martes, 25 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo segundo



—A ti naide tiee que pisarte. ¿No oyes, Tomasa? Dende ahora mesmo, ya sabes, éstos se quean aquí, y lo que sea de uno será de tóos; y ahora á comer, que se jace tarde; y endispués á dormir, y endispués... a lo que Dios quiera.

La señá Tomasa asintió con cara radiante a la determinación y soltando al chicuelo en brazos de su padre, se dispuso a volcar en el enorme barreño, colocado sobre la mesa, la sabrosa olla, cuyo tufillo pregonaba lo sólido y sustancioso de su abundante contenido.


CAPÍTULO II

Una mala noticia y una buena adquisición.

Quedaron instalados en Zapateros el de Casariche con su hijo, el cual, merced á la compasión de la señá Tomasa, no pudo echar mucho de menos á su difunta madre. Tan á pecho tomó el cuidado del huérfano la bendita de la cortijera, que muchas veces el señor Juan, al ver sus extremos para con él, hubo de decirle, mirándola con ternura: 

—¡Vaya si te ha venío á ti de perlas el chaval! Cualquiera juraría, mirándote, que Agustinico te había dejao á media miel. 

La cortijera sonreía bondadosamente, encogíase de hombros y murmuraba;

—Las obras de cariá se jacen bien ó no se jacen; se le da gusto á Dios ó ar diablo. 

Lo cierto es que el chavallllo creció á paso de carga, y que á los catorce años, á juzgar por su porte, era capaz de realizar las doce hazañas de Hércules el Tebano, ó las doce burradas de Antoñico el Manganote

Tan de firme apretaba el zagalón, que un día el Cantueso, al ajüstar unas cuentas, dijo al de Casariche: 

—Mía, primo, á tu mozo hay que darle cualisquier cosa, porque el zagal aprieta más qué un dolor; y es caso de consencia darle á cá cual lo que suda. 

—Hombre, tú no sabes el alegrón que me has metió entre pecho y espalda; conque es decir que ya el chavalillo puée ganarse la vía, ¿verdá? 

—Como dos y dos son cuatro, 

—Güeno, lo que ices me entona; pero eso de pagarle no puée ser; él y yo te debemos jasta el aire que respiramos.

—Ni él, ni tú, ni naide, me debe á mí ná; aquí cá plantón da pá su cava.

—Güeno, eso serán los plantones; y la retama seca, ¿qué da?

—Sombrajo y alegrías, y que jacer á la yunta.

A la mañana siguiente vistióse de gala el de Casariche y montó en el jaco.

—Voy á ver cómo anda er mundo—dijo al señor Juan, el cual se quedó mirándole sorprendido.

—Y ¿qué es lo que á ti se te ha perdío por er mundo.

—Unos carzones—repuso e! viejo;—y dando de taconazos á la cabalgadura, salió de estampía cantando
con voz cascada:

En este pícaro mundo

si no á la corta, él la larga,

al que se muere lo entierran

y el que la jace la paga.

—Malinos pensamientos me paece á mí que lleva ése entre ceja y ceja, y milagrito será que no mos dé la esazón; pero ¡quién le ice ná! Si por casolidá no los lleva, voy á soliviantarlo.

Aquella noche regresó el de Casariche más mal encarado que nunca.

—¿Qué ha pasao?—le preguntó el señor Juan con inquietud.

—Ná, estaría e Dios; cuando vino la nube ya estaba jecho yesca el trigo; Ortega, er de Casaya, ya no
puée chocar el jierro conmigo ni con naide.

—Ya me comí yo la partía. ¿Y qué la pasao á Ortega, se ha muerto?

—Se le ha muerto la mitá de la presona, y no arciona más que con la otra mitá, y yo no peleo más que con hombres cabales; además, er Gobierno sa quedao con er cortijo der Fraile, y tuvo que malbaratar er de los Jinojoz, y yá no tié más amparo que lo que su primo Tovalín le da cuando le jace pompas er corazón. ¡Justicia er cielo, Juan, justicia er cielo!

No volvió el tío Salustiano á salir del lagar más que para ir alguna que otra vez al Puerto de la Torre, la Ermita, ó á dar cuatro bandazos porque no se le enmohecieran los tornillos.

No obstante, y que quiso ó que no, se le fueron enmoheciendo, y llegó un día en que, con razón, afirmaba la cortijera que él ya estaba para que le sembrasen encima «siemprevivas» y «no me olvides»; mientras que, por el contrario, su hijo peleaba por sí y por su padre, y por todos sus ascendientes, pues era una fiera para el trabajo, y antes que Dios echara sus luces ya estaba él dale que le da en las fatigosas y rústicas tareas.

