jueves, 27 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo séptimo




—Están tan malas las cosas ogaño, que yo ya he perdío jasta el nombre. 

El memorialista lo miró con extrañeza, y después, sonriendo con aire de triunfo, le dijo: 

—Como usted quiera, mi amigo. Y el sobre ¿á quién se le dirige? 

El tío Cantueso sonrió con aire bonachón y le repuso con acento irónico: 

—Al Pae Santo, en Roma. 

El memorialista, viéndose burlado, se encogió de hombros, echó en el canastillo el importe de su trabajo, que le entregara el tío Cantueso, y cuando ya le vio en la puerta, díjole, sonriéndose también: 

—Vaya usted con Dios y que llegue la carta. 

Desde allí se fué el Sr. Juan á la posada y le dijo al dueño: 

—Oiga osté, mostramo, ¿quiée osté jacermo un favor más reondo que una piña? 

—Eche osté por esa boca. 

—Pos quisiera que me pusiera osté un sobre pá un hijo que tengo en Cuba. 

—Con mil amores, ¡no faltaba más! 

Después de echar la carta al buzón del correo, metiendo en él cuanto pudo el brazo, y esperando algunos instantes, no fuera, por arte de encantamiento, á volver la carta á salir, cogió de nuevo su cabalgadura, y orgulloso de sí mismo por lo gallardamente que había salido del paso, púsose en un periquete en el lagar, y dijo á la señá Tomasa, con aire de triunfador: 

—Ya va pá allá la carta, y no se ha enterao ni la tierra; estas cosas sa menester jasellas con sabiuría. 

Pasaron varios meses, durante los cuales apenas si se le vio el polvo á Dolores, y, al que hacía nueve, una noche el señor Juan, montado en uno de los mulos y seguido de otro con jamugas, salió con dirección á la capital por trochas y vericuetos, y antes que despertara el día estaba de vuelta con una viejecllla, que no permaneció en la Viñuela más que hasta la noche del día siguiente, en el que el cortijero la reintegró á sus hogares. 

Desde entonces empezó é notarse gran movimiento en la casa. ¡Cosa extraña! Parecía que un nuevo rayo de sol había iluminado el cortijo; una nueva escapatoria tuvo que hacer aún á Málaga, también de noche, el señor Juan; esta vez llevaba con gran primor entre los brazos un lío, de donde, de vez en cuando, escapábase un gritó infantil. 

Al regreso del cortijero empezó á dejarse ver de nuevo Dolores, pálida, ojerosa, llena de languidez; llevando casi siembre en brazos una chiquilla, que, como es natural, hubo de llamar grandemente la atención de todos los convecinos de los cortijeros. 

El primero que les hubo de preguntar á quién pertenecía aquel retoño, fué el tío Anselmo el del lagar de Ponce

—Oye, Juan, ¿de quién es esa gurripata?—le preguntó, abriendo mucho los ojos. 

—De una hija de mi primo Antonio er de Osuna; la probetlca, al nacer, esgració á la madre, y como no tié á naide más que á mí, y... como la iban á echar ar torno, y mi casa es el arca de Noé, y mi Tomasa tiée un corazón que es armíbar, y... 

El Cantueso no estaba acostumbrado á mentir, y, está claro, todo aquello lo dijo torpemente, con indecisiones y balbuceos. 

El del cortijo de Ponce le miró con sorna, rascándose detrás de una oreja.

—¡Probetica Isabel! ¡Tan regüena como era y tan jacendosa, y con un lunar tan regracioso como tenía en la cara!—repúsole el tío Anselmo muy seriote, y como conmovido por la prematura muerte de aquella supuesta parienta del señor Juan el Cantueso



CAPITULO VII 

Sigue la historia antigua 


Cuando el de Ponce se hubo marchado, dijo el señor Juan á su mujer, con acento lleno de acritud: 

—¿No te lo ecía yo? Esa es mu gorda y no cuela. ¡Camará con el tío Anselmo, y cómo me la ha degüerto con refalción! 

—Pero ¿qué ha sío lo que ha pasao? 

El Cantueso le contó lo ocurrido, y concluyó diciendo: 

—Lo mejor era lo que yo pensé; habérsela dao pá que la criara á Juliana la Pecosa; esa tié mucho que agraecernos, y es más güeña y más callá que un confesionario, y allí naide se hubiera comió la partía; Málaga es muy grande y naide se entera allí de la matanza del vecino, y cuando hubiera güerto Agustín, entonces se hubieran puesto las cosas en su lugar. 

