viernes, 7 de diciembre de 2012

Reseña de Cartucherita

Publicada en La Correspondencia de España. 3/4/1897, nº 14.302, página 1.


Hace tiempo que no llegaba á nuestras manos un libro de tan amena lectura, de tan vigoroso colorido é inspiración poética como la novela cuyo titulo encabeza estas líneas.

Interés en la acción, verdad y belleza incomparable en los caracteres, estilo sencillo y pintoresco, cuadros encantadores de una naturaleza toda luz y de unos personajes todo fuego; los episodios, brillantes y poéticos, y el drama que se desarrolla con su desenlace de trágica grandeza, conmovedor y apasionado.

La novela, de cortas dimensiones, sólo puede compararse á esos pequeños lienzos de los grandes maestros, que desafían al tiempo y emulan los cuadros grandes de los más famosos museos.

El nombre del autor, casi desconocido en nuestro mundo literario, despierta en Málaga grandes simpatías. Aquí como no ha colaborado asiduamente en la prensa madrileña, ni alternó con los críticos y literatos que dan cartel, apenas se sabe que ha escrito alguna que otra hermosa poesía, que fué olvidada apenas leida.

El mérito superior de esta novela consiste en el diálogo; los personajes hablan como habla el pueblo malagueño, con aquella fantasía exuberante, aquella gracia cultísima, aquel apasionamiento centelleante en que, cada palabra es una vibración del alma, y cada razonamiento un poema del corazón.

En vez de divagar en el elogio, creemos más acertado trazar breve idea del libro y reproducir algún fragmento como muestra, que si á todos los lectores ha de encantar no puede menos de producir embeleso á los andaluces que sienten por lo hondo todo el sabor de la tierra de María Santísima.

Cartucherita es un gurripato, huerfanito de padre y madre, que recoge en su casa un maestro de escuela del barrio del Perchel, hombre más bueno que el pan y «amasado con agua bendita.»

El muchacho, noblote y valiente, «era para los libros más bruto que una yunta», pero en cambio le hervía la afición al toreo, y «cada vez que veía un toro, ¡que un toro! un pernil en un garabato se le alborotaba algo
en el cuerpo.»

Después de varias escapatorias por el matadero, donde luce su indumentaria interior, y de matar unos cuantos trasatlánticos de desecho en las ínclitas plazas de Yunquera y de Jubrique, torea por lo fino en la mismísima Sevilla ganando aplausos y parneses, hasta que se encuentra tuteando al de Córdoba, que le dá la alternativa.

Hecho ya todo un torero, vuelve á Malaga á casa de su pairino el maestro de escuela. Este se había casado con una mujer, pasmo de hermosura, de gracia y de honradez.

Cartucherita, sin sentirlo, se va enamorando de ella hasta que la pasión se desborda con poder invencible en su pecho, y empieza lucha violentísima en aquel mozo de indómitos arrebatos, entre el amor furioso y el inmenso cariño y devoción al hombre que lo recogió de la calle.

Esto es el conflicto, y tales las personas principales de la novela.

Quitaríamos uno de los alicientes mayores de esta clase de lecturas, si lleváramos la narración hasta el desenlace.

Sólo añadiremos que las figuras del Inglesito, de la señá Teresa y de la Leocadia, aunque aparecen en término secundario, son una maravilla de color y de vida, por más que se elevan á mucha mayor altura las de D. Lorenzo, Clotilde y Carchuterita.

Para que se vea y juzgue del primor y encanto con que está reproducida esa habla sin igual de los andaluces del propio riñon de Málaga, reproducimos la conversación que en el capitulo VI sostiene el Inglesito, banderillero de Cartucherita, y éste, cuando quiere decir y quiere ocultar el amor culpable que le roe las entrañas.

CAPÍTULO VI
(Habla Cartucherita.)

—Pues tú verás... ¡chavó y qué cosita esta que me pasa, que no tiene principio ni remate!... Echa más vino, á ver si el vino me ilumina.

(Contesta El Inglesito.)

—Vaya vino...

—Echa más... hombre, echa más.

—Pero tú crees que yo he venío pa jacer un trasiego?

—No, hombre, no; es que tengo sé.

—Sabes tú lo que me está dando el corazón con tantas güertas y regüertas por los burlaeros?

—¿Qué es lo que te está dando el corazón?

