jueves, 27 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo quinto



Agustín la llamó con voz queda, y su propia voz le causó miedo: pensó entonces en retirarse, pero la calentura empezaba á martillar en sus sienes; no quería partir sin despedirse; un dulce atosigamiento empezaba á anudarle la garganta; empujó las entornadas hojas, introdujo el brazo, apartó la silla; el leve rumor de la puerta le convirtió, durante algunos instantes, en estatua. 

Reaccionáronse después todas sus energías, como para vengarse de aquellas timideces, y le hicieron penetrar rápido y sigiloso en la sala y llegar junto al lecho. 

El sueño de la Viñuela debía ser una pesadilla; su rostro estaba humedecido por el llanto, su respiración era febril, la cobertura, en la fatigosa brega, había sido arrollada, sus brazos arqueábanse sobre sus cabellos en desorden, su seno alto y virginal aparecía casi desnudo. 

Agustín se puso lívido, sus ojos se llenaron de voluptuosa atonía, contempló con dulcísimo arrobamiento á la hembra dormida; resonó de nuevo, sin que él la oyera, la tos bronca de su padre. 

Una hora después, anegada en lágrimas, Dolores asomábase á la ventana de su cuarto para ver á Agustín, que, aún entontecido por el choque del placer y el dolor, alejábase lenta, muy lentamente, como si fuera tirando del terrible peso que debía llevar en la conciencia.

Llegó el mozo al ángulo del camino, se detuvo allí algunos instantes; los perros le acariciaban las piernas gruñendo cariñosamente; los tintes blanquecinos del cielo empezaban á anunciar el día; en el cortijo de Millán cantó un gallo, el de la Viñuela le contestó, y entonces Agustín, después de arrojar un beso, un último beso á Dolores, se alejó ¡quién sabe si para nunca más volver! por el solitario camino. 


CAPÍTULO V 

En la Venta de las Palomas. 


La venta de las Palomas era y es conocida en casi más de la mitad de la provincia, y por todo el que en un tiempo se dedicara al matute armado, ó sea á introducir, jinete en un caballo de alados pies, mucha ciencia, y con un retaco en la concha, tabacos ó sederías de Gibraltar en la tierra famosa de los boquerones, también famosos, ó por los que, rebasando un poquito más las fronteras de lo conveniente, dieron tanto que hacer á Zugasti; gran pirandón en que Dios puso tanta vista, tanto olfato, tanta gramática parda y tanto estómago como se necesitan para que de los caballistas andaluces no queden más que cuatro pelones encuerinos sin poder y sin lacha, que aún no han dado los buenos días, cuando ya los del tricornio los han metido en cintura para escarmiento de guapos de pega y ladrones de secano. 

Juanillón el ventero, que de arrendador había ascendido á gran contribuyente, debía, según malas lenguas, toda su fortuna á la amistad estrecha que le uniera un tiempo á los famosísimos Niño de Morón, Chato de Benamejí, Urdiola y Cabrera el Potronsillo, los cuales de vez en cuando descolgábanse por el partido á cometer alguno de sus desaguisados con algún que otro rico trajinante, ó con alguna de las diligencias que recorrían entonces la tierra de María Santísima, á donde el progreso no nos había traído aún la locomotora, ni se había llevado, en cambio, tantas cosas típicas y bellas, como ha espantado con sus silbidos. 

Juanillón, apesar de sus sesenta y pico de años, era el viejo mejor plantado de aquellos alrededores, y sin tener en cuenta lo blanco de sus cabellos, sus labios sumidos, que parecían empeñados en besar el cielo de la boca, ni su cara hecha arrugas, dobleces, y hasta signos cabalísticos, era enamorado como Pichichi, jacarandoso y neto como el que más, y como el que más aficionado á pelear, al peleón y á pelar la pava; pero como en lo tercero no encontraba ya moza de su gusto que le hiciera mohines y carantoñas, con harto dolor de su corazón, entreteníase en dirigir, mediante sabios consejos, á todos los mozos de los Verdiales en sus cábalas amorosas. 

Era de ver al viejo vestido con lo, ya casi del todo relegada al olvido, indumentaria de los majos sus coetáneos, escuchar con recogimiento casi religioso las querellas de los que iban á contárselas y á que les dijera la buenaventura, lo cual hacía el hombre dándose más tono que un tiempo la inmortal sibila ante el sagrado trípode. 

Era de ver al viejo, repetimos; y de saber manejar los pinceles no hubiéramos dejado de trasladar al lienzo su figura adornada con el usado marsellés de paño catalán con caireles de plata, camisa sin almidonar, ancho ceñidor encarnado que le cubría desde el pectoral izquierdo hasta casi la ingle derecha, pantalón corto de pana, polainas ya sin el fleco de correa que las adornaran en su juventud, y zapatos que, como los cascos del caballo de Atila, donde se posaran no debería volver á crecer la hierba. 