Tanto él como Agustín se profesaban profunda estimación, sin que el primero pudiera ni intentara sustraerse á la sugestión que sobre él ejercía el segundo; Agustín manejaba aquella hermosa y tosca máquina con prodigiosa facilidad.

Bernardo, oyendo á Agustín, quedábase como embobado con la única persona con quien éste solía dar expansión á su espíritu era con él, ¡y cuántas cosas sabía Agustín! Verdad que había estudiado con don Salvador, el vagamundo maestro de los Verdiales, un Séneca que pasábase la vida de lagar en lagar, subiendo y bajando trochas, con su gran abrigo de paño color de ala de mosca en invierno, y holgadísimo traje de dril y sombrilla de sol en verano.

Don Salvaorico —como le llamaban— era una á modo de institución en el partido; apesar de sus sesenta años manteníase tieso y vigoroso, y recordaba su semblante de nariz de pico de águila y barba puntiaguda, el de aquel ilustre Chafarote, solaz y recreo de los chuscos gaditanos en la florescencia del espirante siglo.

D. Salvador era la Universidad en que todos los estudiantes de los alrededores cursaban las primeras asignaturas, y cuando salían de aquella cátedra errante, escribían en caracteres casi cuneiformes, leían con larguísimos intervalos y contaban con la punta de los dedos. 

Agustín, por el contrario, á poco de cruzar los sagrados dinteles, dejóse atrás al profesor; ávido de saber, dedicó sus ahorros á comprar en sus viajes á Málaga algún que otro libro, y sin que pueda afirmarse que era un pozo, ni siquiera una alcubilla de ciencia, bien puede decirse, sin que se nos tache de embusteros, que volaba más alto que todos ó casi todos sus coterráneos, lo cual hacia que las gentes del lagar anduvieran casi siempre á vueltas con su vasta erudición y sus finos modales. 

Un día D. Salvador, envanecido con los adelantos del zagal, dijo al Cantueso, al par que introducía en uno de los enormes bolsillos de su gabán, con la mayor pulcritud, una torta de aceite que acababa de regalarle la seña Tomasa: 

—Señor, Juan, estoy satisfechísimo; este muchacho tiene luces naturales, gran retentiva...

—¿Gran qué?—le interrumpió el Cantueso arrugando la frente, la cara, y entornando los ojos con extrañeza.

—Gran retentiva—repuso el profesor recargando las frases.

—Güeno, pos con toa su retintiva no sirve pá mardita la cosa, y entre osté y su madre, que está prevelicá sin fundamento por D. Lesme, me lo estáis acabando de echar á perder; aquí no jace farta... eso que osté dice; aquí lo que jacen farta son güenos puños, güena espina y güenos comportamientos.

La señá Tomasa guiñó un ojo al profesor, que, sonriéndose compasivamente, sacó la caja del rapé, tomó un polvo con sibarítica lentitud, y después de dar las buenas tardes y de sujetarse bien las gafas, alejóse gravemente, mientras los perros lo despedían acariciándole las piernas con las colas enarboladas.

Cuando las contrariedades empezaron á dejarse sentir en Zapateros, el tío Salustiano dijo una tarde al Sr. Juan con voz llena de turbación y sin atreverse á mirarlo á la cara:

—Oye tú, güeno está lo güeno; el que tiée sangre cristiana en las venas, debe cumplimentar como quien es; yo y mi Bernardo hemos consentío güenamente en tó tan y mientras no era mu grande el perjuicio; pero es esgraciámente al arbolico se le encomienzan á caer las ramas; las cosas no son las mesmas, y esto va á empezar á no dar más jarina que la que sa menester pa la hogaza, y el peazo que mos comamos mi hijo y yo, sus lo quitaremos á ustedes; asina es que he pensao que ahora que prencipia la corta e la caña en la vega, mos vayamos á ganar un jornal, y endispués con lo que el mozo y yo recojamos, aquí mos tienes otra ves á la querencia tuya.



(Se continuará)

2 comentarios:

Pepa dijo...

Me gusta la solidaridad que existe entre esta buena gente que comparten lo poco que tienen con los demás.

JLG dijo...

Pepa, la solidaridad es uno de los tópicos de la vida en el campo.

Muchísimas gracias por tu comentario.

Publicar un comentario