lunes, 28 de enero de 2013

Los últimos, los primeros

Publicado en Nuevo mundo el 19/11/1908, página 28.

I

Cumplida su misión huyen las nubes al par que las sombras de la noche y el sol apareciendo triunfante en un horizonte de zafir vierte sus rayos de oro sobre la tierra húmeda y engalanada con sus más rientes verdores. 

Cruzan las palomas el espacio azul como saetas nítidas, despéñanse los arroyos en las pintorescas cañadas donde el torrente despojó la adelfa de sus flores carmesíes; lanza el mirlo su nota estridente en el espeso zarzal; cruzan los campesinos por los accidentados senderos que ponen en comunicación los blancos caseríos que se destacan como arropados por árboles añosos en cumbres y en laderas; casi escondidos por los florecientes matujos ramonean acá y acullá los rebaños haciendo resonar el melancólico sonido de la esquila; discurren las aldeanas por entre los maltrechos bancales de los huertos; camina con paso perezoso por la carretera flanqueada de altos pencares la acansinada  recua; y allá en lo distante, parece que para unirse al mar descendió el horizonte, ó que para unirse al horizonte, elevó el mar su onda azulada y cristalina. 

Al canto del gallo que lanza desde el corral su reto matutino, entreabre Dolores la puerta del lagar y pasea sus ojos llena de zozobra por todos los atajos del monte; está pálido su semblante moreno y tristes sus ojos de oriental estirpe y caida en desorden la negrísima guedeja sobre la espalda que tantas veces quemó y requemó el sol, al segar las escasas mieses por prestar también en aquella ruda labor su concurso al cansado compañero. 

Dolores se sienta sobre el murete que circunda la limitada planicie que sirve de antesala á la reducida vivienda, mas la inquietud que la tortura, le hace incorporarse á poco y dirigirse hacia el hogar, gritando con voz de timbre de plata:

—¡Tía Pepa, yo me voy á alargar á la trocha, que ya estoy la mar de acongojaita, que yo no he podio pegar en toa la noche los ojos!

—Ya te he sentio, mujer; pero no seas tan cavilosa y no te acongojes asina, que no es la cosa pa tanto.

—Es que ha sío mucha el agua que Dios mos ha concedío, y milagrito será que no se haigan jinchao toicos los arroyos; no tié usté más que ver el de los Mimbrales que muje que mete espanto.

—¿Pero tú crees que tu padre, y que tu marío son dambos dos inocentes? No tengas tu miéo que ya se habrán puesto en seguro y se habrán queáo en la Venta del Ajojoli ú en el lagar del Pizarro.

—No, tía Pepa, ni mi Toño ni mi padre han juio el cuerpo á la lluvia ni á la ventolina y cuando ya no están aquí es poiqué están arriáos y calaicos y sa menester no orviarse de que mi Toño, á pesar de sus aparencias, es más delicao que una tórtola en el celo.

—Pos de perder, perder le tocaría fijamente al que á ti te trujo al mundo, poique el suyo es muchísimo más peor que el camino por aonde habrá jechao tu Toño y además que él tiée los guesos abitocáos y tu Toño está en sus propios amaneceres.

—Eso se piensa su mercé, pero mi Toño no vale ogaño lo que antaño y si lo ha cogío la tormenta en el camino ya verá su mercé como eso le cuesta la mar de días en cama.

—Camará y quién eres. ¡Pos ni que á tu Toño lo hubiera empoyao un arzacola! No seas asina, mujer. Lo que tú debes jacer es estarte quieta y no salilles ar paso, que no poique tú les salgas ar paso, vas á conseguir amasar de nuevo el pan que ya se han comío. 

Dolores se encogió de hombros á los consejos de la tía Pepa y se dirigió rápida hacia la falda del monte desdeñando la vereda y saltando ágil como un corzo por la inclinada vertiente.

II

—¿Has llegao jasta la trocha?

—Jasta el olivar de Joseito el Candela.

—¿Y no has visto á naide en el camino?

—Ni un pájaro, y sólo al golver me dí de cara con Toval el Cencerrete que venía de los Pencares y que ice que ha pasao las é Caín pa cruzar por el váo de los granizos.

—¿Y no se ha trompezao ni á tu padre ni á tu Toño en su veréa?

—A ninguno de dambos; pero él se cree que como el uno pasa por la venta del Ajojoli y el otro por la del tío Cambronero, se habrán guarecio en ellas del turbión que según dice Tovalo ha sio por allá arriba de los que ajogan las ramas.

—Pos vete tú ya pa entro y ve poniendo en el fuego la puchera, que lo primero es lo primero.

—Póngala su mercé que no estoy yo pa ocuparme de naica. 

Y mientras la anciana penetraba en el hogar, sentóse Dolores de nuevo en el poyo adosado al muro, clavando los hermosísimos ojos en las floridas sendas, sin que lograran arrancarla de su abstracción los halagos del escuálido mastín que también paseaba como impaciente su mirada en la radiante lejanía, ni el alegre bandurrio de gallinas que acaudilladas por un gallo de roja cresta y de pluma recamada de oro, removía la tierra acá y acullá con alegre cacareo, ni Churrete el pastor, que resguardando del relente las manos bajo sus axilas dirigíase hacia la cercana cumbre á la retaguardia del reducido rebaño que despuntaba, al paso, alegremente, los bien mojados matujos. 

Dolores no pudo continuar sentada; la inquietud hizola levantarse de nuevo como si el movimiento amortiguase su zozobra, y ya disponíase á dirigirse de nuevo hacia el olivar del Candela, cuando un resonante ladrido turbó el silencio del monte, y el mastín, tras un instante, tras un sólo instante de vacilación, corrió impetuoso y alborozado por la trocha de los Cipreses

Dolores dejó escapar una exclamación de júbilo.

—Ya están aqui—gritó al divisar casi simultáneamente allá al final de la vereda por la que corría el mastín, á su padre, el señor Paco el Tardío, que avanzaba arrebujado en su manta, sobre el viejo pollino que parecía vacilar al peso de su carga y de sus años; y allá por la vereda de los Rosales, al brioso trotar de su fuerte cabalgadura, á su marido Toño el  Bizarro, que confirmaba su mote con la gentileza de su gallarda persona. 

Y también Dolores, como el mastín momentos antes, vaciló un punto, sólo un punto, y decidiéndose, rápida y vibrante de alegría al ver huir en tropel sus inquietudes, corrió, ágil como una ardilla y riente como una alborada, hacía su dueño luciendo al correr la bien torneada pantorrilla bajo la mancha sangrienta de su zagalejo encarnado. 

Y momentos después, mientras el Bizarro sonreía y posaba sus labios sensuales, ávidos de caricias, sobre los húmedos y purpurinos de Dolores, y el sol irisaba el cuadro al conjuro de su ardiente centelleo, allá en lo alto de la trocha de los Cipreses, arrebujado en su manta raída, acariciaba el anciano con sus escuálidas manos al también viejo lebrel que le mostraba su amor con su resonante ladrar y con sus alborozados escarceos. 

Y acariciado que hubo al viejo mastín, murmuró el señor Paco el Tardío, tras arrojar un suspiro y al par que ponía una hosca mirada sobre el grupo formado allá en el opuesto camino por el Bizarro y Dolores.

—¡Lo mesmo le hubiera pasao conmigo á su madre, á la que Dios me quitó, á la que me dejó tan solico... á la mía compañera!

ARTURO REYES

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