libres de influencias extrañas, de sugestiones de grupo, de imposiciones de pasajeras modas, realizan labor genuinamente nacional, no por imitación da lo pasado, sino por copia directa de lo presente.
No allaréis [sic] complicaciones psicológicas, pesimismos enervadores, rebuscas de nuevas sensaciones en los personajes de las novelas de Reyes, porque tales sutilidades no se encuentran en las gentes malagueñas, apasionadas, amantes, artistas á su modo por instinto y compenatrabilidad con la hermosa naturaleza, enérgicos é impulsivos, pero sin las esquisiteces sólo compatibles con el exceso de cultura de la juventud instruida de los grandes centros de población, y que determinados novelistas se empeñan en generalizar como características de eso que equivocadamente apellidan fin de siglo. ¡Cómo si el proceso de la cultura humana estuviera sujeto á las divisiones del almanaque gregoriano!
El simpático Cartucherita, y la hermosa Viñuela, por la misma pobreza psicológica de sus almas casi instintivas, tienen relieve poderoso, exacta verdad, intensa vida; son figuras arrancadas á la realidad y colocadas con admirable arte en el medio propio; sienten, y sobre todo hablan como las personas que á diario pueden encontrarse en la campiña malagueña ó en las calles de su capital.
Tampoco son complicados los asuntos de las novelas de Reyes; son la historia de una pasión amorosa entre gentes en quienes el impulso de los sentidos, emberrinchinados por el ansia del placer, prima sobre la razón y el deber; y la habilidad del novelista consiste en interesar y conmover con tal sencillez de intriga; tomando, en artista que sabe escoger y convinar [sic] los datos proporcionados por la realidad, dándoles extraordinaria vida y relieve al exteriorizarlos en un estilo brillante, lleno de color y armonía. Las descripciones son sobrias pero intensas, los incidentes variados y expresivos, los diálogos asombrosos de exactitud; siendo en ésto quizá, en donde mayor perfección consigue Arturo Reyes.
Basta con lo dicho para justificar el éxito alcanzado en poco tiempo, la reputación conquistada, el unánime aplauso de los críticos. Reyes es un verdadero novelista, y si todavía no ha escrito su obra maestra, Cartuchuerita [sic], y sobre lodo El Lagar de la Viñuela, justifican que como á tal desde ahora, se le considere.
L. R. DE V.
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