—Ná... hombre... ná; bebe y habla.

—¡Chavó! ¿tiés prisa?

—¿Yo prisa? ¡Pues si no tengo ná que hacer hasta la Pascua de Navidá! La prisa que yo tengo es por saber lo que á ti te pasa, por más que yo me lo sé ya casi de memoria, porque yo á ti te adivino.

—¿Tú?

—Yo, sí, yo; que á la fin y á la poste tendré que decirlo.

—¿Pero tú qué es lo que te crees?

—Yo creo lo que es, a fija; ¡asín de ángeles me vea asistío en la horita de mi muerte! Y tú no te atreves á decírmela porque te da reconcomia de enseñarme los trapos sucios que tú tienes.

—Yo no tengo ná sucio, y a mí nadie tiene que echarme ná en cara.

—Vaya si tienen, y si no, ¿cuál es la bicha que de pronto se te ha enroscao al corazón, como me dices en tu carta?

—¿A mí? ¿Yo te he dicho eso?

—Sí, Pepe, tú, tú que estás empitonao y en pecao mortal, tú, que al darte de frente con la mujer de tu pairino se te ha encendío la sangre. ¡Si te conoceré yo! ¡Si en cuantito leí lo que me escribiste me comí la partía! ¡Si eso es lo que tienes! Que sabes no puees jacer una partiita serrana á ese hombre, porque eso sería un contra Dios; si te has queao flaco y amarillo y con dentera desde la mala hora en que se te ocurrió volver por aquí y pisar la casa de tu pairino, que tiée que ser pa tí hermano gemelo de la Custodia.

—¿Tó eso me lo dices tú á mí?

—No, al moro Muza; ¡á quién ha de ser sino á tí! á tí, que te falta volunta y nervio macho pa salir de pira y te sobra hombría de bien pa jacer una charraná; á tí, que te ha dao miedo de encontrarte solo, y cuando me has visto se te ha alegrao el alma, porque te has dicho con muchísima razón: «Ya tengo á mi vera un hombre bueno, un amigo leal, pa que me estime, pa que me aconseje, pa que me ayude á portarme como quien soy, como un hombre de corazón y de vergüenza.»

—Pero á tí, ¿quién te ha dicho todo eso?

—Un ciego en un romance; yo ya he roao mucho mundo, y he visto muchas cosas patas arriba, cuando debieran estar patas abajo, y no estoy tarumba como tú, y tú sabrás matar toros mejor que yo, pero yo sé matar malas intenciones mejor que tú, y voy á matar las que tú tienes, que son malas y más que malas.

—No, hombre, no; yo no tengo malos propósitos: las cosas se han roao porque sí, sin que yo quiera; mira, Juan, cuando yo vine, traje puro y sin mancha el pensamiento; pero cuando vi á esa mujer, me pareció que me ponían una luz elértrica en el alma, y me atosigué y me dio susto, pero me acordé que soy un hombre y un hombre agraecío, y encerré, tó aquello que sentí, en mi corazón y le puse llaves y cerrojos con mi voluntá, ¿sabes tú? pa que ni ella se enterara, y no se ha enterao; pero ¡ay Juan! aquello que encerré chiquito, se me ha convertío en un tigre que aulla y se regüerve, y me martiriza por salir, y yo, yo tan y mientras con el jierro encendío de mi voluntá le pego, lo achicharro, lo arrincono, y asín seguimos: él más grande, más rabioso, más desesperao cá día que pasa, y yo con menos fuerza y menos poer pa domarlo.

—Pues sá menester que lo domes, y pa eso na mejor que poner tierra por medio, y ojos que no ven, corazón no quiebran; mañana mismo nos largamos con viento fresco, y no volvemos hasta el día que tengamos que trabajar, y mientras tanto matas el cosquilleo en Sevilla con la Brinquitos, que está por ti que brinca de gozo, y un clavo saca otro clavo, y no hay mal que por bien no venga, y aluego, cuando se te pase la turboná, vas á darme un beso de cuerpo entero que va á sonar en las ermitas de Córdoba.

