miércoles, 9 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo decimonoveno



Cuando el cochero hizo restallar el látigo sobres los briosos caballos del coche de camino, y, sobre todo, cuando, dejando atrás las casetas de los consumos, penetraron en la polvorosa carretera, flanqueada por numerosos eucaliptus; cuando sus miradas, ansiosas de antiguos golpes de vista, se esparcieron en los suaves declives de los montes que van á morir en la risueña llanura, salpicada de alegres caseríos, en sus campos, donde el verde luce todas las graduaciones de la escala, y allá á lo lejos en el dormido mar, que se confundía con el azul celaje; cuando vió á su derecha los montes grises, áridos, escuetos, cubiertos á trozos de cenicientos olivares y de enfermizas vides; cuando cruzó por el Puerto de la Torre, un pueblo en dos paralelas, y reconoció al tío Quintanilla sentado en la puerta de su panadería; al Garduño, el más clásico tabernero del partido; al Mangano el estanquero; cuando todos aquellos seres y cosas fueron dando brillantez y colorido á sus recuerdos, una alegría melancólica y serena bañó su espíritu y hundiéndose en el fondo del carruaje, empezó á saborear previamente las emociones de la llegada al cortijo.

*
En el lagar sabíase solamente el día en que debía llegar; no así en qué puerto desembarcaría, ni cuál era el vapor en que había tomado pasaje; no decía nada de esto en su carta, y, en la duda, decidieron aguardarle en la casa.

Esta parecía una Cruz de Mayo; algunos días antes dieron principio los preparativos para recibir de un modo solemne casi al ínclito verdialeño; el decorado de la habitación preparada para éste fué motivo de larguísimas discusiones, en las que se impuso el criterio de la huérfana; ésta llevó á cabo la gran empresa con la ayuda de Bernardo, que tuvo que ir de compras varias veces á la capital; un catre de hierro ocupó la lateral izquierda de la estancia designada la mejor del edificio;--la mesa de noche era enchapada en caoba, con vistosos tiradores; el lavabo, de pino barnizado en su color, redondo, con una gran jofaina, jaboneras do cristal rosa y un espejo oval— una maravilla, según afirmaban todos, mirándose en él á porfía.

Una estera de paja, en colores; media docena de sillas de Vitoria; anchas cortinas de cretona con orlas de groseros encajes y varios cromos, completaban el mobiliario.

Todos los del lagar habían dado al aire sus galas de los días festivos.

Lucía Dolores una falda de céfiro color perla, moteada de encarnado; chaqueta de coco color granate, que atersaba su busto y su seno altísimo; sus cabellos caíanle, por vez primera, en artificiosos rizos sobre la tersa frente; lucía algunas flores sobre la enroscada y pesadísima trenza, y calzaba pequeños brodequines de cuero, de caladas punteras.

Araceli también había sido engalanada con un vestido color rosa y un babero blanco, y en los brazos de su madre formaba con ella rudísimo contraste con su carita pálida, sus cabellos sedosos y rubios y sus ojos grandes, azules y tristones.

Dolores se movía con dificultad; acostumbrada á los vestidos holgados, parecía embragada, y sus movimientos eran bruscos y torpes, como faltos de elasticidad y soltura.

La señá Tomasa había tenido que librar un combate casi para conseguir que se engalanara.

Dolores, antes de decidirse á darle gusto, protestó enérgicamente.

—Asina, como osté quiere que me ponga, no me va á conocer; la mesma soy con eso que sin eso, y, además, que no están los moños de conformiá con mis pareceres.

—No, mujer; á los hombres sá menester engañar los; á esos picaros no les gusta más que lo que reluce; conque anda y apáñate pá que, cuando te eche los ojos encima, muerda y relinche y se güerva loco.

Se arregló, como ya hemos dicho, á regaña dientes, la Viñuela, y, cuando salió de su habitación ya de tiros largos, los que aguardaban su salida quedáronse como entontecidos.

—¡Vaya, si estás jecha un rosicler!—le dijo, mirándola con mucho cariño el Cantueso.

Cada cual le dijo su cosa, menos Bernardo, que inclinó la cabeza y se salió de la casa, mientras murmuraba el tío Salustiano, contemplando con ira y amargura á la huérfana:

—¡Qué hermosa está la mardecía! Asina tié á mi probe mozo con la chabeta volando.

