miércoles, 26 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo cuarto



La melancolía de éste, cuyo carácter fue modificandose merced al mar de ilusiones en que habíalo hundido su buena fortuna; los últimos bríos del tío Salustiano y del señor Juan, y el reposo de la señá Tomasa, que veía acercarse con profundo desasosiego la época en que su hijo tendría que alejarse tal vez para siempre de los nativos lares. 

Esta idea era su más grande martirio; perseguíala doquier y á todas horas, quitándole el sueño, llenándole el alma de lúgubres presagios, haciéndole á veces despertar despavorida y acongojada. 

La guerra ardía en Cuba, la nación enviaba allí su más florida juventud, convirtiendo la colonia en necrópolis; apenas si volvían algunos de los que marchaban. ¡Y cómo volvían! Ella había visto con sus propios ojos a Pepe el Chivatín, á aquel mozo que de una puñada rompía un cántaro y con un suspiro calentaba un poste, demacrado, sin sangre, muriéndose á chorros. ¿Y Antoñico Melones? ¡Qué lástima de jastial, con los dos brazos menos! Pues ¿y los que se habían quedado por allá? Tovalico el Testaferro, Sebastián Cárdenas, Alfonsico Ribalta y veinte más; la espuma de la espuma: aquello era un dolor. 

Hartarse de criar un hijo, hacerlo un hombre, estar mirándose en sus ojos para que luego, cuando le dé la repotente gana, le diga el Gobierno á sus padres:— Venga ese mozo, que ya está en sazón para que le peguen un tiro, o para que le dé el vómito, ó para que lo parta un rayo. 

Llegó por fin el día fatal. ¿Y á qué entretener á nuestros lectores con más detalles inútiles? Agustín fué designado para Cuba; los trasatlánticos esperaban el cargamento de gente nueva: el dolor abatió sus grandes y negras alas sobre el cortijo; el día anterior á aquel en que Agustín debía incorporarse á su batallón, parecía el lagar un campo santo; las labores habían sido suspendidas, todos tenían el corazón lleno dé lágrimas; como es llorar cosa impropia de hombres de temple, andaba el Cantueso de acá para allá ahogando el suspiro, parpadeando, hablando solo, y dando de puntapiés al perro que osaba ponerse al alcance de sus zapatos de baqueta. Los ojos de la señá Tomasa eran canales, y el tío Salustiano bendecía mentalmente su inutilidad, que ponía á su mozo fuera de aquel peligro. 

Dolores y Agustín no se separaron durante todo el día; uníanlos las fortísimas lazadas del amor y la pena. ¡Cuántos juramentos, cuánto fervoroso suspiro cambiaron entre sí durante aquellas horas! 

Cuando llegó la noche, todos salieron al llano silenciosos y tristes; la luna ascendía, haciendo palidecer las estrellas; el silencio era solamente turbado por el rumor del viento en el ramaje, por la esquila de la potranca, que retozaba bajo el cobertizo del corral, o por los ladridos de los perros. 

El paisaje tenía algo de solemne; sobre el monte, que en rápida gradación yérguese frente á la casa, agitaban los árboles sus verdes ramas; allá, en lo alto, sobre el fondo cristalino del cielo, algunos copudos algarrobos rompían la monótona aridez de las cumbres; ni una nube empañaba el purísimo azul; sobre el torso informe de una loma blanqueaba el cortijo de Millán, el más visible desde el de la Viñuela.

-¿No me olvidarás, Dolores?-preguntó Agustín a la huérfana, posando en ella sus ojos con interrogadora ansiedad. Alzó ella, poniendo en los de él los suyos, melancólicos y apenados, y le repuso:

—¡Cómo olviarte, si te tengo en el alma, Agustín; si voy á morirme de la congoja de no verte!

—¡Ay qué ricas y qué dulces son para mí tus palabras! Cada una de ellas es un capullo en flor y un amanecer del cielo; yo te juro, prenda mía, que tu recuerdo será lo único que me consuele, y cuando vuelva, que volveré, pues no habrá bala que no se embote en tu relicario, cuando vuelva, ¡ay, Lola, cuando yo vuelva!

—Pues no tardes, Agustín, que si tardas vas á encontrarme amortajaíta.

Pasaron las horas; el tío Salustiano intentaba consolar á los Cantuesos contando la vida y milagros de algunos que habían tenido en la guerra una suerte portentosa. 

Sebastián Brioso, por ejemplo, ya lucía el distintivo de sargento segundo; con un poquitillo que apretara llegaría á primero, y Dios, sólo Dios, sabía dónde iría á parar; pues ¿y Gonzalo, el hijo del posadero de Casabermeja, que en un periquete había llegado á cabo primero y estaba en la Habana como las propias rosas?

