jueves, 31 de enero de 2013

El de la Umbría. Capítulo quinto


LA NOVELA ANDALUZA



En vista del éxito de esta revista y queriendo corresponder de alguna manera al creciente favor del publico, hemos decido publicar una serie de novelas andaluzas debida a las mejores plumas de los escritores de la región Arturo Revés Julio Pellicer, Ramón A. Urbano, Fernández del Villar, Casaux España, Martínez Barrionuevo y otros nos han prometido cooperar con sus bellos escritos al mejor éxito de esta sección.

Arturo Reyes el padre de la novela andaluza, ha abierto la marcha con una narración primorosísima como todas las que salen de su brillante pluma.

Por su extensión la iremos publicando en fragmento procurando hacerlos cortés al final de los capítulos, para el mejor  cocimiento de los lectores.

La novela de Reyes lleva este título:


El de la Umbría


CAPÍTULO QUINTO


La sala principal del Casino estaba, como casi siempre, de bote en bote: todos ó casi todos los holgazanes y ricachos de la villa entreteníanse en matar en ella el aburrimiento jugando al dominó unos, otros á las cartas o arreglando al país y modificando las instituciones entre cortado y cortado de Farajan ó Jubrique:

—Oye tú, Cantinero, —exclamó el Pecas dirigiéndose hacia donde aquel estaba; —tú que vives al cabo de la calle, en ese mal barrio en que anda el Tono, ¿es verdá que el chavalete sigue más emperrao que nunca en que le jagan la autosia?

—Eso dicen, pero eso no son más que pamplinas pa canarios; no poique al Toño se le engurruñe ná por ná, sino poique al mozo no le rempuja gran cosa la voluntá que le tíée á esa jembra.

—Eso que tú ices está pidiendo á voces una criba, poique tiée más paja que simiente: y esto no te lo digo poique lo haiga ensoñao, que yo digo lo que digo poique Su Divina Majestá me puso dambos ojos en la cara pa ver las cosas, y usté perdone amigo mi farta de conformiá con lo que usté acaba de decir.

Y el tío Campeche, que era el que había hablado, y que mientras hablaba había tenido en alto el as de oros, dejó caer violentamente la encallecida mano sobre la mesa, diciendo con voz gutural:

—¡Veinte en copas!  El Cantinero se encogió de hombros al terminar el viejo su perorata y exclamó dirigiéndose á uno de los corros:

—Siempre el mesmo; siempre  resfalándose de la lengua más de lo que Dios manda y de lo que á su salú le conviene.

— Y qué se le va á jacer, si el hombre tiée asegurao el perfil por las arrugas y los bitoques.

—Ahí está el Toño —exclamó en aquel instante el Clavijano con acento indiferente, abandonando el balcón desde el cual había visto llegar al hijo del Naranjero.

—¡Señores, á la paz de Dios!—exclamó éste á poco, penetrando en la sala con torvo semblante, el sombrero echado sobre la frente, las manos atrás y la cabeza inclinada.

—Camará y cómo te jiede el jálito— exclamó el Cantinero acercándose á su amigo, el cual permaneció silencioso y fuese al balcón seguido de aquél, que se dirigió á él de nuevo, preguntándole:

—¿Quién te ha jecho hoy mal de ojo; es que has hablao por fin con la Jabalina?

—De hablar con ella vengo.

—Pos seguramente te ha dao una dentellá, poique lo que es las señas son mortales.

—Pues no te equivocas, porque si no me hadado la dentellá ha sido por misericordia divina; chavó, si esa no es una mujer, si es una loba.

—¿Pero qué es lo que te ha dicho ó te ha jecho, ó en qué se ha propasao?

—Pues me ha dicho que no puedo andar de bruto que soy; que el mal ángel me dio al nacer un beso de cuerpo entero; que mi padre es un grajo y mi madre una lechuza; que cuando me dé la repotente gana le quitemos las cuatro obrás de viña; que no me puée ver ni en estampa, y en fin, qué sé yo, el delirio de cosas, y las que te he dicho las mejores.

—Pos por lo que se ve, la probetica de mi corazón es corta de genio; y tú á tó eso ¿qué?

— ¡Pues yo á tó eso, na! Seme agrió la saliva y se me cortó el cuerpo, y á mí, que no me viene ná largo en el mundo, me vino larga esa gachí; pero no es eso lo malo: lo malo es que mientras más me pinchan las ramas más me gusta el carambuco.

—Pos yo, si tú me lo premitieras, me atrevería á darte un consejo leal, y ese consejo es que hay cosas que es peor tomallas que dejallas, y que jembras hay más que esazones y que arrimarse á esa mujer es dirse al colmenar sin careta.

—Es que además de lo otro, esta cuestión es cuestión de amor propio; y es que además yo cuento con la ayuda de Cristóbal.

—Güena ayúa ¡la del enterraor!

Cuando una jembra está prendá de un hombre, y este hombre es un infortunao con cosas de macho, y güeñas hechuras, sa menester pa movella de un sitio cien yuntas y un terremoto.

En aquel momento, Tovalo, uno de  los mozos del Casino, llegó a Toño y le dijo:

—Mostramo, ahí está el tío Cachorrito, el de la venta, que dice que tiée que platicar con su mercé de una cosa que á dambos sus interesa.

—Pues dile que suba—repúsole Toño con aire malhumorado.

— Me paece á mí que no sube, que lo que quiere el agüelito es platicar á solas con su mercé.

—Anda, hombre, que cuando ese pajarraco se descuelga por aquí algo se traerá en el pico.

Y Toño, aunque reacio y de mal talante, se dirigió hacia las escaleras, murmurando:

—Bueno estoy yo para pláticas y para aguantarle un tostón á cualquiera; en proporción está la tierra para almácigas de claveles.

0 comentarios:

Publicar un comentario