—Mía tú, eso no podía Dolores consentirlo, ni yo tampoco; ¡angélico e Dios! Tan escuchimizá como ha nació, y dejarla en manos ajenas. ¡Vaya, que se le quite eso de la cabezal; y aluego que la probetica ya mos conoce, y apenitas la llamo regüerve los ojos pa buscarme y encomienza á tenderme los bracicos. ¡Vaya, eso no puée ser! Si es la alegría de la casa, y lo mesmo que lleva ya aquí cinco meses llevará cinco eterniáes; y si la gente dice, que diga; ya se jartarán, y á la postre y al fin tiéen que enterarse; ésas cosas pasan bajo los tejaos desde que er mundo es mundo; y aluego que too esto, Dios mediante, se arreglará, y tóos se quedarán arveando de limpios. 

—¿Y si Agustín no gorviera? 

—¡Jesús y qué cosas dices! ¡Vaya, y qué ganas de afligirme! Será mucha esgracia que le dieran otro balazo al probetico. ¡Hijo de mis entrañas, y qué penitas no habrá pasao solito por esos hespitales! 

—Cuestan mu caros los galones; paéce mentira que el probe haya aguantao er plomo; es que tiée poca sangre y güeña encarnaura, y no te creas tú que él se contenta con lo ganao; mu clarito mos lo dice en sus cartas, «No voy á casarme jasta que llegue á oficiar,» quiée que su Dolores sea oficiala y tenga un asistente más grande que un castillo. 

—Mejor sería que se queára e sargento y tomara la arsoluta. 

—¡Cuarquier día jace eso! El chavalete ha salío con la sangre ardorosa y mu bravo. ¿No ricuerdas lo que leía el periódico, que se había batío como un león? 

—Mejor estaría con mosotros, peleando con la vía. 

—¡Cualisquiera le píe el quién vive cuando güerva! ¡No va á venir mu venteao el mozo! 

En aquel instante sintióse llorar á Araceli, y dejando á su marido con la palabra en la boca se dirigió la señá Tomasa hacia las escaleras con toda la ligereza que le permitían sus años y su tremenda carga de carnes, volviendo á poco con la rapacilla en los brazos. 

La chiquilla era casi un vivo retrato de Agustín; tenía los ojos azules, grandes y melancólicos, la tez blanca y suave y rubios los sedosos cabellos. 

Su carita demacrada y pálida, sus labios descoloridos y su cuerpecillo descarnado, presagiaba una infancia peligrosa. 

—¿No ves, no ves lo que sabe esto? ¡Apenitas la cogí, callóse como una zorra! ¡Pícara Dolores! ¡Pícara madre, que no le da de mamar a la niña! Pero mira, Juan, mira cómo se sonríe. 

La chiquilla, entretanto, alzaba los brazos, mordisqueándose los puños, y estirábase apoyando los pies en la carnosa cintura de la abuela. Poco á poco el semblante de Juan fué perdiendo la tensión de costumbre, inclinó poco á poco el cuerpo hasta formar con él un ángulo, apoyó ambas manos en las rodillas, y con la sonrisa en los labios y los ojos llenos de ternura empezó á jalear á la muchacha, que le pasaba las aterciopeladas manos por el atezado rostro. 

—Anda, anda, y cómo te han puesto los mosquitos— dijo riendo él tío Salustiano, que apareció en la puerta del corral con la indispensable tomiza y el ya en él histórico manojo de espartos. 

—¡Si la envidia juera tiña, agüelo, cómo andaría la cristiandá!— exclamó la seña Tomasa. 

—¡Yo envidia! ¡De juro! 

—Sí, sí, envidia; no te avergüences; Juan, que ese viejo indino es peor que tú, y esta mañana, sin que naide se lo dijera, estaba meciéndole la cuna y oseándole las moscas y cantándole serranas; ¡conque ya ves tú! 

El tío Salustíano, viéndose descubierto, miró con tremenda y cómica actitud de amenaza á la cortijera, y dijóle ahuecando la voz: —¡Delataóral En aquel instante apareció en la puerta Dolores con el cantarillo de la leche, que colocó sobre la mesa, y avanzando hacia el grupo, y dejando escapar una de esas exclamaciones de amor maternal que no tienen nombre, dijo, encorvando el cuerpo y alargando las manos á Araceli: 

—¡Vente, vente conmigo, querubín, que estarás esmayaíca! 


(Se continuará)

1 comentarios:

Pepa dijo...

Este libro lo leí hace mucho tiempo y no lo recordaba, la verdad que me está gustando mucho: la trama muy actual, las frases tan ingeniosas, y esa familia tan buena que es la de Juan el Casariche y la señá Tomasa.

Feliz año 2013

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