viernes, 1 de febrero de 2013

A punta de capote

Publicado en: Por esos mundos (Madrid). 1/8/1910, página 7.


—Comadre, mú güenos días. 

—¡Josús, y cuánto güeno por aquí! ¿Qué méritos habré jecho yo la noche pasá pa tener este alegrón esta mañana?

—Pos no repique usté mucho, comadre, que entoavía va usté á concluir por ponerme en mitá de la del Rey.

—Eso no, asín viniera usté á darme un disgusto en vez de venir á traerme chocolate.

—A lo que yo vengo es á traerle á usté un colirio pa que vaya usté mejorando una miajita de los ojos.

—¡Pero qué empeño que tiée usté, comadre, en que yo ando mal de los ojos!...

 —Y tan mal como anda usté, comadre, pero por mí no deje usté su jacienda, que no tengo priesa ninguna.

—Pos mire usté, si usté me lo premite, voy á seguir planchando este camisón, porque, según parece, mi señor Don Cayetano tiée hoy que vestirse de gala pa dir á ver á algún diputao á Cortes.

—¿De gala, verdá? No es fijamente mal diputao el que tiée que ver ese caballero, otro diputao como el que tiée que ver el mío, porque el mío también hoy se ha vestío de tiros largos; como que me ha dao un sofoquín porque no tenía limpios los calcetines granate.

—¿Pero por qué ha de ser siempre tan mal pensá, comadre? ¿Por qué no ha de ser verdá que tengan que dir dambos á jacer esa visita que dicen?

—¡Que por qué no ha de poer ser verdá!—exclamó, incorporándose, como sacudida por un fleje de acero, Rosalía la Campechana.—Porque no lo es, porque yo esto que digo me lo sé á clavito pasao... ¡jaser una visita!... Como que dambos pendones tiéen quedir hoy á pendonear con dos archiduquesas
que acaban de llegar de Sivilla,dos lañas más jarticas de roar que un mingo sobre un tapete.

—Pero, comadre, ¿por qué se ha de creer usté siempre lo que le dicen ó lo que ensueña?

—No, comadre, que esto que le estoy diciendo yo á usté es el Evangelio; que esto me lo ha dicho á mí la Tapones, la sobrina de Antonia la de Pepillo el Trabuco.

—Pero usté no sabe que esa Tapones el día que no indispone un matrimonio bien avenío... aquella noche se le corta la digestión y no puée pegar los ojos.

—¿Pero qué interés diba á tener la Tapones en venirme á mi con un cuento?

—¿Y qué interés tiée en soltar baba los caracoles? ¡Vamos, comadre, déjese usté de tonterías!... Y sobre tó, supongamos que sea verdá eso que le han dicho á usté, vamos á ver: ¿que es lo que usté consigue con enterarse?

—¡Que qué consigo! Pos ya lo verá usté: darles un pregón a dambos y jacer que á dambos se les corte el cuerpo. ¿Que qué es lo que consigo? Desmoñarla á ella, si logro ponerle la mano encima...¡Que qué consigo!.. Si tendremos toas la sangre como usté, que lo que tiée usté no es sangre sino un medio de arvellana.

—Mire usté, comadre, yo tendré ó no tendré la sangre de eso que usté dice; pero tenga usté la seguridá de que con ese genio que tiée usté, no se consigue naíta de los hombres, cuando los hombres son como lo son el de usté y el mío.

—¡Pero qué genio ni qué ocho cuartos, ni qué tiro que me peguen!... ¿Es que quiere usté que me entere yo de que hoy mi hombre se va con otra mujer de ¡viva y viva tu mare!, y yo me quée tan tranquila abanicándome á la sombra de la parra?

—¡Pero si yo no digo naíta de eso!... Si lo que yo digo es que con pillar catorce berrenchines no jace usté ná, y si está nublao, pos tan nublao, y si está azul, pos tan azul.

 —Pero vamos á ver, comadre: supóngase usté por un instante que sea verdá lo que me ha dicho á mí
la Tapones.

—Güeno; supongámolo, y que yo ya me lo he suponío.

—¡Y me lo dice usted tan fresca, comadre!

—Pero ¿es que quiée usté que me tire al pozo?

—Y se queará usté tan fresca sabiendo, cuando el compadre se está poniendo de tiros largos, que si se pone de tiros largos es por dir en busca de otra señora.

—Fresca no me quedaría, pero tampoco me daría un síncope.

—Y gantes de que se fuera ¿qué haría usté?

—¿Yo? Procurar que no se fuera, pero no dándole ningún pregón, sino trabajando la partía como la debemos trabajar las mujeres: dándole coba jasta que se le cayera el barniz.

—Llorando y gimiendo ¿verdá?

—No, comadre, sin llorar ni gemir. Y si no, vamos á ver: ¿usté no dice que mi Paco tiée que dir con su Pepe de usté hoy de juerga con dos archiduquesas que han venío de Sivilla?