—Sa menester escansar—dijo el Cantueso, levantándose;— antes que claree mos iremos pá Málaga. ¡Qué se le va á jacer! Cuando Dios lo manda, mos lo tendremos mereció.

Agustín se incorporó en el lecho; no podía pegar los ojos; el llanto, ya sin dique alguno, corría abundante y silencioso por sus mejillas; lloraba el mozo con inmovilidad de estatua, sin una contracción, sin un gemido: su dolor era viril y grave. 

Mil encontrados pensamientos daban tumbos en su imaginación; á las pocas horas se alejaría, tal vez para siempre, de la mujer amada, de sus padres, de sus amigos, de aquellos lugares; reproducíanse, pensando en esto, de un modo rápido en su mente, las escenas de aquella vida apacible, y en todas ellas la figura de la Viñuela. Aún sumergido en las perfumadas penumbras del oasis, presentía la aridez del desierto que iba á cruzar. Adiós, horas de quietud! ¡Adiós, serenos crepúsculos, alboradas purísimas, diálogos encantadores, miradas ardientes, arrobadoras sonrisas de amor; adiós, y quizás para siempre, decía el mozo con voz queda y acongojada! 

Era preciso marchar, y él quería evitarse, y evitar á todos, lo doloroso de la despedida. ¿Para qué prolongar el martirio? Lo mejor era partir cuando todos estuvieran entregados al sueño. 

Se reclinó sobre el alféizar dé la ventana; sus ojos fueron posando tristes miradas de despedida sobre los árboles, que parecían gesticular en las vertientes; en las pintorescas cumbres, bañadas de luz pálida, donde un tiempo apacentara el ganado; en los pencares que circundan el caserío; en la lejana era, donde tantas veces se adormeció arrullado por el cantar de los trilladores; en las gavillas puestas en filas junto á los trigales recién segados, y mirando todo esto pasaron las horas, y el cuco cantó en el inmediato olivar, y Agustín irguióse desesperado y decidido. 

Sobre una de las jardas de harina, apiladas en un ángulo de la habitación, estaba el traje dominguero, y en un lío todo el equipaje, varias mudas de ropa blanca, donde la señá Tomasa hiciera primores, patas de gallo ó punto ruso, sobre la muselina morena. No se olvidó la buena mujer, ni de los escapularios, ni de parte de sus humildes economías, que colocó en una bolsa de labor casera, ni de otras pequeñeces, que sólo las madres no dan al olvido en tales angustiosos momentos. 

Agustín se vistió, casi llorando, sin hacer el menor ruido; andaba descalzo y de puntillas; parecíale que iba á cometer un crimen; deteníale, sobresaltado, el más leve rumor; concluyó, por fin; sentábale admirablemente el traje de gala; también se diferenciaba en esto de los mozos de los alrededores: eran más elegantes sus hechuras; la cazadora era amplia y sin entallar, la faja quedaba oculta por el chaleco, lo holgado de los pantalones disimulaba lo escuálido de las piernas. 

Cogió, ya vestido, el lío del equipaje, los zapatos nuevos, arrojó una última mirada sobre aquellas paredes, mudos testigos de sus penas y regocijos, y sintióse desmayar. 

Hacíasele muy cuesta arriba no despedirse de Dolores, no arrancarle un último y sagradísimo juramento, para recordarlo cada vez que la desconfianza se aposentara en su corazón. 

Salió, por fin, á los corredores; ¡si estuviera despierta!— pensó, mirando hacia la puerta del cuarto de la huérfana. 

Tras algunos instantes de vacilación, soltó los zapatos y el pañuelo y dirigióse hacia la estancia de la mujer querida, temblando nerviosamente, mirando, lleno de susto, á todos lados, aguantando la respiración: el ladrido de uno de los perros turbó el silencio; Agustín se detuvo, jadeante, con la frente cubierta de sudor frío; pensó volver atrás, pero algo irresistible le empujaba hacia adelante; en algunos pasos tardó algunos minutos; ora la tos cascada de su padre, ora un chasquido de las maderas, ya el golpear de las bestias en el establo, ya el crugir de sus propios huesos, hacíanle detenerse; llegó, por fin, junto á la puerta como rendido por larga y penosísima caminata; estaba entornada solamente, una silla era el único baluarte de aquella seductora fortaleza; la luna invadía el aposento; allá en el fondo veíase la revuelta cama, en donde, sin duda, se había librado una lucha penosa entre el llanto y el insomnio; sólo se oía la respiración de Dolores. 


(Se continuará)

1 comentarios:

Pepa dijo...

Me gusta mucho su manera de describir la acción.

Buen trabajo!!!

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