—Ojalay pudiera irme; pero tú no sabes cómo yo quiero á esa mujer; mira, cuando la tengo elante y entorna los clisos y se me queda mirando como quien mira una estampa, se me quita el sentío, no pueo echar el habla del cuerpo, me ahogo como si estuviera subiendo una cuesta mu empiná, y no puées figurarte tú la saliva que trago pa que no me conozcan el sinvivir. ¡Ay, Juan! yo no sé lo que esa gachí tiée en su persona, que el aire en que ella respira huele á diamelas, y toito lo que mira lo alumbra como el sol, y en donde pone los pies nace el romero y la mejorana y...

—Y el melocotón... y el chirimoyo... y el árbol de la sabiduría... ¡Vaya hombre, que estás del tó...!

—Déjate de chilindrinas, que no está el alcacer para pitos. ¡Qué sabes tu!

—Lo que yo sé es que en cuantito no la veas, se acabó lo que se daba.

—Si que quieras ó que nó, la llevo conmigo como si fuera un relicario; si esto no es vivir, Juan; si esto no es vivir; si sólo de pensar que tengo que apartarme de su vera mú pronto, se me hace cisco el pecho; si yo ya no puedo vivir sin ese lirio del valle; si siento las bascas de la agonía cuando me dices que me vaya; si no puée ser; si yo ya no puéo irme, ni quearme, ni jacer una hombrá, ni jacer una porquería.

—¿Pero no ves ciego del sentío que por ahí no se vá más que á un despeñaero, y que si no te apartas de ese querubín, que te ha hecho mal de ojos, lo más fácil es que te refales, y si te refalas, vas á merecer que te pongan la ceniza en la frente?

—Eso tampoco, hombre; si pá sacar agua del pozo, sá menester la soga, y el cubo, y quien tire; si esa mujer  hace tanto caso de mí como del muelle de Cartagena.

—Déjate tú de infundios; esa mujer no la habrán traído de la luna, y será como todas, que no miran y ven, y repican y están en la procesión, y lo que á ellas se les escape, que vengan y lo recojan; y que tú no eres un cualesquiera, y a las mujeres la nombradía se les sube al palomar, y tú, bien sabes que no lo digo por alabarte, pero tú ya eres más conocío que la belladona.

—No hombre, tú tienes una venda en los ojos; tú no conoces á ese lucero de la mañana; es tan bonita como graciosa, y tan graciosa como honrá, y tan honrá como la Pura y Limpia, y aluego que tiene puesto sus cinco sentíos en su hombre, y hace mú bien; el pairino se lo merece porque está jecho con agua santa y trigo candeal, y azúcar molida, y si yo me aterminara una vez tan siquiera á poner en mis ojos algo de lo que me jierve en la sangre, y ella lo viera, me escupía en la cara, Juan, me escupía en la cara.

—Déjate tú de cosas y de escupitinajos, ¡si conoceré yo la muselia morena!

—¿Sabes que me estás ya abroncando con tus malas ideas? Yo no caigo, ya te lo he dicho, ni yo caigo, ni ella cae.

—Dios te oiga; pero ya verás como el querer sus da el empujón y vais á estar rodando hasta que sus metáis de cabeza en el Purgatorio, por malitos y por peores.

—Que no, te digo.

—Pues entonces, ¿por qué te viene el traje corto pa el canguelo que tienes?

—Lo que yo tengo no es canguelo, sino pena, y pena jonda.

—Está bien, hombre, ó mejor dicho, está mal. ¡Maldita sea la hora en que viniste!



Concluimos felicitando al inspirado autor de Cartucherita, augurándole un éxito seguro por su obra y deseando para las letras españolas y para gloria del país natal que siga dando en nuevos libros muestras de esa inspiración poética que trasciende á los jazmines y diamelas de los paraísos malagueños, y donde se irradia tanta luz como hay en sus cielos y en sus mares, y tanto fuego como arde en los ojos y en el corazón de sus hermosísimas mujeres.

2 comentarios:

Pepa dijo...

Arturo Reyes, yo creo que sin quererlo, dio fama a nuestra tierra, dando a conocer nuestra historia. Yo estoy empezando a pensar, leyendo vuestras reseñas, que los que amaban Andalucía fueron los que le hacían buenas críticas, algunos de ellos grandes conocedores de nuestra tierra. Enhorabuena

JLG dijo...

Muchas gracias, Pepa, por tus ánimos. Sin duda, Arturo Reyes fue un excelente embajador de nuestra tierra.

Saludos y felices fiestas.

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