—Eso digo... Pero lo que es el mío, no vá, ¡qué ha ir el mío! Como que pa dir tendrá que dejarme á mi colgá, pero que colgá, de cualquier viga del techo.

—¡Y qué necesidá tiée usté de que hagan con usté esa perrería

—Pos quisiera yo que usté me explicara cómo se puée conseguir que no se vaya de juerga un hombre, sin armar una que sea más soná que la degollación de los inocentes.

—¡Pero si eso es la mar de fácil, comadre! ¿Quiere usté ver cómo mi Paco, sin que yo le pía que se quée, se quea sin dir á esa cita que usté dice?

—Eso tendría yo que verlo pa creerlo.

—Pos la cosa es la mar de sencilla. Mi Paco ha quedao en venir á vestirse y á almorzar á las doce en punto; asín es que si usté quiere, se quea usté aquí y me ve manejar el percal, á ver si consigo yo que usté aprenda arguna vez á llevarse á su hombre á punta de capote á donde á usté le dé la repotentísima gana.

—¡Pos ya lo creo que sí, que quiero ver esa faena tan maravillosa, comadre!

—Pero con la condición de que no hable usté una sola palabra de citas, ni de celeras, ni de ná, y de que á tó lo que yo diga, diga usté que sí catorce veces seguías.

—Desde luego que sí, comadre.

—Pues no hay más que hablar. ¡Ya verá usté cómo mi Paco no va hoy, ni solo ni con su compadre, á ver esas dos archiduquesas sivillanas!

—Si usté consigue eso, comadre, le regalo á usté el mejor de mis pañuelos.

II

Cuando Paco el Garibaldino llegó á su casa no pudo evitar que reflejara su rostro su extrañeza al ver en ella á su comadre, y

—Vaya—pensó—ya esta pícara perra pachona se ha golío la cosa y ha venío á evitarlo soliviantando á mi Dolores.

Esta, que se había alisado el cabello y puesto un vestido azul que embellecía su figura y cuyo color contrastaba armónicamente con su pelo rubio y brillante, sus ojos grandes y azules y su tez nacarina, recibió á su marido con la sonrisa en los labios, y

—Ya empezaba yo á pensar que se te había parao la vida—le dijo, cogiendo el sombrero que aquél se acababa de quitar.

Y tras de colocarlo en el perchero, se dirigió de nuevo hacia Paco, diciéndole con acento alegre y sonoro, como el trinar de un pájaro:

—Ya tiées la ropa planchá... Asín es que cuando quieras te pones más pinturero que toíta España.

—No corre priesa: entoavía es mú trempano.

—¿Y por qué no almuerzas antes de ponerte de pontificá?

—Porque no tengo ganas de abrir la boca.

—¿Quieres que te haga antes un refresco?

—Pos, mira tú: no me caería eso mal del tó, porque estoy más achicharrao que el cisco.

—Ya se encargará de desacalorarle algún alma caritativa,—murmuró casi mentalmente Rosalía.

Dolores se apresuró á complacer á su marido, y momentos después sus manos pequeñas, limpias y sonrosadas, presentaron en reluciente vaso el refresco ofrecido al jacarandoso perchelero.

—¡Vaya si está superior,—dijo éste cuando hubo dado fin á la fresca limonada.

—¿Y por qué no te quitas la chaqueta y te echas un ratillo?... A bien que la comadre es de confianza.

— Hasta cierto punto—dijo él, mirando con expresión picaresca á su comadre.

Sonrió Paco y...

—¡No, no me echo, porque si cojo el sueño no va á haber aluego quien me despierte!

—Yo te llamaré, tonto, á la hora que tú me digas.

—No, no me echo.

—Como tú quieras—dijo Lola.

Y sentándose frente á su hombre, continuó, dirigiéndose á éste:

—¿A que no sabes tú quién ha estao aquí esta mañana?

—No sé.

—Pues mi prima Remedios, que vino á convidarme á dar un paseo.

—¿Y qué le dijiste?

—¿Y qué le iba á decir? 


Que yo soy una faluga 
que tiene su timonel
y que soy barquito á pique
cuando navego sin él.

Contempló el Garibaldino con expresión efusiva á su mujer, y

—¿Pa ónde se diba á dar ese paseo?

—Pos, según creo yo, por el Arroyo de los Angeles.

—¿Y por qué no le has dicho que sí?

—Porque á ti no te diba á gustar, porque, según me dijo mi prima, también va á dir con ella Rosarito la Tulipana.

Se acordó Paco de que el que á la sazón era novio de la Tulipana había sido pretendiente de Dolores y miró á ésta como agradecido á su negativa, y dijo:

—Eso no le hace: aonde quiera que tú vayas, y sea con quien sea, van siempre bien los ojitos de mi cara.