Dolores, apesar de sus preocupaciones, de su tristeza, de su inquietud, saboreó su triunfo; la admiración que vio retratada en todos los semblantes acarició dulcemente su vanidad; pero al ver alejarse á Bernardo, se sintió otra vez colérica y sombría.

Durante la noche anterior, no había podido pegar los ojos: la pasó insomne, febril, acongojada; librábase en su corazón un verdadero combate; el deber y la pasión, Agustín y Bernardo, peleaban como desesperados por posesionarse del lugar del torneo; al lado del primero luchaban Araceli, los Cantuesos, su honra en entredicho, la conciencia; al lado del segundo, los sentidos en rebelión, la fantasía loca, el amor, en fin, con todas sus ruindades y todas sus grandezas, y cuando las luces del día penetraron en la habitación, arrojóse Dolores fuera del lecho, calenturienta, con el pecho dolorido, llevando dentro de sí la liza y los lidiadores.

Mientras más y más martillaba en el yunque, más hondo veía el abismo que la separaba de Bernardo; para llegar hasta él tenía que sacrificarlo todo; su hija, á quien tendría que negarle una deuda sagrada; su bienestar, el cariño y el reposo de los nobles ancianos que le sirvieron de padres.

De vez en cuando, una decisión generosa se apoderaba de su ser; ella domaría aquella torpe inclinación y sería de Agustín, del hombre que debía ser su dueño, del padre de aquella criatura hasta entonces sin nombre; y, ya casada con él, se iría lejos, muy lejos, y de aquel modo, aquella pasión, que tanto hacíale sufrir, concluiría en lo que nunca debió dejar de ser, cariño de hermanos.

Cuando más decidida parecía á llegar al sacrificio, aparecíasele el zagal triste, con los ojos llenos de sombras y lágrimas y la boca de súplicas y besos; el zagal, que la miraba como invocando un consuelo último, y aquellos ojos la hablaban con desesperada elocuencia y le decían cosas ardientes y dulcísimas: que ella era la única aspiración, el amor único de aquel solitario, que no hallaría en su camino más flores que las que ella le sembrara.

Asomábase luego también á su imaginación Rosita la de los López, y Rosita estrechaba en sus brazos al pobre mozo, enjugaba sus lágrimas, posaba en los suyos los labios hambrientos de caricias, y Bernardo, embriagado por tanto cariño, sonreíale, por fin, á Rosa, y entonces, entonces sentía la Viñuela garras invisibles que se le clavaban en el pecho, cubríase de frío sudor su frente, y entonces, ¡adiós, buenos propósitos!, entonces era el diablo el que hollaba con sus pies al divino arcángel.

Al ver Dolores salir al zagal como agobiado por el peso de sus amarguras, sintió, como ya hemos dicho, sordo despecho; le hubiera porraceado. ¿Qué culpa tenía ella de lo que pasaba?

Para la cortijera no pasó inadvertida la huida del zagal, y miró al de Casariche, que inclinó la cabeza.

—¿Adónde vas tú?—preguntó el Cantueso al muchacho.

—Ar llano—repúsole éste con voz áspera.

—Y yo; aspérate, iremos juntos.

—Y yo también—añadió la señá Tomasa.

—Tú ar llano nó puée ser; no hay necesiá que er mozo se encuentre á su madre medio erretía; tú y Dolores, con Araceli, sus vais al huerto, y tan y mientras, yo y Bernardo mos iremos pá la carretera.

En aquel Instante un sonido ronco resonó hacia el camino; el de la caracola que habíase llevado e Chamullo, puesto de vigía en el cerro para avisar con ella la llegada de Agustín.

Al ronco sonido enmudecieron todos; los viejos alargaron la cabeza para oir mejor; resonó de nuevo la caracola; no cabía duda: era el Chamullo; Agustín estaba en el llano, y la señá Tomasa, lanzando un delirante grito de gozo, se arremangó la falda, y dando al aire las monumentales pantorrillas, salió de estampía, jadeando, riendo, llorando, tambaleándose, mientras el señor Juan se plantaba de un solo salto en mitad del arroyo.


CAPÍTULO XX

La Entrevista


Dolores habíase puesto intensamente pálida, y al par que apretaba contra su pecho á su hija, miraba llena de turbación hacia el recodo de la senda como si temiese ver aparecer de pronto por ella la figura de Agustín.

Bernardo se ocultó en breve tras el monte, y el de Casariche, acercándose á la muchacha, la dijo mirándola suavemente:

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