Durante todas las estaciones cubríase Juanillón la cabeza con un pañuelo de los que por acá llamamos de tomate y huevo, anudado sobre la nuca, y durante todas las estaciones, y á todas las horas del día y de la noche, tenia al alcance de la mano el viejo retaco de dos cañones, con el cual, según afirmaba, no le ponían el pelo de punta ni el Cid Campeador ni el mismísimo moro Muza. 

—Hola, abuelo. Dios guarde á usted—díjole una mañana, deteniendo el paso de su Tordillo, Enrique Miranda, el de Almogía. 

—Y á tí también, güen mozo. ¡Cómo le has tomao querencia á estos manchones! 

—Es que voy á Málaga. ¿Y qué se cuenta entre la gente de mérito? 

—Ná que meresca er cuento, ¿pero no te asientas una miaja y jecharemos un prejendi

—Sí, lo echaremos—contestó Enrique saltando del potro y dándole las riendas al ventero. 

Éste ató la cabalgadura á uno de los postes que sostenían la parra cubierta de hojas verdes y negros racimos. 

Enrique, entretanto, sentóse en una de las toscas sillas puestas á la sombra para tentar á los caminantes, y sacando la petaca, se la ofreció á Juanillón

Volcóla éste casi del todo en la palma de la mano, y dijo después de arrojar una mirada inteligente y olfatear la aromosa picadura: 

—¡Carpense ligítimo! 

Después de hacer un cigarro y encenderlo como lo encienden los fumadores de cepa, y tras una poderosa aspiración, siguió diciendo con los ojos entornados: 

Carpense superior; jugándose la pelleja dos pesetas de utiliá en libra, mercándolo en Gibraltar y vendiéndolo en Málaga. 

—Lo que es hoy, como no sea algún que otro mochilero, eso se acabó ya. 

—Tiés razón, ya se acabó la levaúra de la gente de guapeza; hoy ya no hay quien se atermine á jugar al pilla pilla en er monte. 

—Parece que lo dice usted con pena. 

— ¡Dejuro! con pena, poique er contrabando no es un robo; es una pelea de poer á poer, y er que puée má se arza con er santo y con la limosna; y si no ¿quién es er que cobra las puertas? Er Gobierno, ¿verdad? y al Gobierno, ¿quién le da licencia pa jacer eso? Mosotros á la juerza, ¿no es asina? Pos bien: si mosotros se la damos, mosotros se la quitamos; poique entre quitar lo que mos pertenece ó comer rayos que mos partan, creo que la razón no hay naide que mos la niegue.

—Tal vez tenga usted razón, abuelo. 

—En fin, no jablemos más de esas cosas poique se me emberrenchina la sangre. ¿Vas á Málaga por mucho tiempo? 

—-Ca, no; vuelvo esta misma tarde. 

—¿Y tú sabes cuál es el camino más corto?,—preguntóle con sorna y disimulando la sonrisa. 

—Ya le creo -repúsole Enrique, para el cual no había pasado inadvertida la sonrisa del tío Juanillón

—Por el caminito de Santiago se va en un soplo. 

—No hombre, no es guasa; te lo digo mu formal. 

—¿Y cuál es ese camino? 

—Pos por la trocha del cortijo é la Viñuela y en un periquete sales por Matagatos. 

Miranda se retrepó en la silla, hizo un mohín malicioso, quitóse el sombrero, alisóse con la mano el lustroso cabello y repuso:  

—No es mal camino ese, tío Juanillón, no es mal camino; por lo menos á mí no me lo parece, y me gusta de verdad. 

—¡Vaya! ¡Como que es un encanto! Pero también es peligrosillo e veras, y si se te van los pieses te errumbas y vas á escapar mu dolorío. 

—Ca, hombre, si yo ando hasta por los aleros de los tejados como si fuera por los llanos de la vega. 

—Ya me sé yo de memoria tu habiliá pa los malos caminos; pero ese es peor entoavía poique está acotao y el guarda es un puerco espín que al mesmísimo lucero de la tarde le mete un puazo. 

—¿Y quién es ese, el hijo del de Casariche? 


(Se continuará)

1 comentarios:

Pepa dijo...

Es emocionante escuchar estas historias de lagares y contrabandistas, con ese lenguaje tan agudo y lleno de palabras tan andaluzas. Me encantan sus sentencias que son casi siempre verdades como puños y simpáticas. Es una pena que los malagueños no conozcan estas historias tan nuestras.

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