—No, es que no era de mi gusto ir, y sobre tó, que si tú arremataras temprano y pudieras venir, y quisieras, te peiría yo que me llevaras á dar un paseo.

—Y si no voy á poder, mujer, si ya sabes tú que se trata de dir á ver á un amigo y al que ni yo ni mi compadre hemos visto desde hace una pila de años...

—¿Ha estao quizás en la Argentina?—le preguntó con acento sarcástico, no pudiendo contenerse, Rosalía.

Contempló Paco con aire inquieto á su comadre, y

—No, en la Argentina no, que yo sepa —le repuso con cándida expresión.—Pero sí ha estao muchísimo tiempo al frente de una tumba en el Puerto de Santa María.

—Güeno, pos no te preocupes por lo del paseo—dijo Dolores.

Y después, dirigiéndose á su comadre, añadió:

—Pos ya no me mande usté el mantón, comadre.

—Bueno—le repuso ésta, acordándose de lo que á Dolores había prometido.

—¿Pero es que le habías pedido el mantón á la comadre?

—Es que—dijo Lola sonriendo—había pensao una cosa; y era, aprovechando que tú estarías de tiros largos, pos había pensao que antes de dar el paseo fuésemos á la fotografía y nos hiciéramos juntas
un retrato... Mira cómo yo quisiera que mos lo hiciéramos: yo, pongo por caso, sentá en una silla con el mantón de Manila de la comadre, terciao, y un puñao de claveles en el pecho y en la cabeza; el vestío de seda y la caena de oro; en fin, con toito lo del escaparate, y tocando la guitarra; y tú, de pié á la vera mía, con el sombrero echao hacia atrás y mirándome como cuando... ¡Vamos, ya sabes tú
cómo yo digo!

—Vamos, comadre, que me parece á mí que voy á tener que dirme—exclamó levantándose y fingiéndose cómicamente indignada Rosalía.

—Vamos, comadre, no sea usté tan súpita—dijo riendo Paco—que no hay por qué soliviantarse.
Y después, dirigiéndose á su mujer, le preguntó:

—¿Y tú sabes los parneses que cuesta hacerse ese retrato, y que estoy más arriao que una vela?

—Es que yo no necesito parneses—le repuso sonriendo maliciosamente Dolores.

Y dirigiéndose hacía la cómoda sacó de uno de sus cajones una cajita, que agitó alegremente haciendo sonar su contenido.

—¡Ah, pícara!—exclamó Paco.—¿Con que esas tenemos? ¡Con que no se puée uno aquí dejar colgao en ninguna parte el chaleco!

—Y si no fuera por eso ¿con qué te diba yo haber mercao lo que te he mercao?

—¿Y qué ha sío lo que tú me has mercao? Que yo me entere..

—Pos una corbata azul superiorísima... Pero esa no la ves hasta mañana, que es tu día y cumpleaños
de...

—¡Pos es verdá, que mañana es cumpleaños de nuestro casamiento! ¡Cinco, años!

—Pos mira tú lo que son las cosas: á mí me han pareció esos cinco años cinco días... ¿Pero qué estas haciendo?

—Pos ya lo ves, quitándome la chaqueta.

—¿Pero te vas á echar, por fin, un ratillo?

—Sí... Digo, si me lo permite la comadre.

—Por mí, como no sea más que eso...

—¿Y á qué hora te llamo si te queas dormío?—le preguntó Dolores á su marido, al par que lo acariciaba dulcemente en los ojos.

—Pos mira, yo estoy citao con el compadre a la una... Pero...

—¿Pero qué?

—Que estoy pensando en que ese amigo bien podíamos visitarlo otro día, mañana, pongo por caso, y como la comadre verá dentro de un rato al compadre...

—¡No, mira, por mi no lo hagas. ¡Otro día que tú no tengas que hacer me llevarás de paseo y nos haremos el retrato... ¡Por más que hace hoy un día tan hermoso! Pero, en fin, antes son tus gustos que los míos.

—No, mira, yo ahora me echo un rato, y si cojo el sueño, tú tan y mientras te jaleas y á eso de las tres me llamas.

—Pero, mira, Paco, que si eso te contraría...

—No, mujer, no me contraría—dijo Paco.

Y después, dirigiéndose á su comadre, exclamó:

—Y usted, comadre, me hará usté el favor de disculparme con el compadre.

—¡Ya lo creo!—respúsole aquella poniendo una mirada de asombro en Dolores, que la miraba con expresión de triunfo y como diciéndole en el dulce y elocuente idioma de luz de sus grandes ojos azules:

—¡Lo vé usté, comadre, usté vé cómo á los hombres no hay más sino que saber manejarlos, y cómo esas archiduquesas sivillanas se quean hoy sin ver á Paco el Garibaldino!


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